Onofre Bouvila no había nacido, como algunos dijeron luego, en la Cataluña próspera, clara, jovial y algo cursi que baña el mar, sino en la Cataluña agreste, sombría y brutal que se extiende al sudoeste de la cordillera pirenaica, corre a ambas vertientes de la sierra del Cadí y se allana donde el Segre, que la riega en la primera parte de su recorrido y recibe allí sus afluentes principales, se une al Noguera Pallaresa y emprende la última etapa de su vida para ir a morir en el Ebro en Mequinenza. En las tierras bajas los ríos son de curso rápido y fuertes crecidas anuales, en la primavera; al retirarse las aguas las tierras inundadas se convierten en marjales insanos pero fértiles, infestados de serpientes y buenos para la caza. Son zonas éstas de nieblas cerradas y bosques densos, propicias a las supersticiones. En efecto, nadie se habría adentrado en esas nieblas tenebrosas en determinados días del año; en esas fechas precisas podían oírse tañer campanas donde no había iglesias ni ermitas y voces y risotadas entre los árboles y a veces ver vacas muertas bailar sardanas: el que veía y oía estas cosas enloquecía de fijo. Las montañas que rodeaban estos valles eran escarpadas y estaban cubiertas de nieve casi todo el año.

Allí las casas estaban construidas sobre estacas de madera, el sistema de vida era tribal y los hombres del lugar, rudos y ariscos, aún usaban pieles como parte de su indumentaria.

Estos hombres sólo bajaban a los valles con el deshielo, a buscar novia en las fiestas de la vendimia o la matanza del cerdo. En estas ocasiones tañían flautas de hueso y ejecutaban una danza que remedaba los saltos del carnero. Comían sin cesar pan con queso y bebían vino rebajado con aceite y agua.

En las cimas de las montañas vivían unos individuos aún más rudos: no bajaban jamás a los valles y su única ocupación parece haber sido la práctica de una especie de lucha grecorromana. Las gentes del valle eran más civilizadas; vivían de la viña, el olivo, el maíz (para las bestias) y algunos frutales, la ganadería y la miel. En esa zona se habían contabilizado a principios de este siglo 25.000 tipos distintos de abeja, de los que hoy sólo perduran 5 o 6.000.

Allí cazaban el gamo, el jabalí, el conejo de monte y la perdiz; también la zorra, la comadreja y el tejón, para defenderse de sus constantes incursiones. En los ríos pescaban la trucha "a la mosca"; en esto eran muy hábiles. Comían bien:

en su dieta no faltaban la carne y el pescado, los cereales, la verdura y la fruta; por consiguiente era una raza alta, fuerte y enérgica, muy resistente a la fatiga, pero de digestión pesada y de carácter abúlico. Estas características físicas habían influido en la historia de Cataluña: una de las razones que el gobierno central oponía a las pretensiones independentistas del país era que tal cosa redundaría en merma de la talla media de los españoles. En su informe a don Carlos III, recién llegado de Nápoles, R. de P. Piñuela llama a Cataluña "taburete de España". También disponían de madera en abundancia, de corcho y de unos pocos minerales. Vivían en masías dispersas por el valle, sin otra conexión entre sí que la parroquia o rectoría. Esto dio origen a una costumbre: la de dar el nombre de la parroquia o rectoría por la del lugar de origen. Así, Pere Llebre, de Sant Roc; Joaquim Colibróquil, de la Mare de Deu del Roser, etcétera. Debido a esto sobre los hombros de los rectores recaía una gran responsabilidad. Ellos mantenían la unidad espiritual, cultural y hasta idiomática de la zona. También les incumbía la misión crucial de mantener la paz en los valles y entre un valle y su vecino, evitar los estallidos de violencia y las venganzas interminables y sangrientas. Esto hizo que surgiera un tipo de rector que luego ensalzaron los poetas: unos hombres prudentes y templados, capaces de arrostrar los climas más extremos y de caminar distancias increíbles llevando en una mano el copón y en la otra el trabuco. Probablemente gracias a ellos también la zona se había mantenido casi por completo al margen de las guerras carlistas. Hacia el final de la contienda bandas carlistas habían utilizado la zona como refugio, cuartel de invierno y centro de avituallamiento. La gente los dejó hacer.

De cuando en cuando aparecía un cadáver medio enterrado en los surcos o entre los matorrales, con un tiro en el pecho o en la nuca. Todos fingían no reparar en él. A veces no se trataba de un carlista, sino de la víctima de un conflicto personal resuelto al amparo de la guerra.

A ciencia cierta sólo se sabe que Onofre Bouvila fue bautizado el día de la festividad de san Restituto y santa Leocadia (el 9 de diciembre) del año mil ochocientos setenta y cuatro o setenta y seis, que recibió las aguas bautismales de manos de dom Serafí Dalmau, Pbo., y que sus padres eran Joan Bouvila y Marina Mont. No se sabe en cambio por qué le fue impuesto el nombre de Onofre en lugar del nombre del santo del día. En la fe de bautismo, de donde provienen estos datos, consta como natural de la parroquia de san Clemente y como hijo primogénito de la familia Bouvila.

– Espléndido, espléndido, aquí estará usted como un verdadero rey -iba diciendo el señor Braulio, mientras sacaba del bolsillo una llave herrumbrosa y señalaba con gesto ampuloso el pasillo lóbrego y maloliente de la pensión-. Las habitaciones, como verá…!Huy, qué susto.

Esta exclamación se debía a que la puerta en cuya cerradura se disponía a introducir la llave había sido abierta de improviso desde el interior de la pieza. La silueta de Delfina se perfiló en el hueco de la puerta, contra la luz proveniente del balcón.

– Ésta es mi hija Delfina -dijo el señor Braulio una vez repuesto del sobresalto-; sin duda ha estado adecentando la habitación para que la encuentre usted más de su agrado.

¿Verdad, Delfina? -y como Delfina no respondía, agregó, dirigiéndose nuevamente a Onofre Bouvila-: Como su pobre madre, mi esposa, está algo delicada de salud, todo el trabajo de la pensión recaería sobre mis hombros si no fuera por la ayuda de Delfina, que es un verdadero tesoro.

Él había visto ya a Delfina un momento antes, en el vestíbulo, cuando ella acudía a rellenar de agua caliente el barreño de la señora Agata. En esa ocasión apenas había reparado en ella. Ahora la examinó con más detenimiento y la encontró verdaderamente repulsiva. Delfina tenía aproximadamente la misma edad que Onofre Bouvila; era reseca y desmañada, de dientes protuberantes, piel cuarteada y ojos huidizos; estos ojos ofrecían la peculiaridad de tener la pupila amarilla. Onofre se percató pronto de que era Delfina quien corría en realidad con todo el trabajo de la pensión.

Hosca, sucia, desgreñada, andrajosa y descalza corría a todas horas de la cocina a los cuartos y de los cuartos a la cocina y al comedor acarreando cubos, escobas y bayetas. Además de eso atendía a su madre, cuyas necesidades eran continuas, porque no se podía valer, y servía las mesas a las horas del desayuno, la comida y la cena. Por las mañanas, muy temprano, salía de compras con dos capazos de mimbre que a la vuelta arrastraba con esfuerzo. Nunca dirigía la palabra a ningún huésped; éstos, a su vez, fingían ignorar su presencia. Aparte de ser muy áspera de trato, llevaba siempre pegado a los tobillos un gato negro que sólo toleraba la cercanía de su dueña; con los demás la emprendía a mordiscos y zarpazos. Este gato se llamaba "Belcebú". Los muebles y las paredes de la pensión mostraban las huellas de su ferocidad. A Onofre Bouvila, sin embargo, todo esto le resbalaba por el momento.

Acababa de entrar en la habitación que le había sido asignada y contemplaba por primera vez aquel cubículo reducido y austero. Es mi cuarto, pensaba con un asomo de emoción, se puede decir que ya soy un hombre independiente: un verdadero barcelonés. Aún estaba bajo el influjo de la novedad; sentía como todos los recién llegados la fascinación de la gran ciudad. Siempre había vivido en el campo y sólo había visitado una vez una población importante. Ahora conservaba de aquella visita un recuerdo triste. Esa población se llamaba Bassora y distaba 18 kilómetros de San Clemente o Sant Climent, su parroquia natal. Cuando Onofre Bouvila la visitó Bassora acababa de experimentar un progreso notable. De centro agrícola y sobre todo ganadero se había convertido en una ciudad industrial. Según las estadísticas, en 1878 Bassora tenía 36 industrias; de ellas 21 pertenecían al ramo textil (algodoneras, sederas, laneras, de estampados, de alfombras, etcétera), 11 al químico (fosfatos y acetatos, cloruros, colorantes y jabones), 3 al siderúrgico y una al ramo de la madera. Una vía férrea unía Bassora a Barcelona y su puerto, de donde partían los productos que Bassora exportaba a ultramar. Aún se mantenía un servicio regular de diligencias, pero la gente prefería por lo general el ferrocarril. Había alumbrado de gas en varias calles, cuatro hoteles o fondas, cuatro escuelas, tres casinos y un teatro. Esta población y la parroquia de Sant Climent estaban unidas por un camino pedregoso y desigual que cruzaba las montañas por una garganta o desfiladero que la nieve solía obturar durante el invierno.

Por este camino iba y venía una tartana cuando las condiciones atmosféricas lo permitían. Esta tartana salvaba los 18 kilómetros que mediaban entre Sant Climent y Bassora sin ninguna periodicidad, horario ni señalamiento, trayendo a las masías aperos, suministros de todo tipo y cartas si las había; a la vuelta se llevaba los excedentes del campo que en aquel momento hubiera habido. Estos excedentes eran consignados por el rector de Sant Climent a otro cura de Bassora, amigo suyo, que a su vez se encargaba de comercializarlos, remitir las ganancias obtenidas de la venta, generalmente en especies, y rendir unas cuentas que nadie pedía, entendía ni se preocupaba de revisar. El tartanero se llamaba o era llamado el tío Tonet. Al llegar a Sant Climent pernoctaba en el suelo de una taberna adosada a uno de los muros laterales de la iglesia.

Antes de acostarse contaba lo que había visto y oído en Bassora, aunque pocos daban crédito a sus relatos: tenía fama de aficionado al vino y de fantasioso. Tampoco veía nadie de qué modo aquella suma de prodigios que contaba el tartanero podía alterar el curso de la vida en el valle.

Ahora, sin embargo, la propia Bassora le parecía algo insignificante cuando la comparaba mentalmente con aquella Barcelona a la que acababa de llegar y de la que aún no sabía nada. Esta actitud, en muchos sentidos ingenua, no estaba totalmente injustificada: conforme al censo de 1887, lo que hoy llamamos el "área metropolitana", es decir, la ciudad y sus agrupaciones limítrofes, contaba con 416.000 habitantes, y este número iba en aumento a un ritmo de 12.000 almas por año.