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– No, Dicke, te equivocas… yo quise hacer de ella mi pensamiento eterno y único. Eso es todo.

La Dicke rió estruendosamente y acercó el rostro al de su amo con una ferocidad de pantera.

– No volverá ya. Usted va a morir. Quizás la encuentre en otra parte. Ella nunca abandonó su tierra original. Sólo vino a pasar un rato aquí. Tenía que regresar a los brazos de él. Y él nunca regresará. Resígnate, Gabriel.

– Está bien, Dicke -suspiró el maestro.

Pero para si decía: Nuestra vida es un rincón fugitivo cuyo propósito es que la muerte exista. Somos el pretexto para la vida de la muerte. La muerte le da presencia a todo lo que habíamos olvidado de la vida.

Caminó con paso lento hasta su recámara y miro con atención dos objetos posados sobre la mesa de noche.

Uno, la flauta de marfil.

Otro, la fotografía enmarcada de Inez vestida para siempre con los ropajes de la Margarita de Fausto, abrazada a un joven de torso desnudo, sumamente rubio. Los dos sonriendo abiertamente, sin enigma. Nunca más separados.

Tomó la flauta, apagó la luz y repitió con gran ternura un pasaje del Fausto.

La criada lo escuchó de lejos. Era un viejo excéntrico y maniático. Ella se deshizo las trenzas. La cabellera larga, blanca, le colgaba hasta la cintura. Se sentó en la cama y alargó los brazos, musitando una lengua extraña, como si convocara un parto o una muerte.