En efecto, todo parecía destinado a tener un mal fin. En enero de 1929 el déficit ocasionado por la Exposición Universal de Barcelona ascendía a 140.000.000 de pesetas; el barón de Viver veía abrirse un abismo insondable ante sus pies. Esta situación exigía una solución desesperada, exclamó.

Había rociado de gasolina su despacho y se disponía a encender una cerilla cuando se abrieron las puertas de par en par e irrumpieron allí santa Eulalia, santa Inés, santa Margarita y santa Catalina. Esta vez las cuatro habían salido de un retablo románico que aún puede verse en el museo diocesano de Solsona; las cuatro habían muerto de modo violento y sabían de estas cosas: arrebataron al alcalde atribulado las cerillas y le obligaron a entrar en razón. Santa Inés iba acompañada de un cordero y santa Margarita de un dragón portátil. Le quitaron de la cabeza las ideas absurdas que había estado alimentando en su desazón: además del suicidio había contemplado la posibilidad de promover una revuelta popular sin parar mientes en que ambas cosas eran incompatibles. Primo de Rivera tiene los días contados, le dijeron. Este boato era el último estertor de la fiera, le hicieron ver. Le recordaron la fábula del sapo que se hinchó hasta reventar. Por lo demás, las revueltas populares tienen esto: que se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban, dijo santa Margarita, cuya fiesta se celebra el 20 de julio. Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo, dijo santa Inés, cuya fiesta se celebra el 21 de enero. El alcalde les prometió esperar y no cometer más desatinos. Esta actitud era la más indicada en ese momento: ya nadie creía en el estado corporativo que había querido implantar el dictador, ni quería la dictadura, que amenazaba con engendrar el caos, con desembocar en una revolución. Las obras públicas habían acabado provocando una inflación insostenible y la peseta se devaluaba sin cesar. Sólo la inexistencia de un general con ambición impedía que se produjera un pronunciamiento. Además de esto, el 6 de febrero, cuando faltaban tres meses para que la Exposición Universal abriera sus puertas, la reina María Cristina murió de una angina de pecho. Era ella la que había inaugurado, siendo Regente, la Exposición del 88, que ahora todos recordaban con nostalgia; su muerte fue considerada un mal presagio. También se decía en Madrid que la reina había aconsejado a su hijo en el lecho de muerte que se desembarazara pronto de Primo de Rivera. Esto no podía menos que impresionar al monarca. En este ambiente enrarecido llegó la fecha de la inauguración.

3

– Debería usted irse a dormir, padre. Mañana nos espera un día agitadísimo: necesitará usted todas sus energías -dijo María Belltall.

El inventor se levantó de la butaca. Allí había estado fumando en pipa después de cenar. En lugar de dirigirse al dormitorio, como su hija le sugería que hiciera, se encaminaba a la puerta. Padre, ¿a dónde va?, le preguntó. Sin responder Santiago Belltall salió del pabellón de caza. Aunque era lógico que se mostrase abstraído esa noche precisamente decidió acompañarle: a lo largo de muchos años había adquirido la costumbre de no perderlo de vista. Antes de salir fue a buscar un chal con que protegerse del relente. En el jardín el viento racheado traía aires de lluvia. Eso no, pensó, cualquier cosa menos lluvia. Lo vio caminar maquinalmente hacia la carpa; todas las noches había hecho ese mismo camino, nunca se había ido a dormir sin haber visitado la carpa antes.

Luego había que insistirle para que regresara al pabellón de caza, reprenderle para que no se pasara allí la noche en blanco. En esta ocasión, sin embargo, la visita era puramente simbólica, porque las máquinas y el combustible habían sido trasladados ya al pabellón de Montjuich y el aparato reconstruido allí en su totalidad. El hombre que por inercia o por exceso de precaución seguía montando guardia en la boca de la carpa le saludó afablemente al verlo aparecer: Buenas noches, profesor Santiago. El inventor le devolvió el saludo sin percatarse de lo que hacía. El guardia añadió: Mañana es el gran día, ¿eh, profesor? Al oír esto el inventor sacudió la cabeza, ¿cómo dice?, preguntó. El guardia apoyó la culata del mosquetón en el césped y sonrió: El gran día, repitió con entusiasmo. Quiera Dios que todo salga bien, agregó a media voz. El inventor asintió con la cabeza. Qué curioso, pensó mientras entraba en la carpa, todos están excitados en vísperas del acontecimiento, todos se sienten partícipes, incluso ese matón, cuya participación no podría haber sido menos científica, más ajena al sentido mismo de nuestra empresa; con todo, ahora se diría que su felicidad depende del éxito de la empresa. Por su parte el guardia pensaba: Tiene un carácter difícil, pero no hay duda de que es un sabio auténtico; es natural que esta noche esté abrumado por las preocupaciones; y su hija, ¡qué buena está! Dentro de la carpa sólo quedaban residuos, herramientas desperdigadas aquí y allá, restos del maderamen utilizado en el embalaje, cajas vacías y el sobrante de las noventa y dos toneladas de virutas con que habían sido protegidas de los golpes las piezas delicadísimas. El aspecto de desolación que inspiraba aquel desorden, aquel espacio enorme vacío no podía ser más deprimente. Y yo, en cambio, que he logrado realizar el sueño de mi vida, no siento más que nostalgia y desazón, pensó Santiago Belltall. El vacío que le rodeaba en la carpa le parecía el trasunto exacto de su estado de ánimo. En cambio los años interminables de lucha se le antojaban ahora años felices: entonces vivía de ilusiones, pensó un instante. Luego comprendió que esta idea no podía ser más falsa. A esas ilusiones he sacrificado mi vida entera, se dijo. Y se preguntaba si en realidad ese sacrificio había valido la pena.

La voz del guardia interrumpió esta reflexión. Buenas noches, señorita, le oyó decir. Es María, que viene a buscarme, pensó.

Ella ha sido la víctima principal de mi locura, siempre he antepuesto mis delirios de grandeza a su bienestar; en vez de darle lo que ella tenía derecho a esperar de mí ha sido ella quien ha tenido que prodigarme sus cuidados. Por mi culpa su vida ha sido una renuncia continua y una humillación sin fin.

De soslayo percibió la sombra de su hija a la luz mortecina de las lámparas de petróleo que alumbraban el interior de la carpa. Incluso ahora, en este mismo momento está aquí por mí, ha venido a buscarme porque cree que debo descansar, pensó.

Quizá ésta sea la ocasión adecuada para decirle estas cosas; con eso no arreglaremos nada, ni repararé el mal que le he hecho ni recuperaremos el tiempo perdido, pero tal vez le sirva de consuelo el saber que su miseria no me ha pasado desapercibida.

– Padre, debería usted irse a dormir. Es tarde y aquí ya no podemos hacer nada -dijo María Belltall-. Vea, todo está en Montjuich. Hasta los ingenieros se han ido. Todos están de vuelta en sus casas.

Lo que ella decía era cierto: a medida que concluía su trabajo los obreros y los técnicos iban siendo licenciados; a los expertos en aerodinámica moderna Onofre Bouvila los enviaba de nuevo a sus lugares de origen con la promesa de una gratificación cuantiosa si guardaban el secreto de lo que habían hecho allí y de lo que habían visto hacer a otros.

Ahora sólo quedaban adscritos al proyecto Santiago Belltall y un ingeniero militar prusiano, un experto en balística con quien Onofre Bouvila había tenido trato frecuente durante la Gran Guerra y cuya presencia resultaba imprescindible para poder llevar a cabo el proyecto.

– Hija, hay una cosa que querría decirte -dijo Santiago Belltall.

– Ahora es tarde, padre. Ya me la dirá usted mañana dijo ella.

– No, mañana será verdaderamente tarde -dijo el inventor.

Este diálogo fue interrumpido por la entrada de un hombre en la carpa. Este hombre era el mayordomo de la mansión: por orden de Onofre Bouvila había ido al pabellón de caza y lo había encontrado vacío. Entonces se le había ocurrido asomarse a la carpa.

– El señor aguarda en la biblioteca -dijo.

Santiago Belltall suspiró. No debo hacer esperar a nuestro benefactor, le dijo a su hija.

– En un instante me reuniré con usted dijo al mayordomo.

El mayordomo movió la cabeza. Perdone, pero no es a usted, sino a la señorita a quien aguarda el señor, dijo secamente.

El inventor y su hija se miraron sorprendidos. Ve, hija, dijo por fin Santiago Belltall, yo me iré ahora mismo a dormir, pierde cuidado. Quizá debería pasar un momento por el pabellón de caza y cambiarme de ropa, pensó María Belltall.

No dijo nada ni levantó siquiera la mirada de la mesa cuando el mayordomo le anunció la presencia de María Belltall.

Hazla pasar, cierra luego la puerta y retírate, dijo a media voz, no te necesitaré más esta noche. A solas con él y sin saber qué cosa se esperaba de ella se acercó a la mesa. Cuando Onofre Bouvila la tuvo cerca dijo: Mira, ¿sabes qué es esto?

Nunca la había tuteado antes y este detalle no escapó a su percepción. El viento golpeaba los cristales. ¿Lloverá mañana?, pensó. Él dijo: Es el "Regent", el diamante más perfecto que existe. Es mío; con él podría comprar países enteros. Sin embargo cabe en la palma de la mano, fíjate. Puso el diamante en la mano de María Belltall y le obligó a cerrar los dedos. Por un instante ella vio el resplandor que lanzaban las facetas del diamante; era como si el diamante llevara en su interior un filamento incandescente. Todo tiene un precio, dijo él. Ella abrió la mano; él cogió el diamante, lo envolvió en un pañuelo blanco y guardó el envoltorio en el bolsillo del batín que llevaba. El temblor ligero que podía percibirse en sus labios cesó repentinamente. Quisiera saber la naturaleza de tus sentimientos, dijo sin transición. Si sólo te inspiro gratitud o temor no digas nada, agregó. María Belltall cerró los ojos. Hace veinte años que vivo sólo para este momento, dijo con un hilo de voz. Él se puso de pie bruscamente. No tengas miedo, dijo, todo saldrá bien.

Santiago Belltall se despertó bañado en sudor. Había soñado que perdía a su hija para siempre, que nunca más la volvería a ver. Esto es absurdo, pensó mientras encendía la luz de la mesilla de noche, por fuerza tiene que haber otra razón que justifique mi desasosiego. Consultó el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana. El viento había cesado y el cielo estaba despejado; aún era noche cerrada, pero en el horizonte empezaba a perfilarse una línea gris que hacía palidecer gradualmente a las estrellas. Hará buen día, gracias a Dios, pensó, pero esta perspectiva no bastó para disipar enteramente su malestar. Hay algo que no anda bien, repitió para sus adentros. Se levantó y salió en pijama y descalzo de la habitación. El pabellón de caza estaba en silencio. Vio entornada la puerta del dormitorio de su hija y se asomó con sigilo. Cuando los ojos se hubieron hecho a la oscuridad reparó en que la cama estaba sin deshacer y María ausente.