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Lion Doyle envió un fax claro y rotundo a la sede de Photomundi: «Regreso mañana. Llevo material suficiente, pero no todo. En los últimos días ha sido difícil trabajar. Pero lo más importante está hecho».

Esa noche Picot y el resto del equipo de arqueólogos compartieron la cena con Miranda y otros periodistas.

– ¿Por qué no te vienes? -propuso Picot a Miranda.

– Porque no sería yo si ahora me fuera. No he aguantado todo este tiempo para escapar en el último minuto.

– Te invito a pasar unos días conmigo en París, en realidad me gustaría que te quedaras todo el tiempo que quisieras.

Miranda miró a Picot con una sonrisa cómplice. A la periodista le gustaba el arqueólogo tanto como a él le gustaba ella, pero ambos sabían que las suyas eran vidas paralelas que nunca se cruzarían, y que de hacerlo podrían hacerse daño mutuamente.

– Déjalo estar, Yves.

– ¿Por qué? Me dijiste que estabas sola.

– Y lo estoy.

– Entonces…

– Entonces nada. Eres un tipo estupendo, tanto que no me apetece que seas la aventura de una noche.

– No te estoy proponiendo una aventura de una noche -protestó Picot.

– Lo sé, pero dadas las circunstancias tuyas y mías dudo que pudiéramos darnos algo más.

– ¡Por favor, Miranda, date una oportunidad y de paso dámela a mí!

– Cuando salga de la maldita guerra que está a punto de empezar iré a verte a París o dondequiera que estés, y entonces fríamente y con la distancia de este momento o nos reímos de lo que estamos hablando ahora y nos tomamos una copa y luego cada uno se va por su lado tan amigos o… o ya veremos.

Picot no insistió. Sabía que Miranda se quedaría en Bagdad y sintió una punzada de inquietud pensando en el peligro que seguro correría.

Ahmed Huseini, que les acompañaba en la cena, bebía compulsivamente un whisky tras otro. Fabián intentaba calmar a aquel individuo del que apenas parecía quedar rastro del hombre que fue.

El seguro y elegante director del departamento de Excavaciones Arqueológicas era ahora un ser desaliñado, con profundas ojeras y la angustia reflejada en la mirada inquieta, que paseaba de un lugar a otro como si temiera por su vida.

– ¿Irá a Safran? -quiso saber Marta Gómez.

– No lo sé, el doctor Najeb no me ha dejado hablar con Clara, espero que me lo permita mañana. Haré lo que ella quiera, iré si le puedo ser de alguna ayuda.

– ¡Pero es su mujer! ¿Cómo no le va a ser de ayuda en un momento como este? -protestó Marta.

– No lo sé, profesora, no lo sé… yo… En fin, todo lo que ha pasado es terrible, y ahora la guerra… No sé qué va a pasar… En todo caso Clara debe regresar a Bagdad, no creo que pueda quedarse mucho tiempo sola.

Fabián hizo una seña a Marta instándola a que no insistiera, y desvió la conversación hacia la futura exposición que pensaban organizar.

– Es muy de agradecer que haya logrado convencer a las autoridades iraquíes para que permitan hacer una exposición con lo que hemos encontrado en Safran.

– Sí, el profesor Picot ya ha firmado los papeles -asintió Ahmed.

– Y usted, ¿cuándo se reunirá con nosotros? -le preguntó Fabián.

– ¿Yo? No lo sé, depende de Clara, yo querría irme ya, mañana mismo, si pudiera… pero no es fácil irse de Irak, y ahora que Tannenberg ha muerto no me dejarán marcharme…

El pitido del teléfono móvil de Ahmed interrumpió la charla. Éste no se levantó para hablar discretamente en otro lugar, sino que escuchó en silencio la voz que desde el otro lado del teléfono parecía estar dándole órdenes.

Ahmed Huseini asentía sin rechistar con el gesto cada vez más crispado.

– ¿Quién le ha llamado? -preguntó Marta sin importarle ser indiscreta.

– Era… era el Coronel, ustedes no saben quién es; bueno, es una persona muy importante…

– ¿El Coronel? Sí, le conocemos, estuvo en Safran, llegó con un equipo de investigadores después de que apareciera muerta Samira y dos de los guardias -recordó Fabián.

– Parecía un hombre terrible -murmuró Marta.

– Mañana salgo a primera hora para Safran junto a una delegación de personalidades de mi país para asistir al entierro de Tannenberg. En el palacio presidencial quieren que se le entierre con todos los honores. Me han ordenado que vaya, que esté con Clara, y que la convenza para que regrese a Bagdad.

– Es lo más sensato -aseguró Lion Doyle.

– ¿Y qué pasa con nosotros? -preguntó Picot con tono de preocupación.

– Ustedes saldrán en los helicópteros pasado mañana a primera hora, no hay cambios en su programa. Karim, mi ayudante, es sobrino del Coronel y se encargará de que no tengan ningún problema; él les acompañará a la base, si es que no llego a tiempo. Pero creo que regresaré mañana mismo, y a ser posible con Clara.

Ahmed Huseini dio por terminada la cena. No tenía ánimo para continuar allí, y el exceso de bebida le estaba haciendo efecto: la cabeza le daba vueltas, tenía ganas de vomitar y le escocían los ojos. Sabía que lo mejor que podía hacer era intentar dormir, si es que lo conseguía.

Picot estaba cansado pero no tenía ganas de acostarse, de manera que propuso al grupo tomar una copa en el bar, y casi todos aceptaron; en realidad, sólo Ante Plaskic se despidió para irse a dormir.

– Qué tipo más extraño -afirmó Miranda mientras Ante atravesaba el vestíbulo hacia los ascensores para ir a su habitación.

– Lo es -aseguró Picot.

– No ha hecho nada fuera de lo común -le defendió Marta.

– Tienes razón, pero durante estos meses se ha mostrado distante con todos nosotros, no ha hecho el menor intento por ser amable -le replicó Picot.

– Ha trabajado bien, se ha mostrado siempre educado, ha hecho todo lo que le hemos pedido… Me parece injusto reprocharle que no sea simpático, sobre todo porque era consciente de que no caía bien al equipo -insistió Marta.

– Bueno, da lo mismo, el caso es que es raro -insistió Picot.

Bebieron hasta tarde y hablaron de la guerra, seguros de que estaba a punto de comenzar. Nadie sabía cuándo, podía ser en unos días o en un mes, pero de lo que no les cabían dudas es de que Bush invadiría Irak.

Tres helicópteros se posaron sobre la tierra amarillenta, a unos cuantos metros de lo que quedaba del campamento de arqueólogos.

Clara, junto al Coronel, esperaba con aire ausente a que terminaran de descender de los aparatos aquellos hombres que representaban al régimen: varios generales y dos ministros, además de unos cuantos familiares cercanos al clan Sadam.

Todos le estrecharon la mano expresándole sus condolencias y asegurando que Irak había perdido a uno de sus mejores amigos y aliados. Apenas les escuchaba, en realidad le costaba entender lo que le decían, ya que era incapaz de prestar atención a nada que no fuera el dolor que la desgarraba de tal manera que creía que iba a dejar de respirar.

No podía quitarse de la cabeza la imagen de su abuelo degollado. Quien le había asesinado había buscado no sólo eliminarle sino hacerle daño, devolver quién sabía qué agravio.

Nunca se había sentido sola hasta ese momento, ni siquiera cuando sus padres murieron en aquel fatal y extraño accidente. No podía soportar el dolor de la evidencia de que su abuelo estaba muerto y no era capaz de encontrar consuelo en ninguna de las palabras que escuchaba, ni siquiera en las más sentidas de Fátima, que la estrechó entre sus brazos como cuando era niña intentando devolverle la serenidad perdida.

Ahmed se acercó a Clara y la besó suavemente en la mejilla, luego la agarró del brazo llevándola hacia la casa.

Clara no opuso resistencia. Tanto le daba que estuviera allí Ahmed, aunque Fátima le había anunciado su presencia, instándola a que se dejara acompañar por su marido al menos para cubrir las apariencias en un momento como ése.

Ya en el interior de la casa, Fátima sirvió té y dulces a los hombres a la espera de que se formara el cortejo camino del lugar donde sería enterrado Alfred Tannenberg.

En un primer momento Clara pensó pedirle al Coronel que un helicóptero la trasladara junto al ataúd de su abuelo hasta El Cairo para enterrarle allí; luego pensó que a su abuelo tanto le daría un lugar como otro: ella había llegado a conocerle bien y sabía que nunca había sentido verdadero aprecio por ningún sitio en especial. Pero ella sí creía en el valor de los símbolos, de manera que decidió enterrar a su abuelo cerca de las ruinas del templo donde con tanta ansia aún buscaban esas tablillas que habían sido la obsesión de su abuelo.

No se quedó con los hombres, sino que se encerró en el cuarto donde su abuelo yacía en el ataúd.

Fátima había lavado y preparado el cadáver del hombre al que le había sido leal durante cuarenta años, y lo había hecho con el mismo respeto y reverencia que si estuviera vivo.

Clara cogió la mano inerte de su abuelo y no pudo evitar llorar desesperadamente.

– Abuelo…, abuelo…, ¿por qué? ¿Por qué te han hecho esto? ¡Dios mío, ayúdame a encontrar al asesino! Abuelo, no me dejes… no me dejes, por favor…

Unos golpes suaves en la puerta le anunciaron la presencia de Fátima, que entró para decirle que había llegado el momento de llevarse el ataúd.

Clara rompió a llorar con más fuerza y se abrazó al cuerpo sin vida del anciano gritando su desesperación.

Con la ayuda de Ahmed, Fátima la apartó mientras el Coronel cerraba el féretro y, ayudado por otros hombres, lo sacaban de la casa hasta el coche que les conduciría a unos cientos de metros, donde ya estaba preparado el agujero en la tierra azafranada en el que Tannenberg descansaría el resto de la eternidad.

El doctor Najeb se acercó a Clara y le ofreció una pastilla, que ella rechazó. Quería salir de la penumbra en que estaba desde dos días atrás cuando encontró a su abuelo asesinado, por más que el dolor amenazara con romperla por dentro. Salam Najeb no insistió.

Las mañanas de marzo son cálidas en Irak, y aquélla no era una excepción. Todos los hombres y mujeres de Safran, además de los soldados de la guarnición, y las autoridades de los pueblos y ciudades cercanos, se apiñaban en torno al lugar donde se había preparado la tumba de Alfred Tannenberg.

Los aldeanos observaban con curiosidad a los generales y ministros llegados de Bagdad, y alguno murmuraba que en el último minuto podía aparecer el mismísimo Sadam.

No hubo rito religioso alguno, ni católico ni musulmán. Tampoco nadie dijo una palabra de despedida al difunto. Había sido un deseo expreso de Clara que a su abuelo le enterraran sin más solemnidad que la del dolor de quienes le querían, y ella sabía que de cuantos allí se congregaban sólo ella y Fátima le habían querido.