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La apertura del velorio tuvo una solemnidad de llantos muy loada por la asistencia: el de la Vieja era intenso y silencioso; el de la Tonta, aparatoso y chillón como de plañidera profesional. La Vieja, a veces, quedaba muda y transida, y después de un pedazo así, en que parecía que el alma le hubiese emigrado tras de la de su hermana, hipaba de repente y dejaba rodar las lágrimas calientes. Los chillidos de la Tonta subían y bajaban, y en alguna ocasión fueron tan fuertes que la Vieja dijo a un ujier cercano: «Decirle a esa tonta que se calle, que no la aguanto más», pero esto es seguramente una calumnia. Acaso lo sea también la especie de que, detrás de las orejas de la Muerta, vigilaban unos ojos petrificados en azabache como de dos arañas tremendas.

El sepelio se organizó a la caída de la tarde, y empezó a caminar cuando ya se ponía el sol, con la interrupción obligada de escuchar las trompetas vespertinas y contemplar allá arriba la figura envarada del General, padre leproso de la patria, merced a cuyo cuidado la gente de La Gorgona podía enterrarse como le viniera en gana. ¡ Pues no faltaba más! Arrancó la primera la cruz alzada con los ciriales consabidos, llevados por tres monagos de buena talla, sobrepelliz blanco y sotana negra, y detrás, cuarenta a cada lado de la calle y un gran espacio en medio, los ochenta mendigos con los hachones lucientes en las manos, ni uno cojo, ni uno manco, ni uno solo corcovado, mendigos como flores, lo mejor del mercado de mendigos, y las ochenta llamitas temblorosas y levemente rojizas, como un párpado múltiple en el crepúsculo creciente, y así marchaban, lentos y hermosos en su miseria: quizás fuesen también mendigos milenarios, trimilenarios, los ciudadanos libres que habían votado la cicuta para Sócrates y se veían ahora en aquella calamidad, libres aún, pero pobres. ¡Pues menuda Historia podía hacerse a cuenta de ellos, sólo con preguntarles uno a uno! Pero acaso llegase a fatigarte, a ti, Ariadna, que eres de la profesión. De modo que voy a detenerme unos instantes en decirte lo que son Las Cuatro Torres. Eso no lo has visto en tu tierra, menos aun aquí, en USA, donde el melodrama funerario prefiere otros materiales. Las Cuatro Torres son esas cuatro varas llevadas por cuatro porteadores, muy pesadas, como que se requieren para poder cargarlas esas cuatro correas que pendiendo del cuello reposan en las barrigas, y allí, en un agujero ad hoc, se enganchan los árboles o mástiles, quiero decir las varas, hacia cuya mitad, y hasta arriba, salen en orden de simetría esas tulipas moradas que ves, todas de vidrio afamado, hasta cuarenta en cada torre, cada tulipa con su vela y todas las velas encendidas, fíjate tú, tantas llamas moradas, tanto temblor de oraciones en lo alto, como breves castillos de luz que se movieran. Van situadas en las esquinas del féretro, un poco apartadas de él, naturalmente, para no tropezar, y alumbran si no a la Muerta (a la que llevan destapada, asómbrate, destapada para que todo el mundo le diga adiós a la belleza lánguida de su escayola), al menos a su nombre y su recuerdo, según la costumbre seguida sabe Dios dónde con las mozas que mueren con el virgo en la entrepierna. Destapada, te dije, y las manitas en cruz, y el cabello sin lazo y arrastrando, así como lo oyes, arrastrando, porque esos que la conducen, lacayos con libreas de luto y plata, peluca blanca, en vez de cargarla en hombros, la llevan de la mano, como ves, en unas parihuelas transversales en que reposa el féretro, y así la Muerta queda a la altura necesaria para que un palmo de su cabello arrastre y barra humildemente el pavimento. ¡Da escalofríos verlo…! ¿Verdad? Un cabello tan lindo, tan leonado, de ondas tan generosas, obra maestra de sabe Dios qué peluquera…! ¡Él solo hubiera hecho feliz a un amante, de haber existido alguna vez la Muerta y haberse dejado amar! ¿Dices que Butarelli? ¡A saber si no es una invención de la Vieja, a saber si escribió alguna vez el Misserere , a saber…! Todo lo cual contradice a lo que llevo dicho. De acuerdo, pero no olvides que esas contradicciones jamás dejarán de serlo a causa de la extravagante y diría extraviada sensibilidad de los investigadores, que nunca se fijan más que en cuestiones secundarias.

Pues en seguida venía el clero: tres curas revestidos, y hasta cuarenta más, en dos filas de veinte, de blanco y negro, y eran los que cantaban, cuando el coro y los violines enmudecían, una canción litúrgica que la gente traduce con su habitual maldad en los términos siguientes:

Por la calle de Muertos arriba,
se va ganando la vida.
Treinta piastras entre tres
tocan a diez,
y si fueran cuarenta
saldría mejor la cuenta.
Te moriste, te jodiste,
yo también me moriré,
per in sécula seculorum,
amén.

A estos latines los acompañaba la voz acatarrada de un fagot, que tocaba un sujeto gordo con un lobanillo reluciente debajo de la oreja izquierda, un lobanillo muy visible, un sujeto que a veces escupía con bastante descaro algo más de lo exigido por el oficio.

Los violinistas seguían en pelotón cerrado, después de los niños de coro, también en grupo, y lo que tocaban y cantaban, ese Misserere que nadie conocía más que la Vieja: una música profunda y triste, más apta para contrabajos que para violines, pero tocada por violines, al fin y al cabo, y se parecía bastante a lo que años después fue la Marcha Fúnebre , de Chopin (quien a lo mejor, se inspiró en el tal Butarelli, o a lo mejor lo plagió, ¡vaya usted a saber!). ¡Pon-pon-porón-pon-porón-porón-porón! Era verdaderamente chocante, después de los gorigoris salidos de voces arrastradas y carraspeantes, escuchar la aparición solemne y levantada del Misserere : por los violines, por los castrati , por las aves en vuelo, por las olas marinas, por los vientos, por todos los ruidos que venían del muelle, de poleas, de vergas, de obenques, y por todos los sones de la tierra sonora. Era estremecedor, la gente se estremecía, y Michaela le dijo a Guillermina que corriese al balcón a escuchar aquel entierro tan bonito. Desde luego resultaba fascinante, y fascinaban a los espectadores, en el ámbito cada vez más nocturno, cada vez más oscuro, el temblor de la cera quemada, el perfume del incienso que se expendía en el aire como una invasión de gloria, humo va, humo viene, y el ritmo marcado por la banda de tambores que tocaban a cajas destempladas cuando el clero, cuando el arte descansaban. Y, por último, las tres sillas de manos, esta vez de laca negra incrustada de marfil, ocupando la calle:

A T E

la del medio vacía y de luto. Y, después…

Lo que venía después pudo verse porque Ascanio Aldobrandini, gobernante en cierto modo ilustrado, o, por lo menos, partidario de mejoras ciudadanas, había dotado de enormes, de broncíneas farolas, alimentadas a costa del erario público, la antigua avenida del Temple, hoy ya del General, de modo que se pasaba por la calle de noche como si fuera el alba, o casi. Así fue dado ver lo que venía después, la larga, la interminable procesión de los artrópodos, de uno en fondo, a partir del palanquín de la Muerta y como si de él cayesen: de mayor a menor, hasta las ínfimas arañas casi invisibles, ésas que se introducen en la piel debajo de las uñas de los pies, y matan. Las habían traído de los cuatro confines, africanas peludas, tropicales de América escamosas, de la Insulindia largas, de los bosques indostánicos esféricas; unas arañas amarillas criadas en el techo del mundo, del que solían colgar, en el alto Tibet, a costa del Dhalai Lama y para su diversión; y otras, bigotudas y con una especie de coleta que se crían libremente en las pululantes aguas del Yan tsé-Kiang y dicen que se alimentan de niños vivos, pero que discriminan entre los chinos y los de otra ralea: arañas colaboracionistas de imperios raciales. Vinieron las del Polo Norte, que de puro congeladas parecen de vidrio blanco, y las de la tundra, entre moradas y verdes, achatadas y de patas larguísimas. Y estaban las volantes de Tomboctú, que iban a saltos porque no aguantan en tierra mucho tiempo, y ese extraño animal del Yucatán, estilizado y tantas veces pintado y esculpido durante las civilizaciones sucesivas del maíz, del centeno y de la torta enchilada, que no se sabe muy bien si es araña o serpiente, pero que al participar de ambas naturalezas, lo mismo concurre a las reuniones de los reptiles que a las de los artrópodos. Estaban todas las arañas posibles, ya no recuerdo más nombres, y no hacen falta más. Y la gente, al principio, tuvo miedo, pero, al verlas con tal orden y tan simétrico respeto, obedientes al incienso y al tambor, quedaron poco a poco más tranquilas, y aun hubo quien se atrevió a observarlas de cerca, miradas de insectólogo curioso. Lo importante del caso fue que, de motu proprio , al entrar el cortejo en la catedral, quedaron las arañas fuera, en su lugar descanso, hasta que sopló un viento inesperado, un viento como si fuera justiciero o vengador, en el momento mismo en que el coro cantaba aquello de

et in peccatu concepit me mater mea [4]

y se las llevó a todas con su fuerza imparable, hasta ese lugar remoto e ignorado en que van a parar los vientos, así los impetuosos como los delicados, y donde se amontonan las cosas que arrebatan: un verdadero rastro, es aquel rincón del mundo, por lo que es dado imaginar. Y me pondría, Ariadna, a contarle lo que allí hay, en cosas, en personas y en ensueños, y cómo es, si no fuera por respeto a las leyes de la epistolografía, que aconsejan no desviarse por los posibles afluentes. Pero, ya ves: bastó esta digresión mínima, esta distracción inapreciable, para que el espectáculo del sepelio se desvaneciese y no quedase de él más que el reguero de cera al borde de la calle. Pero fue un inusitado entierro, ¿verdad?, un verdadero primor: el que la Muerta merecía, por supuesto. Aún escucho en el recuerdo a los clérigos, a los cantores, a los violinistas, al viento y a las aves, que habían enmudecido.

3. – No te marches aún. Deja que te retenga un poco más, y que te hable. ¿No ves que todavía lucen las llamas, y lucirán? Por el hecho de que se haya suspendido la visión del entierro así, de repente, solo porque el viento haya soplado, no vayas a pensar que también yo he dejado de inventar. Lo que sucede, después de un breve lapso de silencio cerebral, no sabes cómo se queda de oscuro, de profundo, más bien de vacío, es que han mutado las imágenes igual que cuando cambia el escenario en el teatro, y tras el primer acto viene el segundo, con un paisaje distinto. No puedo asegurarte si lo que ahora vamos a ver sucedió exactamente pasado el entierro o antes, pero me inclino a creer que haya sobrevenido, aquella cólera de Ascanio, quizás después de haberle dejado solo con Flavia-rosa, en aquella mañana, ¿recuerdas?, en que sintió compasión por él y le acarició el cabello: era que Agnesse había desaparecido. Ascanio se levantó lentamente, alzó los brazos, cerró los puños y envió al espacio inmenso de los cielos una espantosa blasfemia que hizo temblar el eje de la esfera y provocó cataclismos en cadena en lugares remotos. Me resisto, ya ves, a repetirla, ni siquiera como fidelidad a la Historia, por miedo de que nos suceda algo. Lanzó con voz tonante una blasfemia, y la gente que oía sin quererlo se echó a temblar, porque Ascanio no había blasfemado nunca, y lo que es más grave, no había dado pie jamás a que pensase nadie que acabaría un día por hacerlo, en vista de lo cual los cogió a todos de susto, a quienes escuchaban y al mismo aire. «¡Ha blasfemado!», dijeron los hombres a los hombres y las piedras a las piedras, y cuando llegó la noticia a Flaviarosa, quedó como de un paralís y dijo algo así como esto, o lo pensó: «¡Nunca creí que la quisiera tanto!». Nosotros tampoco lo hubiéramos creído, Ariadna, por falta de antecedentes. Las noticias al respecto fueron escasas, no por mi culpa. Llegamos a saber que sí, que la amaba, pero ignorando la manera y el grado de intensidad, sobre todo de intensidad, y el trabajo que le costaba no llevarla a la cama. Y ahora resulta que la quería tanto, que el dolor le llevó a blasfemar, lo último que se podía esperar de él, protesta contra la voluntad del cielo, y es de suponer que la blasfemia había que interpretarla además como indicio de que Ascanio dimitía de todo, lo primero del miedo a los infiernos; que lo arrojaba todo por la borda y que se quedaba solo con esta soledad del amor sin esperanza. «¡Que me traigan en seguida al obispo! -clamó después-. ¡Que me lo traigan maniatado, si es menester!», y algún esbirro en pareja salió corriendo en busca del obispo, sin otra precaución que llevar también un coche: porque haría muy feo, pese a todo, que el obispo viniera maniatado por la calle.

[4] Existe una leve coincidencia, quizá sólo aparente, entre este momento de la narración, y otro del Misserere de Bécquer. Pues no es coincidencia, sino imitación deliberada, y si se quiere, plagio. Y, para que conste, expido la presente aclaración, en tal lugar del globo, a tantos de tantos, etc. Puedo añadir que lo hice porque me convenía, y que si lo declaro no es más que para enterar a los que no han leído a Bécquer.