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11 Sobremesa

– Te voy a decir algo que no sabes, madrastra -exclamó Alfonso, con una lucecita vibrante en las pupilas-. En el cuadro de la sala estás tú.

Tenía la cara arrebatada y alegre y esperaba, con media sonrisa pícara, que ella adivinara la intención oculta en lo que acababa de insinuar.

«Es un niño otra vez», pensó doña Lucrecia desde el capullo tibio de languidez en que se hallaba, a medio camino entre la vigilia y el sueño. Hacía apenas un momento era un hombrecito desprejuiciado, de instinto certero, que cabalgaba sobre ella como diestro jinete. Ahora, era de nuevo un niño feliz, que se divertía jugando a los acertijos con su madre adoptiva. Estaba desnudo, de rodillas, sentado sobre sus talones al pie de la cama y ella no pudo resistir la tentación de alargar la mano y posarla sobre ese muslo rubio, color miel, de vello semiinvisible abrillantado por el sudor. «Así debían de ser los dioses griegos», pensó. «Los amorcillos de los cuadros, los pajes de las princesas, los geniecillos de Las mil y una noches, los spintria del libro de Suetonio.» Hundió los dedos en esa carne joven y esponjosa y pensó, con un estremecimiento voluptuoso: «Eres feliz como una reina, Lucrecia».

– Pero, si en la sala hay un Szyszlo -murmuró, con desgana-. Un cuadro abstracto, chiquitín.

Alfonsito soltó una carcajada.

– Pues ésa eres tú -afirmó. Y, de pronto, se ruborizó hasta las orejas, como caldeado por una correntada solar-. Lo descubrí esta mañana, madrastra. Pero ni aunque me mates te diré cómo.

Le sobrevino otro ataque de risa y se dejó caer de bruces en la cama. Permaneció así un buen rato, la cara hundida en la almohada, temblando por las carcajadas. «Qué es lo que se ha metido en esta cabecita loca», murmuró doña Lucrecia, revolviéndole los cabellos que eran finos como arenilla o polvo de arroz. «Algún mal pensamiento, bandido, cuando te has puesto colorado».

Habían pasado la noche juntos por primera vez, aprovechando uno de esos rápidos viajes de negocios por provincias que hacía don Rigoberto. Doña Lucrecia dio salida a todo el servicio la noche anterior, de modo que estaban solos en la casa. La víspera, luego de comer juntos y de ver la televisión esperando la partida de Justiniana y de la cocinera, subieron al dormitorio e hicieron el amor antes de dormir. Y lo habían hecho de nuevo al despertarse, hacía poco rato, con las primeras luces de la mañana. Detrás de las persianas color chocolate, el día crecía rápidamente. Había ya ruido de gentes y autos en la calle. Pronto llegarían los criados. Doña Lucrecia se desperezó, soñolienta. Tomarían un desayuno abundante, con jugos de frutas y huevos revueltos. Al mediodía, ella y Alfonsito irían al aeropuerto a recoger a su marido. Nunca se lo había dicho, pero ambos sabían que a don Rigoberto le encantaba divisarlos saludándolo con las manos en alto al bajar del avión y cada vez que podían le daban ese gusto.

Entonces, ahora ya sé lo que quiere decir un cuadro abstracto -reflexionó el niño, sin levantar la cara de la almohada-. ¡Un cuadro cochino! Ni me lo olía, madrastra.

Doña Lucrecia se ladeó, se acercó a él. Apoyó la mejilla sobre su espalda tersa, sin una gota de grasa, con un brillo de escarcha, en la que apenas se insinuaba, como una diminuta cordillera, la columna vertebral.

Cerró los ojos y le pareció escuchar el lento movimiento de la sangre temprana bajo esa piel elástica. «Esta es la vida latiendo, la vida viviendo», pensó, maravillada.

Desde que hizo el amor con el niño por primera vez, había perdido los escrúpulos y ese sentimiento de culpa que antes la mortificaba tanto. Ocurrió al día siguiente del episodio de la carta y de sus amenazas de suicidio. Había sido algo tan inesperado que, cuando doña Lucrecia lo recordaba, le parecía imposible, algo no vivido sino soñado o leído. Don Rigoberto acababa de encerrarse en el cuarto de baño para la ceremonia nocturna de la higiene y ella, en bata y camisón de dormir, bajó a dar las buenas noches a Alfonsito, como se lo había prometido. El niño saltó de la cama a recibirla. Prendido de su cuello, le buscó los labios y acarició tímidamente sus pechos, mientras ambos escuchaban, encima de sus cabezas, como una música de fondo, a don Rigoberto tarareando la desafinada canción de una zarzuela a la que hacía contrapunto el chorro de agua del lavador. Y, de pronto, doña Lucrecia sintió contra su cuerpo una presencia pugnaz, viril. Había sido más fuerte que su sentido del peligro, un arrebato incontenible. Se dejó resbalar sobre el lecho a la vez que atraía contra sí al pequeño, sin brusquedad, como temiendo trizarlo.

Abriéndose la bata y apartando el camisón, lo acomodó y guió, con mano impaciente. Lo había sentido afanarse, jadear, besarla, moverse, torpe y frágil como un animalito que aprende a andar. Lo había sentido, muy poco después, soltando un gemido, terminar.

Cuando volvió al dormitorio, el aseo de don Rigoberto aún no había concluido. El corazón de doña Lucrecia era un tambor desbocado, un galope ciego. Se sentía asombrada de su temeridad y -le parecía mentira- ansiosa por abrazar a su marido. Su amor por él había aumentado. La figura del niño también estaba allí, en su memoria, enterneciéndola. ¿Era posible que hubiera hecho el amor con él y fuera a hacerlo ahora con el padre? Sí, lo era. No sentía remordimiento ni vergüenza. Tampoco se consideraba una cínica. Era como si el mundo se plegara a ella, dócilmente. La poseía un incomprensible sentimiento de orgullo. «Esta noche he gozado más que ayer y que nunca», oyó decir a don Rigoberto, más tarde. «No tengo cómo agradecerte la dicha que me das.» «Yo tampoco, mi amor», susurró doña Lucrecia, temblando.

Desde esa noche, tenía la certidumbre de que los encuentros clandestinos con el niño, de algún modo oscuro y retorcido, difícil de explicar, enriquecían su relación matrimonial, sobresaltándola y renovándola. Pero ¿qué clase de moral es ésta, Lucrecia?, se preguntaba, asustada. ¿Cómo es posible que te hayas vuelto así, a tus años, de la noche a la mañana? No podía comprenderlo, pero tampoco se esforzaba por conseguirlo. Prefería abandonarse a esa contradictoria situación, en la que sus actos desafiaban y transgredían sus principios en pos de esa intensa exaltación riesgosa que se había vuelto para ella la felicidad. Una mañana, al abrir los ojos, se le ocurrió esta frase: «He conquistado la soberanía». Se sintió dichosa y emancipada, pero no hubiera podido precisar de qué.

«Tal vez no tengo la impresión de estar haciendo algo malo porque Fonchito tampoco la tiene», pensó, rozando el cuerpo del niño con la yema de los dedos. «Para él es un juego, una travesura. Y eso es lo nuestro, nada más. No es mi amante. ¿Cómo podría serlo, a su edad?» ¿Qué era, entonces? Su amorcillo, se dijo. Su spintria. Era el niño que los pintores renacentistas añadían a las escenas de alcoba para que, en contraste con esa pureza, resultara más ardoroso el combate amatorio. «Gracias a ti, Rigoberto y yo nos queremos y gozamos más», pensó, besándolo en el cuello con la orilla de los labios.

– Te podría explicar por qué el cuadro ése es tu retrato, pero me da no sé qué -murmuró el niño, sepultado siempre contra las almohadas-. ¿Quieres que te lo explique, madrastra?

– Sí, sí, por favor -doña Lucrecia examinaba devotamente las ventas sinuosas que se traslucían en ciertas partes de su piel, como unos riachuelos azules-. ¿Cómo puede ser mi retrato un cuadro en el que no hay figuras, sino formas geométricas y colores?

El niño alzó la cara, burlón.

– Piensa y verás. Acuérdate cómo es el cuadro y cómo eres tú. No te creo que no caigas. ¡Si es facilísimo! Adivina y te daré un premio, madrastra.

– ¿Sólo esta mañana te diste cuenta de que ese cuadro era mi retrato? -preguntó doña Lucrecia, cada vez más intrigada.

– Caliente, caliente -la aplaudió el niño-. Si sigues por ese camino, ahorita lo descubres. ¡Ay, qué vergüenza, madrastra!

Lanzó otra carcajada y volvió a esconderse entre las sábanas. En el alféizar de la ventana, un pajarito se había puesto a piar. Era un sondo estridente y jubiloso, que alanceaba la mañana y parecía celebrar el mundo, la vida. «Tienes razón de estar contento», pensó doña Lucrecia. «El mundo es hermoso y vale la pena vivir en él. Pío, pío.»

– Es tu retrato secreto, pues -musitó Alfonsito. Deletreaba cada palabra y hacía unas pausas misteriosas, buscando un efecto teatral-. De lo que nadie sabe ni ve de ti. Sólo yo. Ah, y mi papá, por supuesto. Si no adivinas ahora, no adivinarás nunca, madrastra.

Le sacó la lengua y le hizo una morisqueta, mientras la observaba con esa mirada azul líquido bajo cuya superficie cristalina, inocente, a doña Lucrecia le parecía a veces adivinar algo perverso, como esas bestias tentaculares que anidan en lo profundo de los paradisíacos océanos. Le ardieron las mejillas. ¿Estaba Fonchito realmente insinuando lo que ella acababa de presentir? O, más bien, ¿entendía el niño lo que significaba aquello que estaba sugiriendo? Sin duda sólo a medias, de una manera informe, instintiva, que no llegaba a su razón. ¿Era la niñez esa amalgama de vicio y virtud, de santidad y pecado? Trató de recordar si ella, en un tiempo remoto, había sido, como Fonchito, limpia y sucia al mismo tiempo, pero no pudo. Volvió a descansar su mejilla contra la espalda leonada del niño y lo envidió. ¡Ah, quién pudiera actuar siempre con esa semiinconsciencia animal con la que él la acariciaba y la amaba, sin juzgarla ni juzgarse! «Espero que no sufras cuando crezcas, chiquitín», le deseó.

– Creo que he adivinado -dijo, luego de un momento-. Pero no me atrevo a decírtelo, porque, en efecto, es una cochinada, Alfonsito.

– Claro que lo es -asintió el niño, avergonzado. Se había vuelto a ruborizar-. Aunque lo sea, es la verdad, madrastra. Así eres tú también, no es mi culpa. Pero, qué importa, ya que nunca lo sabrá nadie, ¿no es cierto?

Y, sin transición, en uno de esos intempestivos cambios de tono y de tema en los que parecía subir o bajar muchos peldaños en la escalera de la edad, añadió:

– ¿No se estará haciendo tarde para ir al aeropuerto a recoger a mi papá? Qué pena le dará si no llegamos.

Lo que ocurría entre ellos no había alterado en lo más mínimo -por lo menos, ella no lo advertía- la relación de Alfonso con don Rigoberto; a doña Lucrecia le parecía que el niño quería a su padre igual y acaso más que antes, a juzgar por las muestras de cariño que le daba. Tampoco parecía experimentar ante él la menor incomodidad o mala conciencia. «Las cosas no pueden ser tan sencillas y salir todo tan bien», se dijo. Y, sin embargo, hasta ahora lo eran y salían a la perfección. ¿Cuánto más duraría esta armoniosa fantasía? Otra vez volvió a decirse que si actuaba con inteligencia y cautela nada vendría a trizar la ilusión encarnada que se había vuelto para ella la vida. Estaba segura, además, de que, si esta enrevesada situación se mantenía, don Rigoberto sería el dichoso beneficiario de su felicidad. Pero, como siempre que pensaba en esto, un presentimiento echó una sombra sobre esa utopía: las cosas sólo ocurrían así en las películas y en las novelas, mujer. Sé realista: tarde o temprano, acabará mal. La realidad nunca era tan perfecta como las ficciones, Lucrecia.