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Ahora la ve encender el televisor y decide llamarla, antes de que se interese en algún programa. Ella se incorpora en la cama, sorprendida de que el teléfono suene a esa hora, y después de un momento de indecisión, salta hacia el aparato. A lo mejor piensa que es el amante colombiano, ávido de perdón.

– Soy yo -dice Camargo.

– ¿Yo, quién?

– Hubo un tiempo en que no necesitabas hacer esa pregunta. Soy yo, el de siempre.

– Si sos el de siempre, ya habrás aprendido a dejarme en paz.

Está roja de cólera. Es la primera vez que Camargo ve la erupción de una cólera que ha tardado meses en fermentar. Pero no ha cortado la llamada: eso le basta. Quizás haya tocado algún flanco sensible del cuerpo de la mujer mientras tanteaba en la oscuridad.

– Si yo estuviera en paz, te dejaría en paz -dice Camargo-. Pero no puedo. No soporto la idea de que te hayas ido.

– Es patético. ¿Cómo que me fui? Me echaste.

– ¿Qué se podía hacer? Desaparecías. Faltaste más de tres días sin avisar. No te encontrábamos por ninguna parte.

– Estuve enferma. Pero no sé para qué te estoy dando explicaciones. Adiós.

– Un momento: no cortés. Podríamos volver a empezar, como si nada hubiera pasado.

– Sos vos el que está enfermo ahora. No entiendo cómo tenés todavía el coraje de llamar. Me dejaste sin trabajo. Hablaste con medio país para que me pusieran en las listas negras. Me golpeaste. Dios mío. No te deseo el mal. No te deseo nada. Sólo quiero que me dejés tranquila.

Ahora, sí, cuelga el tubo. Lo hace con fuerza, como si el golpe pudiera destruir su voz, su sombra, su recuerdo. ¿Qué habría hecho Petruccio si Katherine hubiera respondido con la insolencia de Reina? La habría encerrado, la habría dejado sin comer ni beber: la doma de la furia. Pero eso fue posible sólo porque Petruccio, seguro de sí, consintió en casarse con ella. Encontró un lazo para mantenerla atada a su yugo. El la ha dejado ir: ése fue un error de cálculo. Con la afrenta de Momir, la mujer ya habría tenido bastante. Te has pasado de revoluciones, Camargo. Deberías ofrecerle algo a lo que ella no se pueda negar. Volvés a llamarla, con la certeza de que no va a responder.

De todos modos, la ves incorporarse en la cama al oír el teléfono. El timbre enlaza, monótono, las dos ventanas. Por un momento, creés que va a taparse los oídos, porque sus manos se alzan, en un ademán de súplica o de advertencia. Luego, se cubre los pechos con las sábanas, como si presintiera que alguien la está observando. Su mensaje fluye, límpido, del contestador: «No estoy. Deje su número y la hora de su llamada».

– Reina -decís-. Queenie. Quiero empezar todo otra vez. Quiero casarme con vos. Es en serio. Quiero casarme. Por favor, contestá. Si no sé nada de vos, mañana voy a pasar por tu casa para saber qué pensás. O si no, paso dentro de dos días, de tres.

La postergación es un elemento esencial de la doma: dos días, tres. Ella esperará temblando el momento en que subas por el ascensor, des un par de pasos en el palier, te detengas ante la puerta, y golpees. Has recordado que, en un capítulo de Los siete locos sobre la humillación, Erdosain cuenta que su padre, cada vez que cometía una falta, lo mandaba a dormir diciéndole: «Mañana te pegaré La noche se le volvía interminable. Una claridad azulada entraba por los cristales. Cuando por fin el sueño lo rendía, llegaba el padre: «Vamos, ya es hora». Y obligándolo a ponerse de rodillas, le cruzaba las nalgas con latigazos crueles. Mañana, dentro de dos días. Así harás vos, Camargo. La llamarás y le repetirás: Mañana. Cuando por fin estés ante su puerta, Reina inclinará la cabeza y vos la pondrás de rodillas, sin permitirle que se levante nunca más.

Vamos, ya es hora, dice Camargo. Desde que ha llamado a Reina por teléfono, sólo puede pensar en la imagen de ella abriéndole la puerta y diciéndole: Volvamos a estar juncos. Hagamos de cuenta que nada ha sucedido. Dividir su inteligencia entre la mujer y el diario lo debilita. Ha caído una o dos veces en distracciones imperdonables. Jamás en el trabajo. Allí sólo está irritado y menos tolerante, pero su talento sigue intacto. Ha reescrito con pasión una crónica sobre el choque de dos avionetas en el cielo de Chacabuco, la ciudad de llanura que atravesó la noche en que iba al encuentro de Reina, en la Azotea de Carranza. Ha logrado que uno de sus periodistas entreviste a Vladimiro Montesinos, el monje negro del Perú, en el avión donde regresaba a Lima desde su exilio panameño. Cuando examina las ediciones de El Diario por la mañana, confirma cada día que ha derrotado a El Heraldo. No, no es allí donde su ingenio trastabilla. Es en el orden de las pequeñeces cotidianas: a veces se olvida de quién es la persona con la que debe almorzar cuando ya está camino del restaurante. Ha vuelto a inutilizar otro de los automóviles del diario: esta vez, por inadvertencia, lo ha dejado caer en un pozo de reparaciones eléctricas. El tren delantero se ha hecho pedazos. Lo desespera el deseo de regresar cuanto antes al departamento de la calle Reconquista. A cada rato examina el celular donde recibe las llamadas personales para verificar si hay algún mensaje de la mujer. Nada. Lo único que le ha deparado el lunes es la voz de Diana, para preguntarle cuándo volverá a verlo. En Navidad, le ha respondido. Antes de Navidad, hijita, te lo prometo.

Reina lleva una vida de inválida. No se baña, no despega la mirada del televisor y sólo se levanta para servirse un té, a veces con tostadas de queso. El miércoles por la mañana ha cumplido con una de las rutinarias visitas al ginecólogo. Aunque sale a la calle sin peinarse casi, el pelo recogido con una hebilla, y un vestido de algodón suelto, simple, se mueve con donaire, desafiando la hostilidad del mundo. Ah, no sabe cuánto pierde al privarse del amor de Camargo: él la tomaría por la cintura y, contándole historias felices, la haría olvidar sus tormentos. Ya todo ha pasado, Queenie, no sufras más. ¿Sentís cómo tu cuerpo está lavándose por dentro y tu sangre se rehace y el dolor se ha apagado tanto que ahora sólo requería una ceniza de dolor, una fatiga del dolor en la memoria? Caminarían juntos por la ciudad, llenos de dicha.

Al regresar del ginecólogo, la mujer examina las prendas que guarda en el armario. Contrariada, separa los breeches y los lleva a la tintorería: es la señal de que volverá a usarlos, quizás este domingo. Ya no tomará de sorpresa a Camargo. A las siete, él estará esperándola en otro de los automóviles del diario y la seguirá a donde sea. Por lo que Sicardi ha averiguado, su padre repara los vehículos del propietario de un haras, en Longchamps, y en compensación le permiten montar, los fines de semana, dos de los caballos más nobles de la colección: un alazán árabe tostado y un zaino negro.

Ese miércoles, el viaje protocolar del presidente a España y las noticias de Montesinos que siguen llegando desde Lima han obligado a Camargo a modificar dos veces la portada de El Diario. Puede concentrarse en más de una realidad a la vez, pero los acontecimientos que suceden fuera de él no le interesan porque se desplazan solos, sin necesidad de su control. Es verdad que, al narrarlos, los modifica. ¿Qué valor tiene eso? Les prestaría atención si también lo modificaran a él, pero nada en el mundo altera el hierro de su sustancia, nada lo obliga a ser lo que no quiere. Salvo la mujer: eso lo saca de quicio. En el orden de la historia, ella es mucho menos que una variación atmosférica, un color que se destiñe, el aleteo de una foca. Pero en el orden de su vida ocupa un espacio que lo asfixia y que no le permitirá ser él hasta que no lo reduzca a su verdadero tamaño de nada, lo confine en la playa más remota de sus pensamientos. Si la mujer acepta, se casará con ella: poseerla como un objeto, pintarla en la pared, lo dejará en paz. Y si se niega? Pero no hay razón alguna para que se niegue. Es una persona en ruinas y él le ofrece reconstruirla, rehacerla desde cero.

Tal vez Reina presiente que el mañana, el dentro de dos días con que la amenazó Camargo ha llegado esa noche, porque en vez del camisón y el chal de los que casi no se ha separado -salvo para las raras excursiones al médico, a la farmacia y al supermercado-, sigue con el vestido suelto de algodón. Su actitud es la de siempre: recostada en la cama, mantiene la vista hipnotizada en el televisor, pero al observarla por el telescopio, antes de cruzar la calle, Camargo descubre que el cuerpo se ha convertido en una trama de ansiedades: otra vez está royéndose con fiereza las uñas, se sujeta el pelo tan torpemente que, al más leve temblor de la cabeza -v la cabeza tiembla, los hombros sufren espasmos que parecieran de frío-, se le sueltan algunas mechas, obligándola a rehacer el peinado. También le ha despuntado un tic en el labio superior, cerca de las comisuras, que la envejece. Todos esos detalles estimulan a Camargo, indicándole hasta qué extremos ella se siente desamparada, cuánto le pesan la soledad y la inmovilidad. Ya la ha dejado caer tan bajo que ahora sólo podría agradecer cualquier esfuerzo que él haga para rescatarla.

A las diez, después de verla dejar en la cocina la taza de té que acaba de tomar, Camargo llama a la puerta.

– No voy a abrir -dice ella-. Sea quien sea, no pienso abrir.

– Acaso no oíste el mensaje que te dejé, Queenie? -se inquieta Camargo. Lo enfurece tener que hablar a los gritos, en la soledad del palier-. Te he pedido que nos casemos. Mañana mismo, si querés, vamos al registro civil y pedimos una fecha.

– Estás enfermo. Estás loco. Soy un ser humano,?podés entender eso? Tengo sentimientos, razón. No soy tu objeto.

– Queenie, sos vos la que no entiende. -No me llamés así. Soy Reina. Andate o voy a tener que denunciarte.

– Reina. Creo que has perdido el juicio. Te repito que quiero casarme con vos. Te dije que volvería a que me dieras una respuesta. Soy Camargo, no sé si te das cuenta. Soy Camargo y te ofrezco lo que ningún otro hombre re ofrece en el mundo. Ni siquiera tenés la delicadeza de abrir la puerta.

– Te oí, Camargo. Sé quién sos. No me enorgullece ni me alegra que quieras casarte conmigo. Estoy enamorada de otro hombre, ya te lo he dicho.

– ¿De quién vas a estar enamorada vos? No me hagás reír. Estás sola, Reina.

– Voy a llamar a la policía -dice ella.

– ¿Y todavía se te ocurre amenazarme, puta? ¿Estás enferma, engangrenada, puta, vengo a ofrecerte ayuda, y todo lo que me contestas es que vas a llamar a la policía?

– ¡Fuera! -la voz de ella suena desesperada pero también decidida. Si pudiera ver su expresión a través del telescopio, Dios mío, si pudiera verla.