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Verla junto a Greta era recordar el cuento del patito feo y el cisne. Naturalmente el cisne era la señora Tannenberg.

– Así que tu padre quiere que te cases con Greta. ¡Menuda suerte! -bromeaba Georg pinchando a Alfred.

– Veremos a quién te elige tu padre para ti.

– Sabe que es inútil siquiera que lo intente. No me casaré nunca -afirmaba Georg.

– Tendrás que hacerlo, todos tendremos que hacerlo, nuestro Führer nos quiere a todos casados y procreando hijos de la verdadera raza aria -dijo riendo Heinrich.

– Ya, pues vosotros podéis tener cuantos hijos os venga en gana, y uno más por mí. Yo no tengo ganas de reproducirme -insistía Georg.

– ¡Vamos, Georg, seguro que te gusta alguna de estas jóvenes! No están del todo mal… -terciaba Franz.

– ¿Aún no os habéis dado cuenta de mi desinterés por las mujeres?

El tono entre cínico y amargo de su amigo les hizo desviar la conversación hacia otros temas menos comprometidos. Ninguno quería escuchar lo que Georg les pudiera decir al respecto. Si lo hacía, la amistad que le profesaban no podría ser igual.

El padre de Alfred se acercó con Fritz Hermann al grupo formado por su hijo y sus amigos.

Hermann se interesó por los estudios de los muchachos y les instó a empezar a colaborar en la defensa de Alemania.

– Estudiad, pero no olvidéis que el Reich necesita jóvenes como vosotros en primera línea.

– ¿Podrían admitirnos en las SS?

La pregunta de Alfred cogió de improviso a su padre y también a sus amigos.

– ¿Vosotros en las SS? ¡Pero eso sería fantástico! Nuestro Reichführer se sentiría orgulloso de contar con jóvenes como vosotros. Yo puedo facilitar vuestro ingreso en las SS de manera inmediata. Mañana por la tarde os espero en mi despacho, ya sabéis dónde está el cuartel general de la ESHA (Oficina de Seguridad del Reich), en la Prinz Albrechtstrasse. ¡Esta velada está resultando mucho mejor de lo que esperaba! -exclamó un satisfecho Fritz Hermann.

Una vez que el señor Tannenberg y el señor Hermann fueron reclamados por otro grupo de invitados, Georg increpó a Alfred.

– ¿Se puede saber qué pretendes? ¡No tengo ninguna gana de incorporarme ni a las SS ni a la Gestapo ni a ninguno de los gloriosos cuerpos del Reich! Mi intención es ayudar a mi padre y seguir excavando allá donde nos dejen. Quiero ser arqueólogo, no soldado, y pensaba que vosotros queríais lo mismo.

– ¡Vamos, Georg! Sabes que no podemos estar mucho tiempo más sin incorporarnos al ejército, a las SS o algún otro cuerpo. A nuestros padres les empiezan a mirar mal; el mío no quiere que vaya al ejército, pues bien, entraré en las SS, donde espero que mi futuro suegro me busque un destino cómodo donde no tenga que preocuparme de nada. Vosotros deberíais hacer otro tanto de lo mismo -se excusó Alfred.

– ¿Sabes, amigo? -terció Heinrich-, tienes razón. Yo te acompañaré a la cita con Hermann. No me vendrá mal un buen puesto en las SS y dejar de depender de mi padre.

– O sea, que vamos a ser SS -admitió Franz.

– ¿Se te ocurre algo mejor? -le preguntó Alfred.

– No, realmente no. Yo también estoy contigo -asintió de nuevo Franz.

– ¡Sois unos estúpidos! ¿A qué viene esto? -En la voz de Georg se percibía cierto tono de desesperación.

– Viene a que estamos en guerra y tenemos la obligación de hacer algo por Alemania. Mi padre tiene razón, para morir vale cualquiera, de manera que hemos de estar donde podamos ser útiles sin que nos maten, y que además el lugar nos pueda ser útil a nosotros mismos. Creo que le pediré a Hermann que me envíe a alguno de los campos, quizá a Dachau. Es un buen lugar para pasar la guerra.

El secretario de Fritz Hermann les pidió que esperaran en una sala contigua al despacho, y les dio a entender que su jefe estaba en aquel momento con el mismísimo Himmler.

Los cuatro amigos aguardaron pacientemente durante media hora antes de ser recibidos por Hermann.

– ¡Pasad, pasad! Qué alegría teneros aquí. Le he hablado al Reichführer de vosotros, y en cuanto hayáis cumplido con todas las formalidades y pertenezcáis a las SS os llevaré a conocerle.

Fritz Hermann escuchó pacientemente las pretensiones de los jóvenes, con las que estuvo de acuerdo: Alfred y Heinrich querían ser destinados a la oficina política de algunos de los campos donde tenían prisioneros a los enemigos de Alemania, Franz prefería ir al frente en alguna de las unidades de las SS, las Waffen, y Georg pidió incorporarse a alguna unidad de los servicios de información.

– ¡Perfecto! ¡Perfecto! ¡En las SS podréis desarrollar lo mejor de vuestra inteligencia y cualidades!

Aquella tarde los cuatro amigos salieron del despacho de Hermann convertidos en miembros de las SS. Fritz Hermann se había mostrado ciertamente eficaz, y en poco menos de dos horas les había encontrado a cada uno un destino dentro del cuartel general; así podrían continuar con sus estudios en la universidad además de pertenecer a las SS.

– ¡Bebamos por Alemania! -dijo Alfred alzando una jarra de cerveza.

– Bebamos por nosotros -le respondió Georg.

Fue una noche larga, tanto que no regresaron a sus casas hasta que no despuntó el alba. Comenzaban una nueva etapa de sus vidas, pero los cuatro juraron que nada ni nadie destruiría su amistad, no importa dónde estuviera cada uno en el futuro. Tenían dos años por delante antes de que Fritz Hermann se encargara de enviarles a su destino. Un destino que en el caso de Alfred Tannenberg sería Austria, como enlace de la Oficina Central de Seguridad del Reich.

Heinrich acompañaría a Alfred a Austria como supervisor de la Oficina Central de Administración y Economía de las SS, un organismo encargado de la supervisión de los campos, y en el caso de Austria estaba el de Mauthausen, uno de los campos preferidos de Himmler. Franz se incorporó a una de las unidades especiales de comandos de las SS y Georg fue admitido en la SR, el servicio de información controlado por el temido Reinhardt Heydrich, que era un servicio que competía con otro servicio de información no menos eficaz, el del Abwer, controlado por el almirante Canaris.

Franz Zieris, el comandante de Mauthausen, recibió con cautela a los dos jóvenes enviados por Berlín, sobre todo a Alfred Tannenberg. Llegaba del cuartel general, y además era un protegido de Fritz Hermann, con cuya hija, Greta, se acababa de casar. Por tanto, no hacía falta que nadie dijera a Zieris que la carrera de Tannenberg debía de ser meteórica. Tanto Alfred como Heinrich eran oficiales de las SS de una categoría especial, la de los universitarios, en contraste con el jefe Zieris, cuya profesión había sido la de carpintero.

Lo cierto es que Tannenberg resultó ser un oficial más competente de lo que Franz Zieris había imaginado. Además, tenía ideas ingeniosas para llevar a cabo las órdenes de Himmler de deshacerse de los detenidos que no resultaban de ninguna utilidad. Pero, sobre todo, tanto Alfred como Heinrich sabían cómo conseguir el objetivo de su Reichführer con los prisioneros: hacerles trabajar hasta la extenuación durante unos meses y, una vez que estuvieran convertidos en auténticas ruinas humanas, eliminarlos.

La vida en aquel pueblo, situado en el corazón del valle del Danubio y rodeado de abetos, resultó tan placentera como ambos amigos deseaban. El lugar no podía ser más pintoresco, con las granjas diseminadas por los prados y el río caudaloso abriéndose paso entre los árboles. El paisaje apacible contrastaba con la máquina de la muerte que era el campo de Mauthausen, que se había ampliado con filiales por todo el territorio habida cuenta del volumen de prisioneros que llegaban semana tras semana.

La organización del campo de Mauthausen era similar a la de otros campos. Constaba de una Oficina Política, del Departamento de Custodia de los detenidos, el servicio sanitario, la administración y la jefatura de la guarnición.

Zieris les acompañó durante su visita a Mauthausen, pero después encargó a uno de sus hombres, el comandante Schmidt, que les explicara el funcionamiento del campo.

– Para distinguir a los deportados llevan cosido un triángulo que nos indica su delito. El verde es el de los delincuentes comunes, el negro el de los asociales, los gitanos, mendigos, rateros, el rosa es el de los homosexuales, el rojo el de los delincuentes políticos, el amarillo el de los cerdos judíos y el morado el de los objetores de conciencia.

– ¿Hay intentos de fuga? -preguntó Heinrich.

– ¿Quieres ver un intento de fuga? -le preguntó a su vez el comandante Schmidt.

– No le entiendo…

– Venid, os voy a ofrecer un espectáculo de fuga en directo. Acompañadme a la cantera.

Heinrich y Alfred se miraron extrañados, pero siguieron al comandante. Bajaron los ciento ochenta y seis escalones de la que se conocía como «escalera de la muerte», que separaba la cantera del campo. Schmidt llamó a uno de los kapos encargados de la vigilancia de los prisioneros. El kapo llevaba un triángulo verde y, según les contó el comandante, aquel hombre había asesinado a varios hombres. Alto, fornido y tuerto, el kapo inspiraba un profundo temor a los prisioneros, que habían experimentado su brutalidad en no pocas ocasiones.

– Hans, elige a uno de estos miserables -le indicó el comandante Schmidt al kapo.

El asesino no lo pensó dos veces y fue en busca de un hombrecillo de pelo cano, con las manos desolladas y un estado de delgadez tal que parecía imposible que le quedaran fuerzas para moverse. El triángulo que llevaba era rojo.

– Es un maldito comunista -aseguró el kapo mientras le empujaba hacia donde estaba el comandante y los dos nuevos oficiales de las SS.

El comandante Schmidt no dijo ni una palabra; le quitó la gorra que llevaba y la tiró hacia las alambradas.

– Recógela -ordenó al prisionero.

Éste se puso a temblar y dudó si obedecer la orden, aunque sabía que no tenía opción.

– ¡Ve a por la gorra! -gritó Schmidt.

El hombrecillo empezó a caminar hacia la alambrada con paso lento hasta que de nuevo la voz imperiosa del comandante, instándole a correr, le obligó a iniciar una cansina carrera. Cuando llegó cerca de la alambrada donde había caído su gorra, ni siquiera tuvo tiempo de agacharse para recogerla. Una ráfaga de subfusil disparada por uno de los centinelas acabó con lo que le quedaba de vida.

– En ocasiones la gorra cae sobre la alambrada, y al recogerla el prisionero recibe una descarga de alta tensión que acaba con él. Una boca menos que alimentar.