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Al llegar a este instante de la escena, una humareda de tronco que ardía mal, ocultó el salón de la Señoría donde Ascanio escondía su debilidad, y cuando el humo se disipó, lo que vi fue la procesión de las Tres Sillas de Manos, la del medio vacía y con crespones negros, que salían de casa y que, pasado el palacio, torcían por una calleja estrecha y se metían por los sombríos vericuetos de la antigua judería. Llegaron a una casa con un gran patio en el que se veían estatuas grandes y pequeñas, ya de diosas paganas, ya de santas cristianas, en mármol blanco y en madera. No había nadie a la vista, pero la Vieja, sin descender de la silla, silbó metiéndose los dedos en la boca, silbó como si fuera el comandante de un navio, y a aquella orden alguien obedeció, porque primero vino un hombre que parecía criado y lo era, y después otro hombre que también parecía criado y que no lo era, y a este último encargó la Vieja la mascarilla de la Muerta, la delantera de una cara en escayola, con colores en el rostro y en los labios, aquéllos más de manzana, éstos de sangre, como habían sido en vida de porcelana, y así las cejas, y asado las pestañas, y de este azul profundo los ojos entreabiertos. El escultor la había escuchado en silencio, y cuando hubo concluido la Vieja su descripción de la cara apetecida, el escultor le advirtió que muy bien, que lo haría en seguida, pero que no encontraba nada apropiados aquellos colorines para la máscara de alguien a quien iban a enterrar, pues si se la contemplaba con ellos, la tomarían por viva, y nadie sentiría compasión y menos aún indignación; pero que si la pintaba con la palidez de la muerte, otra cosa sería, conmovedora, dramática y patética. La Vieja le preguntó a su hermana que qué le parecía, y antes de que la Tonta pudiera dar su opinión, agradeció al escultor su advertencia y le otorgó carta blanca verbal para que le preparase un rostro lo más convincente posible, sin importarle la estética por la que el escultor se inclinase, y que lo quería para pronto, puesto que aquella misma tarde proyectaba abrir la capilla ardiente, para lo cual requería aquel rostro, sin el que el resto de la cara, con tantas arañas dentro, hacía feo. El escultor aseguró que tardaría pocas horas, porque con el calor se secarían muy pronto la escayola y la pintura, y que contase con él para la caída del sol. «¡ Ay, si es así, te pagaremos en oro! Una moneda por lo menos, o quizá dos, ya se verá.» Después, Las Tres Sillas de Manos se marcharon. La Tonta, muy contenta de que su hermana volviera a tener cara.

2- – Si vuelves unas páginas atrás, puedes hallar, al final de un capítulo, la imagen, quizá sólo mención, o, no sé bien, una alusión, en la que anuncio tu regreso: resultó aquella anticipación que hice de tu futuro, aquel atrevimiento contra el Destino del que intenté sacar seguridades y obtuve únicamente perplejidad, que es lo que hace la profecía, aumentar la inquietud, acierte o no. Esa tarde de Thanksgiving , aquel anochecer más bien, mientras en mi cabeza daba vueltas lo que podía estar siendo y lo que estaba pasando, se me roló el viento del temor, ya lo sabes, eso del sentimiento es tan veleidoso como el tiempo que hace, y hallé un poco de sosiego, una esquinita de esperanza, en el recuerdo de lo que antes había averiguado, aquella escena inventada enteramente por mi deseo, al final de la cual fracasaba tu amor, impotente contra la evidente limitación, aunque invencible, de Claire. Me entretuve, cansado; os contemplé, en un dúo culminante de melodrama, con la nieve cadente como fondo, imágenes fugaces apenas columbradas, y me quedaron, de aquella fantasía, en el recuerdo, tus manos involuntariamente implorantes, y el mirar desdeñoso del semimacho demasiado inteligente. Lo encontraba tan lógico, aquel desenlace soñado, que lo acepté sin indignarme, como se acepta el resultado fatal de una ecuación. Pero, entiéndelo bien, no pienses, no creas nunca que alcancé semejante seguridad después de un razonamiento más o menos implacable, sino sólo dejando que las imágenes, antes entristecedoras, vivieran solas, como si fueran ellas mismas Claire y tú. Cómo tú y Claire vivían, y yo, mero testigo. Pero, entiéndelo bien, antes y después iban guiadas por algún sentimiento mío, empujadas por él hacia el final apetecido y tranquilizador: y no hay que asombrarse: después del sufrimiento, mi corazón apetecía el descanso.

De modo que me quedé sorprendido, primero, cuando apareciste ante la puerta sin avisar con el claxon desde la orilla, cuando golpeaste fuera y dijiste: «Soy yo, ábreme»; y, después, cuando al abrir, vi tu rostro inexpresivo, quieto, que me miraba como a un muerto, y oí tu voz que decía: «No me preguntes nada, déjame» y me apartaste con suavidad decidida, y marchaste a tu cuarto. Cerraste la puerta, no el pasador (al menos no lo oí), y te dejaste caer en la cama (su ruido pude escucharlo). Yo, de pie, arrimado a alguna parte, la puerta acaso, o la pared, no sabía qué hacer ante este modo de tu llegada, que yo no había previsto, que no estaba preparado para recibir. Y, después de todo, lo pienso ahora, lo veo claro, ¿qué soy yo para ti? Uno al que has encontrado, lejos él de su raíz, tú de la tuya, puro presente ambos, más o menos; alguien que tiene puesta la vida en el recuerdo sin compartir y en la lejanía, y del que, al encontrarlo, al meterlo en tu vida, te llega una apariencia que te roza, que incide acaso en la tuya, pero que no puede alcanzar, así, sencillamente, esa brasa candente, aunque quizá velada por la ceniza, en que reside y se resume lo que eres. Gente como nosotros, así, emigrantes casualmente reunidos, pueden ir a la cama una noche de orgía o de tedio, acaso también de soledad; pueden, como nosotros, charlar incansablemente y contarse algunas cosas, verdaderas o simplemente soñadas. Las que tú me contaste, por ejemplo; pero, ¿qué puedo reconstruir de ti, si no son relámpagos remotos que se escaparon en alguna conversación? Lo mismo que tú de mí. Sí, lo comprendo: para que te sentases a mi lado, para que llorases junto a mí, para que el relato de lo acontecido entre Claire y tú te dejase tranquila y recobrada, hubiera sido necesario saber mucho más el uno del otro, saberlo todo, ser para el otro sin secretos -o bien esa amistad más bien imaginaria, más bien idealizada, yo no sé si existe fuera de las novelas, una amistad así, que te hubiera llevado a contarme, sin previa explicación, como lo natural, como lo necesario, ese episodio de tu historia. ¡Y pienso ahora, muchos días después, cuando empiezo a sosegarme, que si lo de Claire no hubiera fracasado, que si te hubieras quedado con él, seríais del mismo modo casi dos desconocidos que cohabitan e incluso creen amarse, pero se ignoran y seguirán ignorándose! Peor aún: Claire representó contigo, durante más de dos años, un papel tras el que disimulaba yo no sé qué, acaso tú tampoco, fuera de su sabida deficiencia. Intentaba ligarte para siempre a una mentira artística, a una máscara hermosa, a un personaje literariamente irreprochable. Pero, ¿no llevaría a fatigarte que te dijera siempre «¡Te quiero!» con versos de su abuelo o de cualquier otro poeta? Voy pensando que su incapacidad es algo más que amorosa; que no puede tampoco decir sus sentimientos con sus palabras propias porque no siente: ya es mucho que te diga lo que piensa.

Todo esto, Ariadna, ahora se me ocurre. Aquella noche no podía pensar. Te sabía tan cerca, dolorida, desventurada, y no hacía más que preguntarme por qué, si yo era tu remedio, no lo buscabas. Fíjate bien, Ariadna: esperaba algo similar a esto: abrir tú la puerta, quedar en ella a contraluz, estampa de la desolación desmelenada; llamarme por mi nombre y pedirme que entre. Y una vez juntos, no decirnos palabra (todo queda supuesto); pero el modo de llorar que tienes en mi hombro me anuncia que al fin has comprendido. Después de aquella noche, elucubré que hubiera debido suceder justamente lo contrario: abrir yo tu puerta, quedar en ella (y no a contraluz, porque el salón estaba a oscuras) y decirte que no llorases más. Una solución y otra, no sé cuál de ellas más desatinada, partían del supuesto, de mi convicción inquebrantable, pero muy pronto quebrantada, de que te habías equivocado enamorándote de Claire, y de que al comprender tu error te volverías a mí, o, más exactamente, vendrías, después de haber comprendido, así, de golpe, como una revelación o un estallido, mi amor inmenso, etc. Ya ves el tiempo que ha pasado: pues admito que no me hayas amado jamás y que no hayas podido amarme, y que si una vez estuvimos a punto de besarnos, fue únicamente el efecto de ciertas circunstancias que no comprometían tu corazón. Hubiera sido un error el habernos besado aquella noche, el habernos dejado arrastrar… Lo impidieron, ¿recuerdas? las Hermanas Siniestras.

Pasé la noche ante tu puerta, de pie o sentado. Jamás la hubiera abierto, porque supe siempre respetar la voluntad ajena, y eso fue lo que me tuvo quieto y silencioso. Yo no sé si, hacia la madrugada, hubo un momento en que quedé traspuesto. Oí ruido en tu cuarto, volví a esperar, adiviné que preparabas tu maleta y me escondí. Saliste, después, sin hacer ruido: te vi, desde mi ventana a oscuras, ir al embarcadero, entrar en el esquife y bogar hasta la otra orilla. También oí el motor de tu coche, que tardó en encenderse, frío como estaba de aquella noche de nieve. Y me quedé sentado, con el mirar perdido en los árboles blancos, en la profundidad oscura de los árboles. En aquel momento supe que nuestra historia había terminado.

Los relatos de amor, Ariadna, deberían contarlos sólo las mujeres, porque en su corazón está siempre la clave, y en el nuestro la pasión que no entiende e imagina. ¡Lo que tú podrías escribir, leído este cuaderno, y cómo quedaría en claro lo que ahora no lo es! Añadirías nada más que un par de páginas escuetas, pero explícitas, de las que se podría inferir que la única razón de que no me hayas amado es que no me has amado, eso tan simple que yo complico con las galaxias remotas y con el desconocible secreto de la vida. El mundo recupera el orden alterado cuando el amor del varón halla correspondencia; ante el no, el mundo se desconcierta, todo queda fuera de lugar, y una incomprensión general acompaña al sentimiento decepcionado. Tendemos (debes saberlo, tú, que leíste bastante poesía) a involucrar el universo y a los dioses en el fracaso sentimental, a dar dimensiones cósmicas a lo que no va más allá de las paredes de una alcoba (recuerda lo que decía alguna vez sir Ronald Sidney). Admito que esta carencia del sentido de la proporción, que este desplazamiento de la realidad hacia los mundos inventados, haya engendrado excelente poesía; pero, ¿no convendría tener en cuenta el otro punto de vista, ese que reduce la pasión a sus límites y lo expresa con palabras sencillas y suficientes? Acabo de mentar un par de páginas. ¿No bastaría una frase breve para que lo nuestro quedase perfectamente explicado por lo que a ti respecta?: «¿Por qué lo iba a querer, si no me gusta?».