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Diez

No le iba a ser tan fácil liberarse de la mujer. Al tenderse de nuevo en su catre monacal de la calle Reconquista, Camargo creyó que había exorcizado para siempre la traición y la ingratitud de Reina. Sin embargo, no conseguía relajarse. ¿Como, por un instante, había supuesto que era posible abandonar a un hombre como él? ¿Con qué derecho esa mierdica pretendía darle lecciones de desdicha? Se levantaba, iba al baño, volvía a examinar el glande, por si asomaba alguna mancha, y de tanto en tanto miraba por la ventana.

A veces, cuando ya no toleraba más la tensión de los últimos días, Camargo se acostaba y cerraba los ojos, confiando en que el cansancio iba a derrotarlo. La ansiedad era siempre más fuerte. Daba vueltas alrededor del telescopio Bushnell, resistiendo la tentación de mirar, pero al final cedía: lo que pasaba en la ventana de enfrente era un imán más poderoso que su desinterés por todo lo que no fuera él. ¿Y acaso lo que pasaba allí no era también él: su construcción, su decisión, su destino?

La indecisa luz de la madrugada empañaba las formas y no era fácil ajustar el lente. Por lo que se podía discernir, la mujer seguía durmiendo en una posición mortificante para sus vértebras: con el cuello ladeado, casi rozando un hombro, y la espalda curvada hacia arriba, como si hubiera tenido una almohada demasiado tiempo en el arco de la columna y alguien se la hubiera quitado. A la altura de las caderas, las sábanas estaban manchadas de sangre. Debió de suceder cuando a Momir se le reventaron unas ampollas de la ingle. No la he tratado mal, se había justificado. No la golpeé. Sólo le hice lo que usted me pidió, Gospodin Cro.

De vos, Camargo, no ha quedado ahí ninguna huella: estás seguro. Tal como en la noche de la filmación, también esta vez vaciaste los cartones de jugo en la pileta de la cocina, dejando que corriera el agua un largo rato, y metiste los envases vacíos en una bolsa que arrojaste luego en la calle. Ya nada se podía hacer para eliminar la sangre. Que la mujer imaginara lo que le diera la gana. No te importó tampoco que Momir usara las toallas del baño para limpiarse. ¿Quién podría identificar al vagabundo Witold Witkiewicz, ciudadano polaco que dentro de tres horas se embarcaría rumbo a Santiago de Chile, con el miserable que había asaltado a una periodista reconocida? Era improbable que la mujer denunciara el hecho a la policía. Ni siquiera podía estar segura de que la hubieran violado. No había visto a nadie. Quizás hasta se sintiera culpable. Había olvidado cerrar con traba la puerta del departamento y llamar a un cerrajero para que colocara un mecanismo de seguridad, tal como Sicardi le había aconsejado. Iría al médico: eso era previsible. Los análisis de sangre revelarían que estaba infectada. Cuando llegara ese momento, ¿cómo haría para contárselo al amante? Y él, ¿qué haría? Si Camargo estuviera en el lugar de ese hombre, oiría la historia con desconfianza. Era una idiotez tomar en serio a una mujer que se desnudaba delante de una ventana sin cortinas, exponiéndose a miradas intrusas, y que mecía el cuerpo de manera provocadora. ¿Se puede confiar en una mujer así?

Camargo apartó esos cálculos de su mente porque él estaba fuera de toda sospecha. Había visto varias veces una película de Elio Petri que se llamaba de manera parecida, Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, en la que un policía fascista asesinaba a su amante y confundía a sus colegas con pistas falsas: una de esas obras maestras de la inteligencia criminal en la que los hechos se acomodan, casi por sí mismos, de un modo que permite imaginar a la víctima coma la única culpable. Pero el personaje, que en la película estaba encarnado por Gian Maria Volonté, carecía del refinamiento intelectual de Camargo y cometía errores fatales de arrogancia, tal vez porque representaba a un régimen autoritario y confiaba en su protección. Camargo, en cambio, se bastaba a sí mismo: estaba por encima de toda sospecha y también por encima de toda autoridad.

La mujer seguía respirando a ritmo normal. Tenía la boca más abierta que de costumbre, acaso porque faltaba el aire en el cuarto. De vez en cuando intentaba débiles cambios de posición, y eso tranquilizaba a Camargo. La había obligado a beber un vaso de agua antes de marcharse, sosteniéndole la cabeza con los guantes de látex que había usado todo el tiempo, y no se vetan signos de que hubiera vomitado. Sin duda iba a sonar muchas veces el teléfono durante la mañana, pero ella no tendría conciencia suficiente para oírlo. La llamaría Sicardi para reprenderla por no haber asistido a la reunión de editores, y luego la llamaría Maestro, pidiéndole que cubriera las dos nuevas renuncias que esa mañana habían sacudido el frágil árbol del gabinete. En vano, en vano. Pensarían que, ofendida por las recriminaciones de Sicardi, había decidido adelantar el viaje a Río.

También la llamaría la madre, se dijo Camargo, y al no encontrarla dejaría una lista de esas recomendaciones inútiles que ella le había permitido escuchar una vez: no salgas desabrigada -repetía eso, aunque fuera verano-, no te acostés tarde, ponete la cartera cruzada sobre el pecho porque vos andás sola en la calle por las noches, nena, y ya has visto qué inseguro se ha vuelto Buenos Aires. La llamaría el amante, extrañado de que no respondiera a sus emails. Y vos también, Camargo, sentías ansiedad por su voz, aunque sabías que no iba a contestar el teléfono: querías oír su mensaje grabado, sus instrucciones concisas. Pero y si la mujer moría? ¿Si, cuando la mujer muriera, rastreaban todas las llamadas?

A Camargo le asombró el cúmulo de horas que podía estar inmóvil ante el telescopio sin sentir el paso del tiempo. A veces se le acalambraban las piernas y le hormigueaban los dedos. Cambiaba de posición, sin apartar los ojos del lente, y persistía. Pensaba que, apenas descuidara la vigilancia de la mujer, ella dejaría de respirar. Más de una vez le había sucedido que, al poner su atención en una perro, en la calle o en el teatro, sentía que esa persona dependía de su mirada. Si por casualidad se distraía, a la persona le pasaba siempre algún desastre: se golpeaba la cabeza contra el marco de una puerta, o tropezaba y se caía, o era atropellada por un auto.

Ahora no podía dejar de mirar a la mujer ya no sólo porque deseaba que sobreviviera -si no sobrevivía, el castigo que le había infligido no serviría de nada-, sino porque la mujer y su atención se habían fundido hasta el punto que era difícil distinguir la una de lo otro: entre ambos se tendía un cordón umbilical del que tal vez dependiera toda la realidad. Si dejaba de mirarla, no sólo ella quedaría fuera del orden de las cosas, sino también lo que estaba alrededor y a lo mejor él mismo. Todo lo que se pierde en la vida es porque uno quiere perderlo o porque las cosas quieren perderse y separarse de uno. Para consolarnos, se nos ha enseñado que las pérdidas son involuntarias, pero nunca lo son. Buscamos en la realidad lo que ya se ha retirado de ella, pensó Camargo, y también buscamos lo que nunca podría estar. Sus ojos eran abejas obreras que, para seguir viviendo, debían alimentar sin detenerse a la reina de la colmena.

No quería que nada lo interrumpiera. Los celulares estaban apagados y sólo volvería a encenderlos a mediodía, cuando la ausencia de la mujer empezara a llamar la atención. La atmósfera de la calle, abajo, estaba saturada de personas desagradables, casi todas del sexo masculino, que se movían afanosas de un lado a otro y no pertenecían a ninguna parte: Camargo sintió que, si cualquiera de ellos se desvanecía en el aire, la vida de los demás no cambiaría en absoluto. Podían desaparecer todos, y la realidad, aun así, continuaría intacta, porque en aquel momento los dos únicos seres imprescindibles eran él y la mujer de enfrente, unidos por las ondas magnéticas de su mirada.

En el celular del diario se habían acumulado quince mensajes. Estaba seguro de que todas eran consultas de Enzo Maestro sobre el tratamiento que se debía dar a la crisis de gabinete. Cuando lo llamó, sin embargo, el tono de voz sombrío le hizo pensar en algo peor.

– ¿Por qué no contestabas? -dijo Maestro-. Llevamos horas buscándote por todas partes. Sicardi fue a San Isidro y la mucama dice que no has aparecido por ahí en toda la semana.

– Ya te avisé que no estaría a mano. ¿Nunca van a aprender en ese diario a equivocarse solos?

– No es el diario, Camargo. Es tu hija.

– Brenda ha vuelto a llamarte?

– Esta madrugada, a eso de las dos. Ángela murió a la medianoche. Brenda no te encontraba, no sabía qué hacer. Me dio la impresión de que estaba desesperada. Me preguntó si podrían enterrar a tu hija por la tarde, pero le advertí que no ibas a llegar a tiempo. Te esperan hasta mañana por la mañana. Sicardi te ha reservado ya el pasaje: salís esta noche y a las seis vas a estar en Chicago. Lo lamento, Camargo. Todos acá estamos desolados.

Se le cruzaron como una ráfaga las imágenes de Ángela. La había visto por última vez hacía ocho meses, ¿o ya nueve?, pero no lograba retener casi ningún recuerdo de ese día. podía representarse a sí mismo caminando por los pasillos interminables del aeropuerto O' Hare, en Chicago, y buscando el cuarto de hospital donde Ángela había vuelto a caer postrada, después de una fugaz ilusión de mejoría. Pero la memoria de la visita se le había evaporado. Ni siquiera había podido acariciar las manos de la enferma, inflamadas por las agujas de los sueros, pero a lo mejor la había besado en la frente. ¿Eso había sido todo? Era más fácil retener la imagen feliz de la infancia de Ángela, cuando se sentaban juntos al piano y él, Camargo, fingía que tocaba Para Elisa, aunque no tenía la menor idea de cómo hacerlo, sólo para que la hija lo apartara del teclado y lo corrigiera: «No, papá, así no. Fijate en mis dedos. Ves que no hay nada más fácil en el mundo?». Es más fácil morir que vivir, ¿no es cierto, Ángela?: es más seguro no nacer que existir. En la existencia hay siempre un recuerdo, por mínimo y fugaz que sea, y ese recuerdo siempre te convertirá en otro ser, en otra cosa. No hay forma de quitarse los recuerdos como quien se quita una camisa, y por eso jamás querés recordar nada, Camargo: para que los recuerdos no te modifiquen y te impidan ser quien sos. ¿Para qué quieren que vayas a ver el cuerpo muerto de tu hija? Ángela llevaba meses en la cama y debía de haber adelgazado mucho. «Apenas treinta y dos kilos, papá: parece un pajarito», re había dicho Diana. Si la recordabas así, exangüe, quedarlas atrapado por la fijeza invencible de esa imagen y todas las demás se borrarían. Cada vida deja un recuerdo, uno solo, y Camargo prefería conservar los que ya estaban en él, sin añadir uno nuevo que, además, podía ser terrible.