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Don Rigoberto se calzó los lentes y encendió la lámpara de pie. Comenzó a leer en voz alta los claros caracteres caligrafiados en tinta negra, pero a la mitad de la primera frase enmudeció. Siguió leyendo en silencio, moviendo levemente los labios y pestañeando con frecuencia. Pronto, sus labios dejaron de moverse. Se le fueron abriendo, descolgando, hasta imponer a su cara una expresión alelada y estúpida. Una hebra de saliva se descolgó de entre sus dientes y manchó las solapas de su saco pero él no pareció notarlo pues no se limpió. Sus ojos se movían de izquierda a derecha, a veces rápido, a veces despacio, y por momentos retrocedían, como si no hubieran entendido bien o como si no pudiesen aceptar que aquello que habían leído estaba efectivamente escrito allí. Ni una sola vez, mientras duró la lenta, infinita lectura, se apartaron los ojos de don Rigoberto del cuaderno para mirar al niño, quien, sin duda, continuaba allí, en el mismo sitio, espiando sus reacciones, aguardando que terminara de leer y dijera e hiciera lo que debía decir y hacer. ¿Qué debía decir? ¿Qué debía hacer? Don Rigoberto sintió que tenía las manos empapadas. Unas, gotas de sudor resbalaron de su frente al cuaderno y extendieron la tinta en unos manchones amorfos. Tragando saliva, atinó a pensar: «Amar lo imposible tiene un precio que tarde o temprano se paga».

Hizo un esfuerzo supremo y cerró el cuaderno y miró. Sí, ahí estaba Fonchito, observándolo con su bella cara beatífica. «Así debía ser Luzbel», pensó, mientras se llevaba a la boca el vaso vacío, en busca de un trago. Por el tintineo del cristal contra sus dientes advirtió que el temblor de su mano era muy fuerte.

– ¿Qué significa esto, Alfonso? -balbuceó. Le dolían las muelas, la lengua, la mandíbula. No reconocía su propia voz.

– ¿Qué cosa, papi?

Lo miraba como si no entendiera qué le ocurría.

– Qué significan estas…, fantasías -tartamudeó, desde la espantosa confusión que le atenazaba el alma-. ¿Te has vuelto loco, chiquito? ¿Cómo has podido inventar unas suciedades tan indecentes?

Se calló porque no sabía qué más decir y se sentía disgustado y sorprendido por lo que había dicho. La carita del niño se fue apagando, entristeciendo. Lo miraba sin comprender, con algo de dolor en las pupilas y también de desconcierto, pero sin sombra de miedo. Por fin, luego de unos segundos, don Rigoberto le oyó decir lo que, en medio del horror que helaba su corazón, estaba esperando que dijera:

– Pero qué invenciones, papi. Si todo lo que cuento es verdad, si todo eso pasó así, pues.

En ese momento, con una sincronización que imaginó decidida por la fatalidad o por los dioses, don Rigoberto oyó que se abría la puerta de calle y escuchó la melodiosa voz de Lucrecia dando las buenas noches al mayordomo. Alcanzó a pensar que el rico y original mundo nocturno de sueño y deseos en libertad que con tanto empeño había erigido acababa de reventar como una burbuja de jabón. Y, súbitamente, su maltratada fantasía deseó, con desesperación, transmutarse: era un ser solitario, casto, desasido de apetitos, a salvo de todos los demonios de la carne y el sexo. Sí, sí, ése era él. El anacoreta, el santón, el monje, el ángel, el arcángel que sopla la celeste trompeta y baja al huerto a traer la buena noticia a las santas muchachas.

– Hola, hola, caballero y caballerito -cantó desde el umbral del escritorio doña Lucrecia.

Su nívea mano lanzó al padre y al hijo unos besos volados.