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– Tannenberg, ¿me escucha? ¡Tannenberg, le estoy hablando! ¿Me escucha?

El joven abrió los ojos y observó con indiferencia al hombre que le había hablado.

– ¿Qué quiere, profesor?

– Debería estar trabajando con el resto de sus compañeros; le he encargado que acudiera a trabajar junto al muro oeste, y usted está aquí durmiendo.

– Estoy descansando, descansando y esperando el correo. Estoy impaciente por saber qué pasa en Berlín.

– ¡Regrese a la excavación! ¡Usted no es diferente a los demás!

– ¡Claro que lo soy! Estoy aquí porque mi familia le paga a usted y paga esta expedición. Todos son mis empleados.

– ¿Cómo se atreve?

– ¡Usted, profesor, es un judío insolente! Mi padre no debería haberle confiado esta misión arqueológica.

– ¡Su padre no me ha confiado nada, es la universidad quien nos ha enviado!

– Vamos, profesor, ¿y quién es el donante más generoso de nuestra universidad? Usted y el profesor Wesser llevan dos años en Siria gracias a las aportaciones de la universidad. ¿Por qué no regresan? Deberían estar donde están todos los judíos. Algún día el director de la universidad tendrá que responder por tenerles a ustedes aquí.

El profesor, un hombre de aspecto severo, ya entrado en años, iba a responder cuando se vio interrumpido por los gritos de un muchacho que corría hacia él.

– ¡Profesor Cohen, venga! ¡Deprisa!

El profesor aguardó a que el chico llegara.

– ¿Qué pasa, Ali?

– El profesor Wesser quiere que vaya usted, dice que en las tablillas hay algo extraordinario.

El joven Ali sonreía, se le notaba contento. Había tenido suerte al ser contratado por aquellos locos que excavaban la tierra en busca de estatuas y parecían contentarse con trozos de arcilla con extrañas inscripciones.

El profesor Wesser y el profesor Cohen dirigían a aquel grupo de jóvenes que se había instalado en Jaran. No tardarían en marcharse puesto que acababa de comenzar septiembre, y el año anterior se habían ido en esas fechas. «Pero volverán -se dijo Ali-, volverán a buscar esos trozos de arcilla por los que muestran tanto interés.»

El profesor Cohen siguió a Ali hacia el pozo situado a unos cientos de metros del sitio arqueológico donde excavaban en los últimos meses. Ni siquiera se dio cuenta de que Alfred Tannenberg le seguía, intrigado por el descubrimiento que pudiera haber hecho el profesor Wesser.

– ¡Jacob, mira lo que dice aquí! -indicó el profesor Wesser al profesor Cohen tendiéndole un par de tablillas.

Jacob Cohen sacó las gafas de un estuche metálico que guardaba en un bolsillo de la chaqueta y comenzó a pasar el dedo índice por las líneas de signos escritas en una tablilla de unos treinta centímetros. Cuando terminó de leer miró a su colega y se abrazaron.

– ¡Alabado sea Dios! Aaron, no puedo creer que esto sea cierto.

– Lo es, amigo mío, lo es, y lo hemos encontrado gracias a Ali.

El muchacho sonrió con orgullo. Había sido él quien le había contado al profesor Wesser que cerca de allí había un pozo hecho con ladrillos que tenían los mismos dibujos que esas tablillas tan apreciadas por él. Aaron Wesser no se lo pensó dos veces y se dejó guiar por el joven hasta el pozo, sabiendo que no era extraño que los campesinos hubieran utilizado restos de tablillas en su construcción, del mismo modo que lo hacían en sus propias casas.

El pozo no llamaba la atención por nada y sólo unos ojos expertos se habrían fijado en que algunos ladrillos en realidad no eran tales.

El profesor Wesser empezó a examinarlos uno por uno, descifrando el contenido de aquellos signos que tanto fascinaban a Ali, que no podía entender cómo aquellos extranjeros decían que aquello eran las letras que utilizaban sus antepasados.

De repente el profesor Wesser había gritado; Ali se sobresaltó, preocupado porque hubiera sufrido alguna mordedura de serpiente o la picadura de algún escorpión. Pero lo único que quería el profesor Wesser es que le llevara sus herramientas para desprender un par de ladrillos, operación que, según comprobó Ali, en nada afectaría a la estructura del pozo.

Así que corrió hacia la casa donde dormía el profesor Wesser, se hizo con sus herramientas y se las llevó tan rápido como fue capaz.

– Ahora sabemos que cuando el patriarca Abraham marchó hacia la Tierra Prometida llevó consigo la historia del Génesis. Dios se lo reveló -afirmó Aaron Wesser.

– Pero ¿quién sería ese Shamas? -preguntó el profesor Cohen-. En la Biblia no hay ninguna referencia a ningún Shamas, y el relato de los patriarcas es minucioso…

– Tienes razón, pero estas tablillas no dejan lugar a dudas. Ahora debemos buscar ese relato, las tablillas donde ese Shamas escribió el Génesis contado por Abraham -apuntó el profesor Wesser.

– Tienen que estar aquí. Abraham pasó largo tiempo en Jaran antes de emprender viaje a Canaán; debemos encontrarlas -exclamó entusiasmado el profesor Cohen.

– De modo que nuestros antepasados conocieron el Génesis a través de Abraham -murmuró Aaron Wesser.

– Pero lo más importante, amigo mío, es que si estas dos tablillas no mienten hay una Biblia, una Biblia escrita en barro, una Biblia inspirada por Abraham.

– La Biblia de Barro . ¡Dios mío, si encontramos esas tablillas éste será el descubrimiento más importante que se haya hecho nunca!

Alfred Tannenberg observaba fascinado la conversación de los dos profesores, que en su entusiasmo no reparaban en su presencia. Iba a arrancar las tablillas de las manos del profesor Cohen cuando uno de sus compañeros de expedición, otro joven universitario como él, llegó corriendo agitando un telegrama.

– ¡La guerra! ¡La guerra! ¡Alfred, hemos entrado en guerra; vamos a quitar a los polacos lo que nos robaron! ¡Danzig volverá a ser parte de nuestra bendita patria! ¿Te das cuenta, Alfred? Hitler devolverá la dignidad a Alemania. Ten, tú también has recibido un telegrama.

– Gracias, Georg, ¡hoy es un gran día! Debemos celebrarlo -dijo el joven Tannenberg comenzando a leer ávidamente su telegrama ante la mirada preocupada de los dos profesores, que habían enmudecido al escuchar a los dos jóvenes.

– Mi padre dice que les estamos dando una buena paliza a los polacos -afirmó Georg.

– Y el mío me dice que Francia y el Reino Unido nos van a declarar la guerra. Georg, debemos de regresar, no quiero perderme este momento, debemos estar con Hitler; él devolverá la grandeza a Alemania y yo quiero participar.

– ¡Están locos!

Los dos jóvenes miraron con odio al profesor Cohen.

– ¿Cómo se atreve a insultarnos? -le dijo Alfred Tannenberg mientras agarraba por la pechera de la camisa al viejo profesor.

– ¡Suelte al profesor Cohen! -le ordenó Aaron Wesser.

– ¡Cállate, judío de mierda! -dijo el joven llamado Georg.

Ali contemplaba aterrado la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Temía lo que pudieran hacerle los dos jóvenes, que habían comenzado a golpear a los profesores que apenas podían defenderse.

Cuando los dos hombres cayeron al suelo cubiertos de sangre, Georg y Alfred repararon en Ali. Intercambiaron una mirada maligna y después arremetieron a patadas con el niño, que no alcanzaba a cubrirse la cabeza de los golpes que le propinaban.

– ¡Basta! ¡Basta! ¡Le están matando! -gritaba el profesor Cohen.

Alfred Tannenberg sacó una pequeña pistola que llevaba guardada en el pantalón y disparó al profesor Cohen. Luego se volvió a donde estaba el profesor Wesser y le disparó entre los ojos. La última bala fue para el pequeño Ali, que yacía agonizando por la paliza recibida.

– Eran unos cerdos judíos -alegó Alfred Tannenberg a su amigo Georg, que le miraba con ojos divertidos.

– Me da igual que les hayas matado -respondió Georg-; pero ya me dirás cómo lo explicamos.

Alfred Tannenberg se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo, deleitándose con las volutas de humo que dejaba escapar y deshacer por la brisa de la tarde.

– Diremos que los hemos encontrado muertos.

– ¿Así de sencillo?

– Así de sencillo. Cualquiera puede haberles matado para robarles, ¿no?

– Si tú lo dices, Alfred… Bien, tracemos un plan para no contradecirnos. ¿Sabes?, tienes razón. Alemania tiene que hacer realidad el sueño de Hitler; estos extranjeros están chupándonos la sangre y contaminando nuestra patria.

– Tengo algo que contarte, algo importante, que sólo compartiremos con Heinrich y con Franz.

– ¿Qué es? -preguntó Georg, interesado.

– Mira el pozo.

– Lo estoy viendo.

– Observa que faltan dos trozos, dos ladrillos. Son esos de ahí.

– ¿Y qué hay de extraordinario en esos ladrillos?

– Según los viejos, son dos tablillas con una revelación extraordinaria. Al parecer el patriarca Abraham fue quien transmitió el Génesis a… a su pueblo. Es decir, que lo que cuenta la Biblia de la Creación lo habríamos sabido por las revelaciones de Abraham.

Georg se agachó y recogió las dos tablillas sin alcanzar a comprender el secreto de la escritura cuneiforme. Al fin y al cabo, ése iba a ser su segundo curso en la universidad.

Los dos querían ser arqueólogos, bueno, los cuatro, porque Franz y Heinrich eran sus mejores amigos. Habían ido a la misma escuela, tenían las mismas aficiones, habían elegido la misma carrera, y además sus padres eran amigos de la infancia. Habían cimentado su amistad, tan profunda como indestructible, en una de las napolas auspiciadas por Adolf Hitler, en la que una de las condiciones para entrar eran las características físicas y raciales, el ser jóvenes y robustos alemanes sin sangre contaminada.

Haber sido aceptados en la napola había sido un honor para ellos y sus familias, puesto que sólo se admitía a aquellos chicos cuyo aspecto físico y expediente académico estuvieran a la par.

Historia, geografía, biología, matemáticas, música y deporte, sobre todo deporte, eran entre otras las actividades de estas escuelas especiales que se habían montado sobre las antiguas instituciones de cadetes donde se formaba a los oficiales de la Alemania imperial y de Prusia. Por eso también se ejercitaban como paramilitares jugando a «capturar» un puente, saber leer un mapa topográfico, desalojar un bosque ocupado por otro grupo o caminar toda la noche a la intemperie.

Pero nada tenían que ver aquellas escuelas con las napolas inspiradas por Hitler, encaminadas a formar a la élite de la Alemania que él soñaba. Por eso los hijos de las clases adineradas compartían educación con los chicos de la clase obrera que habían destacado en sus escuelas locales y que tenían el porte físico que tanto gustaba al Führer.