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12 Laberinto de amor

Al principio, no me verás ni entenderás pero tienes que tener paciencia y mirar. Con perseverancia y sin prejuicios, con libertad y con deseo, mirar. Con la fantasía desplegada y el sexo predispuesto -de preferencia, en ristre- mirar. Allí se entra como la novicia - al convento de clausura o el amante a la gruta de la amada: resueltamente, sin cálculos mezquinos, dándolo todo, exigiendo nada y, en el alma, la seguridad de que aquello es para siempre. Sólo con esa condición, poquito a poco la superficie de oscuros morados y violetas comenzará á moverse, a tornasolarse, a revestirse de sentido y a desplegarse como lo que, en verdad, es: un laberinto de amor.

La figura geométrica de la franja central, en la mitad misma del cuadro, esa silueta plana de paquidermo de tres patas es un altar, un ara, o, si tienes el espíritu alérgico al simbolismo religioso, un decorado teatral.

Acaba de oficiarse una ceremonia excitante, de reverberaciones deliciosas y crueles y lo que ves son sus vestigios y sus consecuencias. Lo sé porque he sido la dichosa víctima; también, la inspiradora, la actriz. Esas manchas de rubor en las patas del diluviano ser son mi sangre y tu esperma manando y helándose. Sí, vida mía, aquello que yace sobre la piedra ceremonial (o, si prefieres, el decorado prehispánico), esa hechura viscosa de llagas malvas y tenues membranas, de negras oquedades y glándulas que supuran grises, soy yo misma. Entiéndeme: yo, vista de adentro y de abajo, cuando tú me calcinas y me exprimes. Yo, erupcionando y derramándome bajo tu atenta mirada libertina de varón que ofició con eficiencia y, ahora, contempla y filosofa.

Porque tú estás allí también, carísimo. Mirándome como autopsiándome, ojos que miran para ver y mente alerta de alquimista que elucubra las recetas fosforescentes del placer. El de la izquierda, erecto en el compartimento de visos marrones, el de las medialunas sarracenas en la crisma, engalanado de un manto de plumas vivas, metamorfoseado en tótem, el de los espolones y el plumón bermejo, ése de espaldas que me observa, ¿quién podría ser sino tú? Acabas de incorporarte y mudarte en mirón. Hace un instante estabas ciego y de hinojos entre mis muslos, encendiendo mis fuegos como un sirviente abyecto y diligente. Ahora, gozas mirándome gozar y reflexionas. Ahora sabes cómo soy. Ahora te gustaría disolverme en una teoría.

¿Somos impúdicos? Somos totales y libres, más bien, y terrenales a más no poder. Nos han quitado la epidermis y ablandado los huesos, descubierto nuestras vísceras y cartílagos, expuesto a la luz todo lo que, en la misa o representación amorosa que concelebramos, compareció, creció, sudó y excretó. Nos han dejado sin secretos, mi amor. Esa soy yo, esclavo y amo, tu ofrenda. Abierta en canal como una tórtola por el cuchillo del amor. Rajada y latiendo, yo. Lenta masturbación, yo. Chorro de almíbar, yo. Dédalo y sensación, yo. Ovario mágico, semen, sangre y rocío del amanecer: yo. Esa es mi cara para ti, a la hora de los sentidos. Esa soy yo cuando, por ti, me saco la piel de diario y de días feriados. Esa será mi alma, tal vez. Tuya de ti.

Se ha suspendido el tiempo, por supuesto. Allí no envejeceremos ni moriremos. Eternamente gozaremos en esa media luz de crepúsculo que ya estupra la noche, alumbrados por una luna que nuestra embriaguez triplicó. La luna real es la del centro, retinta como ala de cuervo; las que la escoltan, color del vino turbio, ficción.

Han sido abolidos también los sentimientos altruistas, la metafísica y la historia, el raciocinio neutro, los impulsos y obras de bien, la solidaridad hacia la especie, el idealismo cívico, la simpatía por el congénere; han sido borrados todos los humanos que no seamos tú y yo. Ha desaparecido todo lo que hubiera podido distraernos o empobrecernos a la hora del egoísmo supremo que es la del amor. Aquí, nada nos frena ni inhibe, como al monstruo y al dios.

Este aposento triádico -tres patas, tres lunas, tres espacios, tres ventanillas y tres colores dominantes- es la patria del instinto puro y de la imaginación que lo sirve, así como tu lengua serpentina y tu dulce saliva me han servido a mí y se han servido de mí. Hemos perdido el apellido y el nombre, la faz y el pelo, la respetable apariencia y los derechos civiles. Pero hemos ganado magia, misterio y fruición corporal. Éramos una mujer y un hombre y ahora somos eyaculación, orgasmo y una idea fija. Nos hemos vuelto sagrados y obsesivos.

Nuestro conocimiento recíproco es total. Tú eres yo y tú, y tú soy yo y tú. Algo tan perfecto y sencillo como una golondrina o la ley de la gravedad. La perversidad viciosa -para decirlo con palabras en las que no creemos y que ambos despreciamos- está representada, por esos tres miradores exhibicionistas del ángulo superior izquierdo.

Son nuestros ojos, la contemplación que practicamos con tanto afán -como tú ahora-, el desnudamiento esencial que cada cual exige del otro en la fiesta del amor y esa fusión que sólo puede expresarse adecuadamente traumatizando la sintaxis: yo te me entrego, me te masturbas, chupatemémonos.

Ahora, deja de mirar. Ahora, cierra los ojos. Ahora, sin abrirlos, mírame y mírate tal como nos representaron en ese cuadro que tantos miran y tan pocos ven. Ahora ya sabes que, aun antes de que nos conociéramos, nos amáramos y nos casáramos, alguien, pincel en mano, anticipó en qué horrenda gloria nos convertiría, cada día y cada noche de mañana, la felicidad que supimos inventar.