Desde aquel día -agregó enrojeciendo ligeramente- he recordado siempre su gesto. En realidad no le estoy pidiendo nada: sólo que reconsidere su decisión. No rechace de entrada lo que mi padre pueda haberle ofrecido: tómelo en consideración, haga que algún experto examine los planos, consulte con varios técnicos en la materia, pídales un dictamen pericial; que ellos digan si la cosa merece la pena o no.
Se calló de repente y se quedó inmóvil, envarada, con la respiración agitada. Esta agitación se debía a la ansiedad que le producía prefigurar la reacción posible de su interlocutor:
temía que la echara de allí con cajas destempladas, pero más aún que le propusiera sin transición una entrega humillante.
En realidad no ignoraba el riesgo que entrañaba esta visita; lo había asumido deliberadamente. Lo que le asustaba era la forma en que habían de producirse los hechos. Aunque desde hacía años estaba convencida de haber sido predestinada por las circunstancias a este fin, no sabía cómo había de actuar llegado el caso ni de qué modo intervendrían sus sentimientos en esa tesitura. En realidad pugnaba por apartar de la mente una imagen obsesiva: su madre había abandonado el hogar hacía mucho, no guardaba de ella ningún recuerdo. Desde entonces esa madre inexistente había sido una presencia continua en su imaginación; toda su vida se había desarrollado en compañía de una persona inexistente. Pero ahora él sólo la miraba fijamente. Ella recordaba haber visto esta mirada siendo aún niña; en esa ocasión se había sentido avergonzada por todo:
por el físico desgarbado, por la indumentaria harapienta, por las condiciones patéticas en que vivían. Con todo, se había fijado en aquella mirada. Ahora él pensaba también esto: Yo recordaba estos ojos de color de caramelo y ahora veo que son grises, se decía.
2
Una leyenda reciente dice así: que en los primeros años de este siglo el diablo arrebató un buen día a un financiero barcelonés de su despacho y lo llevó en volandas al promontorio de Montjuich; como el día era claro desde allí veía todo Barcelona, del puerto a la sierra de Collcerola y del Prat al Besós; la mayor parte de los 13.989.942 metros cuadrados de que constaba el Plan Cerdá habían sido construidos ya: ahora el Ensanche lamía los lindes de los pueblos vecinos (aquellos pueblos cuyos habitantes se divertían antaño viendo a los barceloneses hormiguear por las callejuelas de su ciudad minúscula, atrapados por las murallas y vigilados por la mole lúgubre de la Ciudadela); el humo de las fábricas formaba una cortina de tul que movía la brisa: a través de esta cortina podían entreverse los campos del Maresme, de color esmeralda, las playas doradas y el mar azul y manso, punteado por las barcas de pesca. El diablo empezó a decir: Todo esto te daré si postrándote a mis pies… El financiero no le dejó acabar: acostumbrado a las transacciones que hacía diariamente en la Lonja este trato le pareció muy ventajoso y no vaciló en concluirlo al punto. Aquel financiero debía ser obtuso, miope o sordo, porque no entendió bien lo que le ofrecía el diablo a cambio de su alma; creyó que el objeto del trueque era precisamente el promontorio sobre el que se encontraban; tan pronto cesó la visión o despertó de su sueño empezó a pensar en la forma de sacarle provecho a la colina. Ésta era y es aún algo abrupta de laderas, pero en general amable y frondosa; allí crecían entonces el naranjo, el laurel y el jazmín; cuando del castillo infame que la coronaba no brotaban fuego, metralla y bombas sobre la ciudad por una razón u otra los barceloneses acudían en tropel a la montaña: en sus fuentes y manantiales hacían meriendas campestres las familias menestrales, las criadas y los soldados. A fuerza de pensar el financiero tuvo al fin una idea que juzgó genial: Hagamos en Montjuich una Exposición Universal, pensó. Una Exposición Universal que tenga tanto éxito y reporte tantos beneficios como la de 1888, se dijo.
Para entonces el déficit dejado por este certamen acababa de ser enjugado a costa de sacrificios y la ciudad sólo guardaba memoria del esplendor y las fiestas. El alcalde acogió la iniciativa con un entusiasmo no exento de envidia. Caramba, qué idea más buena, ¿por qué no se me habrá ocurrido a mí primero?, pensaba mientras el financiero le exponía su plan.
Un subsidio fue votado al punto. La montaña de Montjuich quedó cerrada al público; los bosques fueron talados, las fuentes, canalizadas o cegadas con dinamita; se hicieron allí taludes y se echaron los cimientos de lo que habrían de ser los palacios y pabellones. Como la vez anterior los escollos no se hicieron esperar: el estallido de la Gran Guerra primero y la reticencia del Gobierno de Madrid siempre paralizaron las obras. En trance de muerte y por la intercesión de san Antonio M.a Claret el financiero pudo rescatar su alma de las garras del maligno, pero la Exposición no revivió. Fue preciso que transcurrieran veinte años para que la política de obras públicas del general Primo de Rivera insuflara nuevo aliento a la idea. Ahora no sólo Montjuich sino la ciudad entera sería escenario de sus proyectos colosales: muchos edificios fueron derribados y el pavimento de las calles fue levantado para tender allí las vías del metro. El aspecto de Barcelona recordaba las trincheras de aquella Gran Guerra que había dado al traste con la Exposición. En estas obras y en las de la Exposición trabajaban muchos millares de obreros; peones y albañiles venidos de todas partes de la península, sobre todo del sur. Llegaban en trenes abarrotados a los andenes de la estación de Francia, recientemente ampliada y renovada. Como siempre la ciudad no tenía capacidad para absorber este aluvión. Los inmigrantes se alojaban en chamizos, por falta de casa. A estos chamizos se les llamó "barracas". Los barrios de barracas brotaban de la noche a la mañana en las afueras de la ciudad, en las laderas de Montjuich, en la ribera del Besós, barrios infames llamados " La Mina ", el "Campo de la Bota " y "Pekín". Lo inquietante de este fenómeno, lo peor del barraquismo, era su carácter de permanencia: de sobra se veía la voluntad de permanencia de los barraquistas, su sedentariedad. En las ventanas de las barracas más miserables había cortinas hechas de harapos; con piedras encaladas delimitaban jardines ante las barracas, en estos jardines plantaban tomates, con latas de petróleo vacías hacían tiestos en los que crecían geranios rojos y blancos, perejil y albahaca. Para remediar esta situación las autoridades fomentaban y subvencionaban la construcción de grandes bloques de viviendas llamadas "casas baratas". En este tipo de casa no sólo era barato el alquiler: los materiales empleados en su construcción eran de calidad ínfima, el cemento era mezclado con arena o detritus, las vigas eran a veces traviesas podridas desechadas por los ferrocarriles, los tabiques eran de cartón o papel prensado. Estas viviendas formaban ciudades satélites a las que no llegaba el agua corriente, la electricidad, el teléfono ni el gas; tampoco había allí escuelas, centros asistenciales ni recreativos ni vegetación de ningún tipo. Como también carecían de transportes públicos sus habitantes se desplazaban en bicicleta. La pendiente pronunciada de las calles de Barcelona resultaba extenuante para los ciclistas, que ya llegaban cansados al trabajo, en el cual a veces fallecían. Las mujeres y los enanos preferían el triciclo, más cómodo y seguro, aunque menos ligero y práctico.
En las casas baratas las instalaciones eran tan deficientes que los incendios y las inundaciones eran cosa de todos los días. La prensa diaria de la época abunda en noticias reveladoras, como ésta: "En la tarde del día de ayer martes, Pantagruel Criado y Chopo, natural de Mula, provincia de Murcia, de 23 años de edad, peón albañil actualmente empleado en las obras del pabellón de Alemania de la Exposición Universal exasperado de resultas de una discusión habida con su mujer y su madre política, propinó un puñetazo a la pared del comedor-living de su casa, que se vino abajo, encontrándose el tal Pantagruel Criado en el dormitorio de sus vecinos, Juan de la Cruz Marqués y López y Nicéfora García de Marqués, a quienes dirigió frases subidas de tono. En el curso de la reyerta que siguió fueron cayendo sucesivamente todos los tabiques de la planta, intervinieron los demás vecinos de ésta ¡y allí fue Troya!" Más escuetamente el encabezamiento de una crónica de sucesos aparecida en 1926 reza así: "Niño muerto al tirar de la cadena del water el vecino del piso de arriba". A quienes habitaban en barracas y en casas baratas en condiciones deplorables falta agregar los llamados "realquilados". Éstos eran personas a quienes los inquilinos legales de una vivienda permitían ocupar una pieza de ésta (siempre la peor) y hacer un uso restringido del baño y la cocina mediante el pago de un subalquiler. Los realquilados, que sumaban más de cien mil el año 1927 en Barcelona, eran probablemente de todos los que vivían en mejores condiciones, pero también eran los que, salvo excepciones contadas, sufrían más humillaciones y vergüenza. Sobre este entramado de agonía, depauperación y rencor Barcelona levantaba la Exposición que había de sorprender al mundo. Lejos de Montjuich, en su capilla ennegrecida por el humo de los cirios santa Eulalia contemplaba el panorama y pensaba: Qué ciudad ésta, Dios mío.
En efecto, no se podía decir que Barcelona hubiese sido generosa con santa Eulalia. En el siglo IV de nuestra era, contando ella sólo doce años de edad y por negarse a reverenciar dioses paganos, fue torturada primero y quemada luego. Prudencio nos refiere que al morir la santa salió volando de su boca una paloma blanca y una nevada densa cubrió súbitamente su cuerpo. Por esta razón durante muchos años fue la patrona de la ciudad; después hubo de ceder este título a la virgen de la Merced, que aún lo ostenta. Por si esta degradación no bastara, más tarde se determinó que en realidad la santa Eulalia virgen y mártir, bajo cuya advocación había estado Barcelona varios siglos, no había existido: era sólo una copia, una falsificación de otra santa Eulalia nacida en Mérida el año 304 y quemada junto con otros cristianos durante la persecución decretada por Maximiano. Los santos nos hacen figa, se dijeron los barceloneses; así nos va. Finalmente hasta la existencia de la santa Eulalia de Mérida, la auténtica, cuya fiesta celebramos el 10 de diciembre, fue puesta en tela de juicio. Ahora la estatua de la santa desacreditada ocupaba una capilla lateral de la catedral de Barcelona, desde donde meditaba sobre lo que ocurría a su alrededor. Esto no puede seguir así, se dijo un día; como me llamo Eulalia que he de hacer algo. Pidió a santa Lucía y al Cristo de Lepanto que cubrieran milagrosamente su ausencia, bajó del pedestal, salió a la calle y se dirigió decididamente al Ayuntamiento, donde el alcalde la recibió con sentimientos encontrados: por una parte se alegraba de ver que podía contar con la solidaridad de la santa, pero por otra parte temía el juicio que pudiera merecerle su gestión. ¡Ay, Darius, ya haréis de bestiezas entre todos!, le espetó santa Eulalia.