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Entonces suena el teléfono.

– Cuál es la historia terrible que te ha pasado, amor? ¿De dónde sacas que no puedes viajar a Río?

Reina detesta cuando Germán adopta ese aire de frivolidad, sin dejarse rozar siquiera por la angustia de todo lo que ella le ha dicho ya. Lo detesta y además lo quiere.

– Más vale que no te lo cuente por teléfono. Te necesito, ya me has oído. ¿Cuántas veces tengo que decirte que te necesito?

– No seas infantil, Reina. Íbamos a vernos mañana por la mañana en Río, ¿es cierto? Tengo un trabajo ahí que no puedo dejar de hacer s tú también tenías una investigación pendiente. ¿Por qué vamos a cambiar de planes veinte horas antes?

– Germán: me han atacado. Acá, en mi propia casa.,Podés entender eso?

– Estás en tu casa, no en el hospital: eso es lo que entiendo. Si te robaron, ven a Río y compenso con amor todo lo que te hayan quitado. Además, no parece que el daño sea grave. Tu voz suena espléndida.

– Hablo en serio. Nunca he hablado más en serio en toda la vida. Estoy mal, Germán. No voy a viajar. No puedo.

La voz de él se endurece, veloz como un carámbano de montaña.

– Y yo no puedo cambiar de planes. Llevo dos meses detrás de esa entrevista. No me la van a postergar. Tampoco quiero que la posterguen.

– Hay siete u ocho vuelos diarios de Río a Buenos Aires. Son apenas dos horas de viaje. Podrías salir mañana por la noche y regresar temprano al día siguiente. ¿Eso disipa tus dudas?

– No, Reina. Tengo cuarenta años, y jamás, ¿oíste?, jamás he permitido que una mujer me manipule. Déjate ya de caprichitos, amor. Si lo que quieres es una noche romántica, Copacabana es mejor que La Boca. Y si prefieres no ir a Río, ya habrá una próxima vez. Siempre hay una.

– Soy una imbécil -dice ella, entre dientes.

– Yo no sería tan cruel contigo. A ver, aclara las cosas. Cuenta qué re ha pasado.

– Te quiero, Germán. Por eso. Te quiero sin preguntas y sin condiciones. Nada sería tan fácil como decirte lo que ha pasado, pero tenés que confiar en mí. Si te pido que vengas es porque tiene que ser así, ni más ni menos.

– Yo también te quiero, Reina, pero nunca he dependido de los deseos de nadie. Nunca, desde que me fui de mi casa a los diecinueve años.

– En este caso no es un deseo. Es una necesidad, una urgencia. O si querés que sea más clara, es una fatalidad.

– Pero soy yo el que decide. Y decido que no voy a ir a Buenos Aires. Si me quieres como has dicho, te espero mañana en Río. Y si no es así, ya nos cruzaremos en otra parte. Tenemos la vida entera por delante.

– La vida entera, decís.

– Sí. Mañana. Otro día.

– Mañana? Siempre me ha parecido ridícula esa palabra. Mañana es nunca.

Le sorprende, al cortar, que dentro de ella sólo haya vacío y cansancio: una planicie sin fin más allá de la cual se termina el mundo. Tiene el espíritu exhausto: eso que los mesías gemelos llamaban espíritu quizás ha llegado al límite, al precipicio donde todas las formas y todas las experiencias se niegan y se afirman. Dos negaciones bastan para construir una afirmación, escribió Nietzsche. Y tres negaciones, ¿qué construyen? ¿Qué fuerza puede derivar de un ser que ha sido violado, expulsado del trabajo y expulsado del amor en d viento de unas pocas horas?

Tiene la cara bañada en lágrimas pero qué importa: el temple, la fuente del fuego, nada de eso ha sido tocado por la desdicha. Toma el teléfono y, ahora sí, siente que empieza el día. Llamará al jefe de redacción de El Heraldo y al director del semanario Época. Alguna vez le han dicho que, cuando ella lo desee, le tenderán una alfombra dorada y le abrirán el paso para que escriba lo que quiera.

Nunca ha sido difícil domar a una mujer salvaje, se ha repetido Camargo durante toda la semana que sucedió a la violación. Shakespeare da una lección ejemplar del arte de la doma en una de sus comedias tempranas, representada en 1592 o tal vez antes, pero Camargo ha perfeccionado el método. En las representaciones de The Taming of the Shrew durante los siglos XVIII y XIX, el personaje de Petruccio se paseaba por el escenario con un látigo de varias puntas: el símbolo del amansador. Y Katherine, la mujer vencida, se complacía en defender las ferocidades disciplinarias del marido: Lo que me enoja más de toda lo que él me pide / es que lo hace bajo el nombre de amor perfecto. Para someter a Reina, Camargo no ha necesitado azotarla ni rendirla por hambre, como Petruccio a Katherine. Le ha bastado con enfrentarla a su fragilidad, a su pequeñez, a su insalvable dependencia del hombre que aún la ama.

Camargo ha seguido paso a paso la decepción que el editor bogotano provocó en la mujer. A juzgar por sus emails, ese hombre jamás la valoró ni la entendió. Uno de los enigmas que hacen más atractiva la naturaleza femenina de Reina es la tenacidad con que fue inventándose un amante ideal, al que confirió atributos que sólo estaban en su imaginación. O quizá -piensa Camargo-, lo que hizo fue adornarlo con la fuerza, el poder y el talento que eran propios de otro hombre de quién, sino del propio Camargo?-, tal como los evangelistas sinópticos hicieron con los mesías gemelos.

El editor, Germán, ha enviado a la mujer, desde Río, un email de inconcebible torpeza: «Si me quieres como dices, todavía estaré aquí dos días más, esperándote. ¿Cómo puedes olvidar tan rápido el amor eterno que me juraste en Temuco?,,. Quizás ella se ha explicado mal y no le ha contado el horror de la vejación. Si lo ha hecho, el editor es una bestia narcisista. Debería haber recurrido a él, a Camargo. Ala primera llamada habría corrido a su lado, sin vacilar. Pero la mujer no se ha dignado siquiera a contestar el telegrama de Sicardi: no se defiende, no discute la justicia de la expulsión. El orgullo la pierde, como de costumbre. El peor orgullo es el que se clava contra uno mismo, y Reina había usado una perversa destilación de ese veneno en su breve email de respuesta al editor: «El amor, por desgracia, no es eterno. Ya no me escribas.

Camargo ha acentuado su vigilancia, porque la mujer puede necesitarlo más que nunca. Pasa buena parte de las noches despierto, junto al telescopio Bushnell, a la espera del momento en que ella retome los hábitos del pasado. Por ahora, no se desviste con morosidad, ni regresa del baño envuelta en toallas, como sucedía antes. Pasa la mayor parte del día recostada, leyendo o mirando la televisión. El teléfono no suena, o al menos ella no lo atiende. Ha debido visitar tres veces al ginecólogo esa semana y, por lo que Sicardi ha conseguido averiguar, los medicamentos que toma están haciendo estragos en su cuerpo: la han hinchado, le provocan ataques de tos y le arruinan el pelo, que era brillante y esponjoso.

Desde hace días, Camargo ha prescindido del chofer que lo llevaba de un lado a otro. Ahora maneja él mismo los automóviles del diario, para disimular sus visitas a la calle Reconquista. En verdad, podría caminar las pocas cuadras que separan su despacho del departamento. Pero, yendo a pie, no podría darse cuenta de quién lo sigue.

El sábado, distraído, ha cruzado una de las esquinas más trajinadas de la calle Corrientes cuando el semáforo estaba en rojo. Un colectivo a toda velocidad golpeó su auto de costado y estuvo a punto de volcarlo. El vehículo quedó inútil pero él ha salido ileso. Es un signo de que la suerte sopla otra vez a su favor. El domingo al amanecer, cuando está ya por abandonar la vigilancia y cabecear un sueño ligero, advierte que la mujer, levantándose con inesperada agilidad, vuelve a vestir las ropas de montar: los breeches, las botas altas, la cazadora y el sombrero de fieltro. Antes de las siete, parte en un taxi con rumbo desconocido. Todo sucede tan rápido que Camargo no tiene tiempo de salir a la calle y seguirla en otro taxi. Lo consuela la novedad de que la mujer está regresando a sus costumbres. Ahora tiene la certeza de que las cosas volverán a ser como antes.

Es la primera vez en semanas que puede relajarse y conciliar el sueño. A eso de las cuatro de la tarde, cuando se despierta, lo invade una resolución inquebrantable: llamará a Reina por teléfono esa misma noche e intentará recuperarla. Va a ser difícil que lo rechace, porque no existe más el obstáculo que los separaba: el editor (leva casi cuatro días sin dar señales de vida y parece haber aceptado el fin de la relación. Además, ella no tiene nada que perder y él, sin embargo, estaría arriesgando mucho. Un hombre que no teme al escarnio ni al contagio es porque está por encima de todo, al di sopra di ogni sospetro. Vuela tan alto que nada puede mancharlo. Lleva en sí tanta luz que todo lo que toca se enciende y se salva.

Como sucedía en los domingos del pasado, la mujer regresa de su cabalgata ya muy tarde, a eso de las diez. La acompaña una pareja de viejos rústicos, tan en desarmonía con esa zona impersonal y solemne de la ciudad, que no saben qué actitud tomar después de haber estacionado una destartalada camioneta Ford ante el edificio de Reina. Durante tres a cuatro minutos permanecen en la cabina del vehículo, sin moverse. Tal vez discuten si visitar el departamento de la hija -Camargo no duda del parentesco: el parecido con la mujer es inequívoco- o regresar hacia Adrogué. Cada vez que mencionaba a los padres, Reina eludía entrar en detalles, y ahora Camargo entiende por qué: son idénticos a la hija y, También, demasiado diferentes, como si, al reproducirse, hubiera brotado de ellos una especie que desconocen. El hombre es calvo, de boca pequeña y barbilla pronunciada. La madre tiene los mismos movimientos ondulantes y, cuando se ríe, exhibe las encías con desparpajo. Desde lejos, parecen tener la dentadura estropeada, pero la precisión del telescopio no es tanta como para comprobarlo. De lo que Camargo está seguro es de que Reina se avergüenza de ellos: se la nota dividida entre instarlos a entrar y mostrarles la impersonalidad de su departamento, o dejarlos marcharse porque es demasiado tarde y han pasado todo el día juntos.

Eso es lo que sucede al fin. La mujer, al entrar en su dormitorio, repite algunos detalles del antiguo ritual: lucha con ahínco para desprenderse de las botas y se libera de las medias alzando las piernas, algo derechas para el gusto de Camargo y de tobillos demasiado gruesos, aunque adornados por una tenue mancha, un lunar que él se desespera por besar ahora mismo. También esta vez Reina se quita la blusa por arriba de la cabeza y explora el olor de las axilas. Quién sabe si se ha bañado antes de salir. Es posible que lo haya hecho durante una de las breves ráfagas de sueño a las que él sucumbió sin querer, pero aun así, después de un día entero de cabalgata, el perfume de los jabones se habrá disipado ya, permitiendo que regresen los humores de su piel. Una vez más, Camargo examina la cicatriz que la mujer tiene debajo del ombligo, sobre el nacimiento del vello, vestigio de una operación de apendicitis mal suturada en la niñez. La mujer es siempre elusiva cuando habla de su pasado, y respondió con hostilidad cuando Camargo se atrevió a preguntarle cuándo y con quién había perdido la virginidad o cuál era el recuerdo sexual más intenso de su vida.