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Mercedes escuchaba la conversación sin perder palabra, haciendo un gran esfuerzo por entender lo que decían los dos hombres. Hablaban de Dios. Cuando estaba en París su madre a veces la llevaba a la iglesia, iban al Sacré Coeur, porque vivían cerca. Nunca permanecían dentro mucho tiempo, su madre entraba, hacía la señal de la cruz, parecía murmurar algo y luego se marchaban. Su madre le decía que Dios protegería a su papá y que iban a la iglesia a pedírselo a Dios. Pero su padre desapareció y ellas tuvieron que huir, y Dios no había hecho nada por evitarlo.

Pensó en lo que aquel español decía, que Dios no estaba allí, y en silencio le dio la razón. No, en Mauthausen no estaba Dios, de eso no había duda. Cerró los ojos y empezó a llorar procurando que nadie la oyera; veía a su madre, destrozada sobre las piedras de aquellas escaleras interminables.

La consoló escuchar a los hombres ponerse de acuerdo sobre lo que harían con ella. Sus amigos, Carlo, Hans y Bruno suplicaron a aquellos hombres que le permitieran estar con ellos, se comprometieron a cuidarla, juraron que no molestarían y asumieron el compromiso de no llorar para que no la descubrieran.

De manera que continuaría allí, en aquel pabellón, como si de un niño se tratara se tendría que comportar como tal, y sobre todo intentar pasar inadvertida, si la descubrían lo pagarían todos, y por nada del mundo ella haría nada que pudiera provocar daño alguno.

Alfred Tannenberg estaba nervioso. La llamada de Georg urgiéndole a viajar con Heinrich de inmediato a Berlín se había producido tan sólo una semana después de la visita a Mauthausen.

Georg no le había dado ninguna explicación salvo que le esperaba al día siguiente en su despacho, y a primera hora, le dijo.

Zieris, el comandante de Mauthausen había intentado sonsacarle cuando le anunció que se marchaba. Naturalmente le cortó en seco: él, Tannenberg, iba a Berlín por orden de la Oficina Central de Seguridad del Reich, lo mismo que su amigo Heinrich.

Viajaron buena parte de la noche y llegaron a Berlín cuando estaba a punto de amanecer. Heinrich propuso ir cada uno a la casa de sus padres, para darles un abrazo y asearse antes de presentarse en la oficina de la RSHA, y a Alfred le pareció una buena idea. Tenía ganas de abrazar a su padre, incluso escuchar el parloteo de su madre, que a buen seguro se quejaría al verle más delgado.

A las ocho en punto de la mañana los dos oficiales se presentaron en el despacho de Georg, donde también encontraron a Franz. Después del saludo hitleriano, los cuatro amigos se fundieron en un abrazo.

– Hemos perdido, es cuestión de días que esto se derrumbe, los rusos han cruzado nuestras posiciones. Hitler está fuera de sí, pero ha perdido la guerra y en Alemania ya no manda nadie. Debemos irnos.

– ¿Y Himmler? -preguntó Alfred.

– A Himmler le he convencido de que debo de ir a Suiza y reunirme allí con un grupo de nuestros agentes. En vista del rumbo que estaba tomando la guerra, hace meses que le convencí de la necesidad de prepararnos para lo que pudiera pasar. Por eso, en previsión de la caída del Reich, tenemos gente en varios países organizando la llegada de los nuestros.

Georg sacó de un cajón tres carpetas y les dio una a cada uno de sus amigos. Las abrieron y examinaron sus nuevos documentos de identidad.

– Tú, Heinrich, saldrás para Lisboa, y de allí a España. Tenemos buenos amigos en el círculo del general Franco. Te llamarás Enrique Gómez Thomson. Tu padre es español, tu madre inglesa, por eso no hablas el idioma, pues has vivido siempre fuera de España. Ahí tienes el número de uno de mis mejores hombres, un agente, que hace tiempo ha ido organizando la infraestructura necesaria para acoger a unos cuantos amigos por si acaso perdíamos la guerra. Es un viejo amigo nuestro de la universidad, Eduard Kleen.

Heinrich asintió, sin despegar la mirada de aquellos documentos que le convertirían en otro hombre.

– ¿Cómo llegaré a Lisboa?

– Te irás mañana por la tarde en avión, espero que los aliados no te derriben -respondió riendo Georg-. Oficialmente vas destinado a nuestra embajada en Lisboa, ahí tienes la orden con el nombramiento de ayudante del agregado militar. Pero en cuanto se anuncie el fin de la guerra, sal de Lisboa; antes te habrás puesto en contacto con nuestro amigo Eduard Kleen, él tendrá preparado tu viaje a España. Primero a Madrid, después él te dirá. Eduard ha hecho un buen trabajo, estos documentos son españoles de verdad, de nuestros amigos franquistas, no hay nada que los amigos no hagan si les pones un buen puñado de billetes encima de la mesa.

– Y a mí me envías a Brasil… -comentó Franz mientras leía los datos de su nuevo pasaporte.

– Sí. Tenemos que irnos a lugares donde nadie nos busque, donde tengamos amigos, donde los gobiernos hagan la vista gorda y no tengan ningún interés en indagar quiénes somos. Brasil es un buen escondite. Allí tengo a otro de mis agentes favoritos. Es un bon vivant , que como Eduard lleva meses preparando unos cuantos escondrijos para algunas personas relevantes que no tienen la más mínima intención de pasar el resto de sus días en una cárcel.

Yo no hablo portugués -se quejó Franz.

– ¡Qué le vamos a hacer! Es un buen destino, Franz, no te quejes. Lo que no podemos es irnos todos juntos y al mismo lugar. No sería inteligente, sino una locura estúpida.

– Tiene razón Georg -terció Alfred, que se sentía satisfecho de la identidad que le había facilitado. Suizo, sería un suizo de Zurich, pero su destino final sería El Cairo.

– ¿Y tú, Georg? -quiso saber Franz.

Yo me voy mañana mismo, ya os lo he dicho, primero a Suiza acompañando a mi tío, y de allí nuestros amigos norteamericanos nos llevarán a su maravilloso país. Mis padres se han ido hoy, se quedarán en Suiza con una falsa identidad. En cuanto a los vuestros, quiero que habléis con ellos y a lo sumo dentro de dos horas me digáis qué quieren hacer. Puedo pasarles a Suiza y darles documentos falsos, pero lo debemos hacer hoy, mañana ya no estaré y no confío en nadie salvo en mí mismo y en vosotros.

»Tenéis dos horas; id a casa, hablad con vuestra familia, pero que sean discretos, si alguien se entera y llega a oídos que no deben, nos fusilarán. Dentro de dos horas os espero aquí.

– Pero Himmler no aceptará que desaparezcas… -comentó Franz.

– Es que no voy a desaparecer. Voy a encargarme de supervisar los escondites que han ido eligiendo nuestros agentes. Y lógicamente también tenemos amigos en Estados Unidos, más de los que imagináis.

Alfred Tannenberg aguardaba impaciente la respuesta de su padre. Éste se había quedado en silencio, perdido en sus propios pensamientos, sin hacer caso a los requerimientos angustiosos de su mujer.

– Padre, por favor, quiero que os vayáis -insistió Alfred Tannenberg.

– Lo haremos, hijo, lo haremos, pero no quiero irme muy lejos de Alemania. Aunque perdamos la guerra, éste es nuestro país.

– Papá, no tenemos tiempo…

– Sea, vamos a prepararnos.

Ni a Franz ni a Heinrich les costó convencer a sus padres, estaban dispuestos a pasar la frontera e instalarse en Suiza, desde donde seguirían los acontecimientos. Hacía mucho tiempo que el dinero de todos ellos estaba a buen recaudo en los bancos suizos, de manera que para ninguno era un problema vivir en el país vecino.

Georg demostró sus enormes dotes de organización, porque cuando dos horas después sus amigos entraron en su despacho ya tenía los pases firmados para todos y cada uno de los miembros de sus familias. Debían salir esa misma tarde, por la noche a más tardar, porque, insistía, la guerra estaba a punto de terminar.

Luego les invitó a almorzar en su casa.

– Bien, ahora debemos abordar la segunda parte, y es qué haremos cuando estemos fuera de aquí.

– Casarnos -afirmó sin vacilar Franz.

– ¿Casarnos? -preguntó Heinrich.

– Sí, lo he hablado con Alfred, y es lo más inteligente. Debemos casarnos de inmediato con alguna mujer del país en que nos toque residir. Él no puede, porque ya está casado con Greta, pero es una buena idea.

– Casaos vosotros, yo no tengo intención de contraer matrimonio -dijo Georg, y sus amigos no hicieron ningún comentario.

– Tengo un plan que proponeros.

Las palabras de Alfred concitaron la curiosidad de sus amigos. Todos sabían de su inteligencia retorcida, de su capacidad de improvisar en las circunstancias más difíciles. Bien que lo había demostrado.

– Nuestros padres tienen dinero, de manera que no deberíamos preocuparnos, pero me temo que a lo mejor no resultará tan sencillo conseguir fondos para vivir. Sí, ya sé que nosotros tenemos nuestro propio dinero, lo que hemos guardado estos años, pero puede que no podamos sacarlo todo.

Además, no sabemos qué pasará, ni cuánto empeño pondrán los vencedores en perseguirnos. Somos oficiales de las SS, nuestros nombres son conocidos, no somos unos cualquiera, porque nuestros padres tampoco lo son. Creo que estarán más tiempo en Suiza del que ellos creen, y temo que si empiezan a buscar responsables de… lo que ha sucedido aquí alguien podría decidir que nosotros también tenemos nuestra parte de responsabilidad. Quiero decir que debemos montar nuestro propio negocio, y os aseguro que será un negocio próspero.

Le escuchaban expectantes sabiendo que la idea de Alfred sin duda les sorprendería.

– Vamos a dedicarnos el arte, a las antigüedades, a nuestra profesión, ¿no somos arqueólogos?

– Vamos, Alfred, ¿de qué se trata? -le preguntó Franz con tono impaciente.

– Mi destino es El Cairo, el de Georg Boston, tú te vas a Brasil y Heinrich a España: ¡es perfecto! -Alfred hablaba más para sí mismo que para sus amigos.

– Explícate-le apremió Georg.

– Aún tengo las tablillas que quitamos a los viejos en Jaran, además de las otras tablillas y objetos que trajimos, ¿os acordáis?

– Sí, claro -respondió Heinrich.

– Bueno, pues vamos a vender antigüedades, objetos únicos que constituyen el sueño de cualquier coleccionista. Oriente está lleno de antigüedades con más de dos mil años.

– ¿Y de dónde vamos a sacar esos objetos? -preguntó Franz.

– Veo que en la universidad no fuiste un alumno aplicado. ¿No recuerdas ninguna lección sobre los ladrones de tumbas? Los países de Oriente tienen gobiernos corruptos, es cuestión de dinero, dinero para excavar dónde y cómo queramos, dinero para hacernos con lo que encontremos, dinero para comprar incluso algunos objetos que están en museos y que en esos países a nadie le importan, porque no saben ni lo que tienen. Os aseguro que hay gente en el mundo dispuesta a pagar lo que le pidamos por determinados objetos, con los que nosotros les tentaremos. De manera que yo organizo el negocio desde El Cairo. Me moveré por Siria, Transjordania, Irán, Palestina…yo suministraré la materia prima y vosotros la venderéis; tú, Georg, te encargarás del mercado norteamericano, Heinrich del europeo y Franz del latinoamericano. Naturalmente necesitamos tapaderas, pero en eso ya pensaremos cuando llegue el momento.