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A Momir no se le mueve un pelo ante esa desnudez que tantas veces te ha dejado sin aliento. Sigue allí, de pie, con la mandíbula perdida y la mirada en ninguna parte. Te indigna. Ah, cómo te indigna todo. La imaginas en brazos del imbécil que se hartó de ella en la selva, en Caracas y en Temuco: la bebió, la devoró, entró en su cuerpo como le dio la gana. Ya que la mujer te ha traicionado con ese sexo que ahora está delante de vos, inerme, no vas a permitir que nada en ella quede sin mancillar ni herir, nada de esa sangre sin infectar. ¿Acaso ha tenido compasión de vos al infectarte el alma? ¿Qué estás esperando, entonces? Llevas las manos de Momir hacia los pechos de la mujer y le ordenás que los acaricie. Así, así, despacio, los pezones, le decís. Y fastidiado ya por tantos rodeos inútiles, le indicás por señas que se desvista.

Con una indiferencia que no habías imaginado, Momir se despoja de los harapos. El hedor inunda el cuarto. La mujer, sin duda, no lo excita. Trata de decir algo y sólo le brota un balbuceo triste, impropio de su rudeza: Meni je teiko, Ali znam da je tebi teje. ¿Vas a echarte atrás ahora?, le preguntás. No, te responde, con su castellano rústico: esto es difícil para mí, pero sé que es todavía más difícil para vos.

Querrías que todo hubiera terminado ya. No vas a oír una palabra más, no vas a calmar ninguno de los escrúpulos de ese hombre. Creíste que ibas a vigilar paso por paso todo lo que Momir hiciera, pero ya hasta la curiosidad se ha desprendido de tu ser, o el ser se ha desprendido de la curiosidad. Te encerrás en el armario donde están las ropas de la mujer, Camargo, te dejás caer entre la dulzura de sus lencerías, el perfume acre de sus botas de montar, aspiras sus zapatos, el ceñidor de sus medias, el fresco olor a tarde de sus sábanas, vas apoderándote de todas las huellas de su apariencia ya que ella te ha cerrado las puertas de su cuerpo. ¿Hay un cuerpo ahora? ¿Tuvo esa mujer alguna vez un cuerpo? Oís gritar a Momir y no podés soportarlo. Oís sus rugidos de bestia herida, desesperada, y ni siquiera el súbito silencio te sosiega. Has movido muchos destinos de lugar, Camargo, pero el tuyo es el único que sigue inmóvil.

Ahora, en la calle, la desdentada examina los pasaportes y se declara satisfecha. Momir se ha echado bajo los jergones, macilento, corno un pájaro sin plumas. Tiene algunas manchas de sangre en el cuello de la camisa y la mujer le formula preguntas en un tono imperioso -casi dirías injurioso-, de las que sólo entendés unas pocas palabras. Ella parece decir: ¿Por qué no te cuidaste? ¿No le advertiste que estás enfermo? A lo que Momir responde: Gospodin Cro lo quiso así. Qué importa la enfermedad». La desdentada alza el puño y, por un momento, temés que empiece a golpear a su pareja. Está poseída, tal vez celosa. Como ha arrojado los pasajes y el dinero sobre los jergones, le hacés notar, por señas, que, si se descuida, el viento se los puede arrebatar. Sopla un aire helado y el cielo ha virado al gris, al rojo: tiene tal espesura que en cualquier momento podría desplomarse. Ubvatiti infekcíju, aúlla la desdentada. Antibiotike. Y de pronto caes en la cuenta de que no es su compañero quien la inquieta sino la mujer a la que acaban de abandonar varios pisos más arriba en su cama de suplicio, sobre las sábanas ensangrentadas por las llagas del chancro.

Durante semanas, Momir te ha llamado Gospodin Cro, lo que significa -estás casi seguro-doctor Cro, porque re has identificado así, con ese monosílabo de sapo. Pero la desdentada, que te ha evitado siempre con tenaz recelo, re mira ahora como si no supiera nada de vos, como si le inspiraras espanto, como si se negara a oír tu nombre. Tko ste vi?, re pregunta con saña. Cada una de esas palabras parece un perro que va a saltarte a la garganta. «Quién es usted, por Dios?„