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4. – Aparecieron las fragatas francesas hacia las diez y media de la mañana, un martes de calor, con calima y regular visibilidad; pero como a los centinelas y vigías de las cofas los habían escogido entre la gente de más agudo mirar, y se ayudaban, como parece obvio, de catalejos, fueron muy pronto descubiertas. Los barcos eran cuatro, y traían rumbo NNO-SSO, como quien dice enfilada la Isla. Los partes sucesivos las fueron describiendo como de alto porte, bien armadas, abanderadas con la tricolor, y la última de ellas (navegaban en columna), con flámula de almirante, aunque, siendo como eran de la república, ¡qué almirante sería! Los modelos no eran de los modernos: barcos de Nantes, del tiempo de El collar de la Reina , semejantes a él. No hubieran resistido, desde luego, un encuentro con los que estaban en gradas; pero los que estaban en gradas estaban en gradas y no se podía contar con ellos. Lo primero que se le ocurrió a la gente fue que toda vez que la escuadra inglesa había zarpado para el Oriente en seguimiento del general Napoleón, que andaba haciendo de Alejandro por aquellas lejanías, las fragatas vendrían a apoderarse de los barcos en gradas a punto de entregar a los ingleses, lo cual sería al mismo tiempo que una operación naval brillante, un buen refuerzo para la escuadra republicana y un quebranto para la Home Fleet . Esto se pensaba en el muelle, se pensaba en alta voz, lo pensaba todo dios, y bastaba como explicación en tanto que las fragatas navegaban con su elegancia habitual, un poco oronda y un tanto anticuada, pero, ¡caray!, elegancia al cabo, aunque de peluquín. Y se pensaba también, aunque en voz no tan alta, en el salón de juntas de la Señoría, rococó sobre gótico, reunidos ya los Doce ante lo Inesperado y lo Inevitable, ante lo que para ellos pudiera ser el final de la Historia, acabóse y catástrofe a un tiempo. El viejo Della Croce, al que habían traído al consejo en carro de ruedas por considerar que su clarividente inteligencia no estaría de más en la reunión, llegó a decir que encontraba inexplicable aquel descuido de Inglaterra, que le iba a costar un aliado y unos barcos imprescindibles, y que la única pérdida del aliado podía compensarse, mas no la de los barcos. «Tiene que haber una salida.» «¿Una salida? Lo único que resolvería la situación serían cuatro navios de tres puentes, o, al menos, otras cuatro fragatas, y el valor de sus dotaciones.» Ascanio comentó que aquello eran ganas de fantasear, y que él se limitaba a confiar en el general Galvano, salvador de la patria en todas las ocasiones, y, ¿por qué no en aquélla? Los demás le escucharon estupefactos, si no fue Flaviarosa, que empezó a temer algo, o a sospecharlo. Pero no sabía qué.

Las fragatas se habían acercado. Se veían ya, desde cualquier azotea, y no digamos torre o campanario, los cañones apuntar desde las panzas oscuras de los costados, y, con anteojos, la chusma caminar por cubierta, los oficiales de derrota en sus puestos, y unas gentes de gran copete que discutían en el castillo de popa de la nao capitana. Se pudo también ver la maniobra de arriar el velamen y dejar sólo el trapo indispensable para mantenerse al pairo (corría una brisa tenue). De la fragata mayor desatracó un bote que arbolaba bandera de parlamento. Un marinero, en la proa, pedía permiso para entrar en el puerto. Se deliberó rápidamente, en el Consejo, y hubo cierta conformidad en que se le permitiese atracar. La gente dejó de tener miedo todo el tiempo que tardó el bote en llegar hasta el muelle. Saltó a tierra un oficial, muy bien trajeado y con faja tricolor. Solicitó el estatuto de los mensajeros. Le fue concedido, y unos funcionarios le acompañaron hasta la Señoría. Le recibió el Consejo, con mesura y afectando indiferencia. El oficial, que habló en francés, se portó correctamente (como que parecía un señorito), y dijo que su almirante, en nombre de la República y, sobre todo, del general Bonaparte, recién nombrado primer cónsul, indicaba a la Señoría la conveniencia de permitir que el personal especializado que traían a bordo (en el caso de que el de la Isla no quisiera prestarse al trabajo) botase los navios ingleses y se les autorizase luego a llevarlos a remolque con una mínima tripulación que también venía a bordo. Flaviarosa, la única que hablaba francés de aquella gente del Consejo, después de haber deliberado, le preguntó al oficial si no sabían que el Gobierno de La Gorgona no era beligerante, que aquellos barcos eran la prenda de un negocio, y que si se los dejaban arrebatar, Inglaterra no pagaría una piastra por ellos, lo cual sería la ruina de la Isla; a lo que respondió el oficial, muy galante, con lujo de sonrisas y de reverencias dedicadas indudablemente a la belleza de Flaviarosa, aquella mañana despampanante, que comprendía tales razones, pero que la República Francesa se hallaba en guerra, y aquel atraco a fragata armada era, sin duda, un ardid pero de los legítimos, de los autorizados por las leyes antiguas; que, por supuesto, se le había ocurrido al general Bonaparte, a cuya mención se cuadró y saludó militarmente; y que lo más que podía hacer la República era comprometerse a pagarlos en el momento en que sus finanzas mejorasen. «Luego, si nos negamos, ¿debemos esperar que los navios nos sean arrebatados por la fuerza?» «Nuestro plan, madame, consiste en destruir, primero y como aviso, las defensas del puerto, y si después de aniquiladas la ciudad no se rinde, bombardear la ciudad.» «¿Usted sabe, teniente, que esta Isla fue tradicionalmente inexpugnable?» «Eso tengo entendido, madame, pero parece que ha dejado de serlo. Yo mismo me comprometería a apoderarme de ella con una sola fragata.» «¿En tan poco estima nuestro valor?» «¡Oh, madame, de ningún modo! Estimo en lo que vale el valor de los gorgoneses, pero también la eficacia de sus anticuadas fortalezas.» Flaviarosa iba traduciendo a los vejestorios del Consejo las palabras del oficial. Ascanio dijo: «¡Pídele un plazo!», y Flaviarosa lo hizo. El oficial le respondió que el tiempo requerido para volver al barco y traer la respuesta del almirante. «¡Sólo una hora!» «¡Quizá algo menos!»

Se había agolpado la gente delante de la Señoría, y abrieron calle para que el oficial pasase, siempre escoltado de un par de funcionarios. «¡Nos van a asar vivos!», gritaba un cobarde; y otro decía: «¡Como cuando entraron los turcos en el seiscientos nueve! ¡Se llevaron para sus harenes a todos los jóvenes, muchachos y muchachas, que quedaron con vida!». «Los franceses no tienen harenes.» «Pero sí ejércitos en guerra, que necesitan soldados y putas de acompañamiento.» «Los tiempos han cambiado… Se deja que disparen el primer cañonazo, para quedar con color, y en seguida, bandera blanca.» «Pero, ¿y si caes a la primera?» Pero este caso de cobardía fue más bien aislado, y lo que cundió en la Isla, agitada sobre todo por el clero, que veía en los franceses el demonio, fue el espíritu de resistencia. Hubo unanimidad en la vocación de sacrificio, y hasta las monjas de Santa Clara (debidamente autorizadas, eso sí) salieron del monasterio y se apuntaron para aprender a tirar.

Lo que entonces aconteció fue una cosa curiosa, nunca suficientemente explicada acaso porque sea inexplicable, y pocas veces creída porque es inverosímil, además de increíble, pero de eso no se infiere que no haya sucedido. Protagonistas y testigos jamás fueron demasiado explícitos al respecto, y la documentación pertinente es escasa y ambigua, por no decir escasamente inteligible. No es cosa, claro, de traer aquí los textos, entre otras razones porque en su mayor parte se han perdido, pero no estaría de más, sin embargo, acudir como en otra ocasión, a los inaccesibles, a los secretísimos archivos del Foreing Office. El sentido práctico de los ingleses les aconsejó siempre escribir las cosas claras, salvo algunos poetas, y los informes diplomáticos lo son sin excepción, aunque vayan cifrados. El del cónsul, míster Algernon Smith, está fechado pocos días después: si la cosa fue un martes, el viernes que le sigue. Consta de un larguísimo preámbulo marcadamente teórico y, a ratos, teológico, en el que medita acerca de lo maravilloso y de lo milagroso, conceptos, según él, equiparables e incluso equivalentes, si bien el uno afecta a lo pagano y el otro a lo cristiano; o, dicho de otra manera, a lo laico y a lo sacro, más o menos. Y se pregunta si lo que va a contar, por haber acaecido dentro de la era cristiana y en territorio acotado por la obediencia de Roma, debe llamarlo propiamente milagro, aun a sabiendas de que el uso de tal concepto resultará por lo menos incómodo, y quizá shocking , a los señores obispos de la Cámara Alta. «Reconozco no obstante que lo de "maravilla" resulta insuficiente -escribe míster Smith-; me inclinaría, en todo caso, por el "milagro profano", con la intención de que semejante coyunda de significaciones exprese que se mantiene lo de milagroso, pero excluyendo cuanto de religioso puede haber en un milagro.» Personalmente me inclino a creer que míster Smith acertó con las palabras y con la explicación. Lo que después del preámbulo y de otros largos razonamientos contó, se reduce a pocas líneas, las suficientes: «Me encontraba en mi cuarto de trabajo. Se me había apagado la pipa. Me levanté para pedir que me trajeran fuego, y, al hacerlo, me di cuenta de que aquella estancia no era mi cuarto de trabajo habitual, en la casa de la Calle de los Cretenses en que acostumbro a vivir, sino la cabina de un oficial de barco, y yo mismo había cambiado, mi traje al menos, pues estaba vestido de teniente de navio de la marina británica. Mi primer sentimieno fue de desasosiego, ya que la equivalencia en la Marina del grado de comandante que alcancé con el ejército de su Graciosa Majestad es el de capitán de corbeta; pero pronto la conciencia entera de lo que de verdad acontecía me aconsejó dejar para más tarde aquella pequeñez. Abrí lo que creía una ventana y me hallé encima de la mar, asomado al costado de un buque con las olas a escasas yardas de mi barbilla. Salí, y me saludaron marineros de uniforme. Me tropecé con un contramaestre: "Venía a buscarle de parte del comandante". Le seguí. El comandante en cuestión no era otro que Ascanio Aldobrandini, primer ministro y tirano de la Isla. No llevaba uniforme. Estaba en la cámara del barco, rodeado de cachivaches náuticos entre los que se movía con entera naturalidad. Otros oficiales esperaban sus órdenes. Las que dio se referían a la batalla inminente. Hice algunas preguntas, y pude saber que el barco a bordo del cual me hallaba, era la misma Gorgona, trasmudada en navio de tres puentes, con todos sus habitantes de dotación. Nos hallábamos a pocas millas de una escuadra francesa con la que el encuentro bélico era inevitable. El al parecer comandante Aldobrandini, que nunca me había dado muestras de simpatía, me saludó con gran amabilidad y me mandó sentar. Lo hice después de cuadrarme».