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Una noche habrá una gran alharaca y todos correrán fuera de sus viviendas a ese espacio, convocados por los tambores que ya habrás escuchado pero también por una música nueva, rápida como el vuelo de las aves raposas, sólo que de una dulzura que nunca habrás oído antes…

Los hombres habrán excavado un espacio más profundo que ancho y de la casa grande y amarillenta como una gran boca de muelas enfermas saldrán cargando el cuerpo de un hombre joven y desnudo, seguido por la marcha lenta y en su lentitud misma tan rabiosa como adolorida, de un hombre de largo pelo blanco y espaldas cargadas, con el rostro cubierto por una máscara de piedra y el cuerpo protegido por pieles blancas. Le precederá otro muchacho, desnudo como el cadáver, portando una vasija. Los hombres depositarán en tierra el cuerpo joven y el viejo se acercará a mirarlo, quitándose por un momento la máscara de piedra y paseando los ojos de los pies a la cabeza del cadáver.

Tendrá un rostro amargo, pero sin la voluntad necesaria para oponerse y actuar.

Luego los hombres descenderán el cuerpo al hoyo y el viejo enmascarado vaciará lentamente sobre él la vasija de perlas de marfil que tendrá el adolescente triste entre las manos.

Entonces surgirá el canto que tú esperabas desde el principio, a-nel, como si todos aguardaran la ocasión única para unirse al coro plañidero, los gritos, las caricias, los suspiros que el viejo escuchará impasible, regando las perlas sobre el cadáver hasta que, fatigado, se apoyará en dos hombres que lo regresarán a la casa de marfil al son de la música triste y dulce del cilindro con hoyos mientras los demás hombres de la empalizada seguirán arrojando objetos a la tumba abierta.

Esa noche, ne-el te mostrará un objeto robado de la tumba. Es el cilindro de hueso con numerosos hoyos. Ne-el se lo llevará instintivamente a la boca, pero tú, instintivamente también, colocarás tu mano sobre el instrumento y la boca de ne-el. Temerás algo, sospecharás más, sentirás que tus días en este lugar no serán pacíficos, desde la aparición de la mujer con el bastón te convencerás de que este lugar no es bueno…

Habrá un presagio en el vuelo de las auras sobre los campos donde tú trabajarás la mañana después del funeral del hombre joven. Ne-el regresará con más noticias. Los cazadores hablarán aunque las mujeres callen. Ne-el aprenderá rápidamente las palabras clave del lenguaje de la isla y te dirá, a-nel, ese muchacho es el hijo mayor del viejo, ese viejo es el que manda aquí, ese muchacho muerto sería quien lo sucediera en el trono de marfil, el primero entre todos los hijos del basil , así llaman al viejo, fader basil , tiene varios hijos que no serán iguales entre si, habrá el primero, el segundo y el tercero, y ahora el segundo será el preferido y el que suceda al viejo fader basil . Se dirán cosas terribles, a-nel, se dirá que el segundo hijo habrá matado al primero para ser él mismo el primero, pero entonces, dirá a-nel, ¿no temerá el viejo que el segundo también lo mate a él para ser el nuevo fader basil ?.

Callarás, a-nel. Yo oiré más y te contaré.

¿Entenderemos?

Que si. No sabré por qué, pero creo que sí entenderemos.

Ne-el, yo también estoy entendiendo lo que dicen las mujeres…

Ne-el se detendrá en la puerta y volteará a mirarte con una inquietud y un asombro que son como la división entre adentro y afuera, ayer y hoy.

Detenido a la entrada de la choza, con la luz amarillenta a sus espaldas, te pedirá…

A-nel, repite lo que acabas de decir…

Yo también entiendo lo que dicen las mujeres…

Eso sé.

¿Entiendes o entenderás?

Entiendo.

¿Sabes o sabrás?

Supe. Sé.

¿Qué sabes?

Ne-el, hemos regresado. Ya estuvimos aquí.

Eso se.

Se mueve el cielo. Las nubes veloces no sólo cargan aire y rumor; vienen poseídas de tiempo, el cielo mueve al tiempo y el tiempo mueve a la tierra. Las temporadas se suceden como rayos instantáneos o inasibles, pero jamás precedidos por el rumor del trueno: caen rasgando el firmamento y los ríos vuelven a correr, los bosques se inundan de olores profundos y los árboles renacen, vuelan los pájaros amarillos, petirrojos, coliblancos, las crestas negras y los abanicos azules: crecen las plantas, caen los frutos, y más tarde las hojas y los bosques vuelven a desnudarse cuando ne-el y tú conservan el secreto de su pasado resurrecto.

Han estado aquí.

Conocen la lengua de este lugar, la lengua regresa y en ese mismo instante nadie les hace caso porque la viuda del primer hijo del jefe se ha arrojado cubierta de pieles negras sobre la tumba de su marido, lanzando imprecaciones contra el segundo hijo, acusándolo de asesinar al primogénito, acusando al viejo fader basil de ceguera e impotencia, indigno de ser el basil , hasta que la compañía de hombres con lanzas irrumpe en el espacio abierto frente a la casa de osamentas y a la orden de un joven hombre de negro pelo trenzado, labios largos y mirada veloz y furtiva, gestos implacables pero ciertos y postura inaugural, adornado por argollas de metal en las muñecas y collares de piedra en el cuello, da la orden de alancear a la mujer, si tanto quiere a su marido difunto, que se una para siempre a él, es tu hermano, logra gritar la viuda antes de callar, bañada en sangre.

Con la humedad de la sangre, la mujer parece hundirse en la tierra mojada y convertirse en una sola con el cadáver de su joven esposo.

No quiero salir, dices abrazada a tu hija. Tengo miedo.

Sospecharán, te contesta ne-el. Sigue trabajando igual que siempre. Igual que yo.

¿Recuerdas algo más?

No. Sólo la lengua. Al regresar la lengua, regresó el lugar.

Supe que habíamos estado aquí.

¿Los dos? ¿Sólo tú?

Él se quedó callado un largo rato y acarició la cabeza rojiza de la niña. Miró los muros de su vieja patria. Por primera vez a-nel vio vergüenza y dolor en la mirada del padre de su hija.

Sólo sé pintar sobre piedra. No sobre tierra. O marfil.

Contéstame -le dice con voz baja y angustiada-. ¿Cómo sabes que yo también estuve aquí?

Él vuelve a callar pero sale como siempre a la caza y regresa con el rostro ensimismado. Así pasan muchas noches. Tú te alejas de él, te abrazas a la niña como a tu salvación, tú y él no se hablan, pesa sobre los dos un silencio más encadenado que cualquier cautiverio, cada uno teme que el silencio se vuelva odio, desconfianza, separación…

Al fin, una noche ne-el no resiste más y se arroja llorando en tus brazos, te pide perdón, cuando el recuerdo regresa ya ves que no siempre es bueno, la memoria puede ser muy mala, creo que debemos bendecir y añorar el olvido en que vivíamos porque gracias al olvido nos juntamos tú y yo, pero además -te dice- los recuerdos de un hombre y una mujer que se reencuentran no son iguales, uno recuerda algunas cosas que el otro ha olvidado, y al revés, a veces se olvida porque el recuerdo duele y hay que creer que lo ocurrido nunca ocurrió, se olvida lo más importante porque puede ser lo más doloroso.

Dime lo que yo he olvidado, ne-el.

No quiso entrar contigo. Te guió hasta el lugar pero allí él tomó a la niña de pelo rojizo y ojos negros entre los brazos y te dijo que regresaría a la casa para que nadie sospechara, y para salvar a la niña, afirmaste, queriendo preguntar.

Si.

Era un montículo de tierra cocida cubierto por las ramas del bosque, disimulado por ellas. tenía un hoyo en la cúpula y muchas ramas colgando de lo alto y metiéndose por allí dentro de la choza de tierra. había otro hoyo a ras de tierra.

Por allí entraste a cuatro patas, tardando en acostumbrarte a la oscuridad pero embargada por los pungentes olores de hierba podrida, cáscaras vaciadas, semillas viejas, orin y excremento.

Te guió el ronroneo de una respiración incierta, como si proviniera de alguien capturado sin saberlo entre la vigilia y el sueño, o entre la agonía y la muerte.

Cuando al fin tu mirada se hermanó con la penumbra, viste a la mujer recostada contra el muro cóncavo, cubierta de mantas pesadas y rodeada de rumiantes de lomo gris y vientre blanco que acompañaban a la mujer con el olor más fuerte de todos. Lo reconociste por tu vida en la otra orilla, donde las falanges de almizcleros se refugiaban en las cavernas y las llenaban de ese mismo olor segregado de crepúsculo. Cerca de ella había también cáscaras de fruta y huesos roídos.

Ella te miraba desde que entraste. La sombra era su luz. Yerta, no parecía tener fuerzas para moverse de ese sitio escondido en el bosque afuera de la empalizada de marfil.

La mujer mantenía los brazos escondidos bajo las mantas. La súplica de su mirada bastaba para llamarte a su lado. El techo era muy bajo y cóncavo. Te hincaste junto a ella y viste dos lágrimas rodar por sus mejillas arrugadas. No hizo nada para enjugarlas. Mantenía los brazos guardados bajo las pieles. Tú la limpiaste tomando mechones de su larga y dura cabellera blanca para limpiarle el rostro de ojos profundos, brillantes, sumidos en el perfil de anchas aletas nasales y boca grande, entreabierta, babeante.

Volviste, te dijo con la voz trémula.

Tú dijiste que si con la cabeza, pero tu mirada delataba tu ignorancia y tu desconcierto.

Supe que volverías, sonrió la anciana.

¿Era anciana en verdad? Lo parecía por la cabellera blanca y desordenada que le escondía las facciones más allá de ese perfil emocionado y extraño. parecía vieja por la postura inánime, como si el cansancio fuese ya la única prueba de su vitalidad. Más allá de la fatiga que sentiste al verla, sólo habría la muerte.

Te dijo que podía verte muy bien porque estaba acostumbrada a vivir en tinieblas. Su olfato era muy vivo porque era su sentido más útil. Y debías hablarle en voz baja porque viviendo en el silencio sabia distinguir los murmullos más lejanos y las voces altas la llenaban de espanto. tenía las orejas muy grandes: se apartó la cabellera y te mostró una oreja larga y velluda.

Ten piedad de mi, dijo la mujer súbitamente.

¿Cómo?, murmuraste, obedeciéndola instintivamente.

Recordándome. Ten piedad.

¿Cómo te recordaré?

La mujer sacó entonces una mano de debajo de las pieles que la arropaban.

Extendió un brazo cubierto de pelo grueso, entrecano. Mostró un puño cerrado. Lo abrió.

En la palma color de rosa descansaba una forma ovoide, gastada, pero que a pesar del uso no alcanzaba a disimular lo que era. Adivinaste, a-nel, una forma de mujer con cabecita estrecha y desdibujada, seguida de un cuerpo ancho con grandes senos, caderas y nalgas, hasta desaparecer en piernas y pies diminutos.