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Georg y Alfred se fundieron en un abrazo después de saludarse con el brazo extendido y decir el preceptivo «Heil, Hitler!». Antes de que los dos amigos se separaran, escucharon la exclamación alegre de Heinrich:

– ¡Franz! ¡Dios santo, has venido!

– ¡Franz! -Alfred se abrazó de inmediato a su amigo.

Los cuatro demostraron sin pudor la alegría que les producía el encuentro, sin importarles las miradas críticas del comandante de Mauthausen, Zieris, ni de los otros jefes de las SS. Se sabían seguros, intocables, favoritos del régimen.

El padre de Alfred fabricaba buena parte de los uniformes que necesitaban los soldados; el de Franz, abogado, se había convertido en un consumado diplomático a las órdenes de Hitler, habiendo conseguido, años atrás, convencer a un buen número de países para que participaran en los juegos Olímpicos de Berlín, lo que le había convertido en un hombre de la máxima confianza del círculo del Führer; el padre de Heinrich era uno de los abogados que había puesto su talento para construir el entramado legal de la nueva Alemania, mientras que el padre de Georg era médico de confianza de los altos mandos de las SS.

Las mujeres observaban a esos cuatro jóvenes oficiales que destacaban sobre todos los demás, mientras algunas se estremecían y apretaban las manos de sus hijos, a los que les habían obligado a llevar a la explanada del campo junto a ellas.

Los niños apenas se sostenían en pie, agotados como estaban, pero obedecían a sus madres conscientes del horror que se podía desatar si contrariaban a aquellos hombres de negro.

Los cuatro oficiales que parecían tan contentos se acercaron a mirar a las prisioneras. El desprecio y el asco se reflejaba en los ojos de aquellos jóvenes ante la visión de aquellas mujeres que eran poco más que ruinas humanas.

– ¡Menudo espectáculo! -dijo Franz.

– ¡Vamos, amigo, ya verás cómo te diviertes! ¡Hoy será un gran día! -le aseguró Heinrich.

– Bueno, hemos venido a divertirnos, a ver qué nos habéis preparado -quiso saber Georg.

– Hoy será un día inolvidable, os lo aseguro -apostilló Alfred.

Luego Alfred Tannenberg hizo una seña a los kapos y éstos comenzaron a atar piedras a la espalda de las prisioneras. Tannenberg volvió a decir:

– Nos divertiremos, esto no lo vais a olvidar nunca.

Las mujeres temblaron de miedo ante las palabras de aquellos oficiales de las SS, y un gesto de desolación aún mayor de la que llevaban reflejada en el rostro pareció adueñarse de ellas.

– Un día inolvidable -murmuró de nuevo el oficial de las SS mientras sonreía.