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Tom Martin terminó de leer el fax que el director de Photomundi le había enviado aquella mañana. No había podido hacerlo antes porque acababa de llegar de París, en donde había pasado el día en reuniones con colegas de su sector. Su secretaria le había alertado sobre el fax y por eso había ido directamente al despacho. Decidió llamar de inmediato al director de Photomundi.

El hombre estaba durmiendo cuando el pitido del teléfono le arrancó de un sueño profundo.

– ¿Diga?

– Hola, soy yo.

– ¿Y usted quién es…? ¡Ah!, perdone, aún estoy dormido. ¿Qué hora es?

– Las dos de la mañana.

– ¿Y usted comienza a trabajar a esta hora? -preguntó el malhumorado director de la agencia de fotos.

– Antes, mucho antes, en realidad trabajo las veinticuatro horas. Dígame, ¿ha recibido alguna otra comunicación de su colaborador en Bagdad?

– No.

– ¿Tampoco una llamada telefónica?

– Tampoco.

– Bien, pues levántese y vaya al despacho, estoy seguro de que volverá a comunicarse con usted.

– Sí, pero no a esta hora… -protestó el hombre.

– No pierda el tiempo, ni el suyo ni el mío, y haga lo que le he dicho. Estoy esperando noticias y sé que las tendremos esta misma noche.

El director de Photomundi masculló antes de aceptar cumplir la orden de Tom Martin. No le podía decir que no porque era un cliente fijo, uno de los mejores, de manera que si le pedía que se levantase a las dos de la madrugada y se fuera de in-mediato a la oficina no tenía más remedio que hacerlo.

Claro que Lion Doyle tenía el número de su móvil, por tanto podía encontrarle en cualquier momento, incluso en un momento como aquel en que estaba plácidamente en la cama. De todas formas se levantó y se metió en la ducha para despejarse. Iría al despacho a esperar a que llamara el maldito Lion Doyle.

Se estaba poniendo la corbata cuando le alertó la llamada del móvil. La voz de Lion Doyle le resultó inconfundible y apretó la grabadora para luego entregar a Tom Martin la cinta con la conversación telefónica.

– Me alegro de saludarle, ¿recibió el fax?

– Efectivamente, ¿y usted cómo está?

– Sorprendido de que no me haya llamado y deseando regresar, sobre todo por los acontecimientos de los últimos días, no sabe lo terribles que han sido. Apareció asesinado el abuelo de Clara Tannenberg, sí, la arqueóloga que cofinanciaba la expedición con el profesor Picot. Su abuelo era un anciano enfermo y nadie se explica cómo alguien pudo matarle; tenía vigilancia las veinticuatro horas. Aun así, alguien burló a los guardias y le rebanó el cuello, lo mismo que a la enfermera que le cuidaba. Se puede imaginar la situación, aunque ahora afortunadamente estamos en Bagdad, preparados para regresar esta misma mañana a no ser que quiera usted que me quede a hacer algún reportaje especial, siempre queda algo por hacer. Por cierto, que aunque no servirán para nada, hice algunas fotos de la tragedia de Safran, bueno, nunca se sabe…

El director de Photomundi asintió a cuanto le decía, asegurándole que iba a hacer una ronda de llamadas a periódicos y revistas a ver si merecía la pena que se quedara. Más tarde le llamaría, sólo tenía que procurar mantener la línea del móvil desocupada.

A las tres en punto Tom Martin recibía en su despacho la cinta grabada con la conversación de Lion Doyle y el director de Photomundi, que uno de sus hombres había ido a recoger a casa de este último.

Sonrió al escuchar las explicaciones cínicas de su hombre. «Lion es un actor consumado», pensó el presidente de Global Group.

Lion había cumplido al menos la mitad del encargo, sin duda la parte más difícil, eliminar a Alfred Tannenberg, de manera que, pensó, sus clientes se podían dar por satisfechos; claro que tendría que consultarles de inmediato para saber si renunciaban a la muerte de Clara Tannenberg o era imprescindible que la mujer muriera. A él tanto le daba, pero creía que haber logrado la muerte del anciano era toda una hazaña en un país como Irak, sobre todo porque Tannenberg era un protegido del régimen de Sadam.

No tenía más remedio que llamar al falso señor Burton, a pesar de que eran las tres y diez de la madrugada.

El profesor Hausser dormía con el sueño ligero de quien ya ha dejado atrás la juventud y la madurez. Se despertó de inmediato al escuchar el sonido de uno de los móviles que tenía permanentemente encendidos. Prendió la luz de la lámpara y lo cogió.

– Al habla.

– ¿Señor Burton?

– El mismo.

– Soy el señor Martin…

Hans Hausser sintió una punzada de acidez en la boca del estómago, mientras miraba el reloj que marcaba la una y media de la mañana.

– Dígame.

– El encargo está hecho, bueno, la mitad del encargo, digamos que la parte más importante. El principal objetivo está eliminado.

– ¿Está seguro?

– Absolutamente seguro.

– ¿Tiene pruebas?

– Desde luego.

– ¿Y qué ha pasado con… con la otra parte?

– Conseguir lo que me pidió ha sido un milagro. ¿Sabe usted la situación del lugar del suceso?

– Bien, ¿cuándo terminarán del todo el encargo?

– Por eso le llamo, a lo mejor se podría realizar aquí en Europa. Allí las posibilidades son menores dadas las circunstancias, hay muchos riesgos, pero si usted quiere lo intentaremos allí. Por eso le llamo, necesito instrucciones: o bien se espera un poco para ver cumplida la segunda parte o bien lo intentamos de nuevo. Ya le digo que las posibilidades allí son menores.

El profesor respiró hondo para ganar tiempo, sin saber qué decir. No podía tomar él solo la decisión, necesitaba consultarlo con sus amigos.

– Déme unos minutos y le llamaré.

– De acuerdo, estaré esperando, pero debe darme una respuesta antes de las seis de la mañana.

– Se la daré mucho antes.

Carlo Cipriani estaba leyendo. Había asistido a una cena con viejos amigos médicos como él, y al regresar a casa se sentó a leer tranquilamente en el silencio de la noche. Al escuchar el sonido del teléfono se asustó y respondió de inmediato.

– Carlo…

– ¿Hans?

– Sí, amigo mío, soy yo.

– ¿Qué sucede? -preguntó temeroso el médico.

– Ya está. Ya no existe.

– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir…?

– Ha muerto, él ha muerto. Me acaban de llamar para decírmelo, y hay pruebas de que es así.

– Pero… ¿estás seguro, Hans?

– Estoy seguro. Ya está.

Se quedaron en silencio sin saber qué decir, buscando ambos dentro de su alma alguna emoción especial que no terminaban de encontrar, a pesar de llevar toda la vida aguardando ese instante.

– El monstruo está muerto -alcanzó a murmurar Carlo Cipriani.

– Sí, lo hemos conseguido. ¿Sabes?, me siento vacío por dentro -afirmó Hausser con voz exenta de emoción. -Y sin embargo…

– Y sin embargo debíamos hacerlo, no habríamos muerto en paz si no lo hubiésemos hecho.

– ¿Has llamado a Bruno y a Mercedes?

– No, te he llamado a ti el primero. Debemos tomar una decisión ahora mismo respecto a su nieta.

– ¿Está viva? -preguntó Carlo Cipriani.

– Sí. Las dificultades para cumplir el encargo han sido enormes, y falta ella. Preguntan si deben de seguir intentándolo allí o si pueden hacerlo aquí, en Europa, al parecer ella va a venir.

– ¿Adónde?

– No lo sé, pero se va de allí.

– Hans, ¿qué crees que debemos hacer?

– No lo sé, podemos dejar las cosas como están o…

– Mercedes no se conformará -afirmó un apesadumbrado Carlo Cipriani.

– ¿Y nosotros, Carlo? ¿Nos conformamos nosotros?

– ¿Crees que nuestra conciencia puede con todo?

– La mía puede con esto, te lo aseguro, amigo mío -afirmó sin un ápice de duda el profesor Hausser.

– Tienes razón. Supongo que aún estoy en estado de shock…

– Yo también lo estoy -aseguró Hausser.

– Quizá deberíamos dejar que sean ellos quienes tomen la decisión sobre el lugar más adecuado para realizar el… el encargo -dijo el doctor Cipriani, pensando que Mercedes no renunciaría a que la venganza fuera completa.

– Estoy de acuerdo.

– En todo caso, diles que no renunciamos a la segunda parte.

– No podemos renunciar, hemos esperado toda una vida, y hoy Dios ha querido regalarnos la noticia del fin del monstruo.

– Dios nunca ha estado con nosotros, Hans, nunca; no estaba allí, no ha estado en todos estos años. Mercedes tiene razón: si existe, a nosotros nos abandonó.

Volvieron a quedarse en silencio cada uno perdido en sus propias reflexiones, haciendo frente a los fantasmas de un pasado que se resistía a desvanecerse.

– Llamaré a Bruno y después a Mercedes, si hay alguna novedad te volveré a llamar.

– Hazlo, Hans, hazlo, ésta será una noche muy larga.

– Yo dormiré en paz, Carlo.

– Buenas noches, Hans.

Deborah se sobresaltó con el timbre del teléfono y saltó de la cama.

– Deborah, tranquila, que sólo es el teléfono -le dijo su marido.

– Pero, Bruno, son casi las dos de la mañana, si llaman sólo puede ser para darnos una mala noticia, una desgracia…

Bruno Müller se levantó y se dirigió al salón para coger el teléfono. Deborah le seguía temerosa tiritando de frío, del frío que produce la incertidumbre.

– ¿Quién es? -preguntó con voz firme Bruno Müller.

– Bruno…, soy Hans…

– Hans, ¿qué sucede? -preguntó Bruno alarmado.

– El monstruo está muerto.

– ¡Dios mío! -exclamó el músico.

– Dios no ha tenido nada que ver con su muerte, hemos sido nosotros.

Bruno Müller sintió una oleada de calor recorrerle el cuerpo y luego como un frío helado que se le posaba en las entrañas. Su rostro reflejaba tantas emociones que parecía a punto de desvanecerse.

– ¡Bruno! ¡Bruno! ¿Qué pasa? -preguntó Deborah muy alterada.

– Déjame, Deborah, vuelve a la cama.

– Pero, Bruno… -se quejó la mujer.

– ¡Haz lo que te digo! -gritó el apacible violinista.

Hans Hausser escuchaba la conversación a través del teléfono sabiendo el sinfín de emociones que en ese momento cruzaban el alma de su amigo.

– Hans, ¿estás seguro? -preguntó temeroso Bruno.

– Lo estoy, el monstruo ya no existe, hemos acabado con él.

– Hemos podido hacerlo, al final le hemos vencido… podré morir en paz conmigo mismo.