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De tan desgastada, la materia se estaba volviendo transparente. Las formas originales desaparecían hasta volverse ovoides.

Ella puso el objeto en tu mano sin decir palabra.

En seguida te abrazó.

Sentiste su piel rugosa y peluda junto a tu mejilla pulsante. Sentiste repulsión y cariño al mismo tiempo. Te cegó el dolor inesperado y desconocido de la mitad de tu cabeza pulsante, un dolor idéntico al esfuerzo que hacías por reconocer a esta mujer…

Entonces ella se descubrió y te empujó suavemente hasta recostarte a sus pies boca arriba pero con la cabeza por delante y abrió las piernas cortas y velludas y mezcló un grito de dolor con otro de placer mientras tú yacías de espaldas, como si acabaras de salir del vientre de la mujer y entonces ella sonrió y te tomó de los brazos, te atrajo y tú miraste la rajada de su sexo como una fresa abierta y ella te atrajo hasta su rostro y te besó, te lamió, escupió lo que extrajo de tu nariz y tu boca, acercó tus labios a sus senos flácidos, rojos y velludos, luego repitió en pantomima el acto de alargar los brazos hasta su sexo desprotegido y hacer como si tomará tu cuerpo recién nacido, sin esfuerzo, con los brazos largos hechos para el parto solitario, sin ayuda de nadie…

La mujer unió con satisfacción los brazos, te miró con cariño y te dijo sálvate, corres peligro, nunca digas que viniste aquí, conserva lo que te di, dáselo a tu descendencia, ¿tienes hijos, tienes nietos?, no quiero saberlo, acepto mi suerte, he vuelto a verte, hija, es el día más feliz de mi vida.

Se incorporó y se movió en cuatro patas mientras tú salías, gateando, del recinto oscuro.

Tu desconcierto amoroso te hizo voltear la cara a unos pasos de allí.

La viste colgando de un árbol, despidiéndote con un brazo largo y una mano peluda de palma color de rosa.

Le dijiste con los ojos llenos de lágrimas a ne-el que tu único trabajo en este lugar era cuidar a tu hija y a la mujer del bosque, servirla, devolverle la vida.

Ne-el te tomó de los brazos y te trató por primera vez con violencia, no puedes, te dijo, por mí, por ti misma, por nuestra hija, por ella misma, no digas lo que has visto, tú no podías recordarla, es mi culpa, no te debí llevar, me dejé arrastrar por la piedad, pero yo si, recordé, a-nel, somos hijos de madres distintas, no lo olvides, madres distintas, claro, ne-el, lo sé, lo sé…

Si, pero del mismo padre, dijo esa noche el hombre joven de cabellera trenzada, piel oliva y joyería ruidosa. Ahora miren a su padre. A nuestro padre. Y díganme si merece ser el jefe, el padre, el fader basíl .

Lo bajaron de la casa de marfil desnudo salvo un taparrabos. En el centro de la plazoleta había un tronco de árbol despojado de ramas. Una columna engrasada, dijo el hombre de las trenzas, para ver si nuestro padre puede subir hasta el remate y demostrar que merece ser el jefe…

Hizo sonar las argollas de sus brazos y el viejo fue soltado y aproximado a la columna por los guardias con lanzas.

Sentado en un tronco de marfil, el joven oscuro le explicó a la joven pareja llegada de la otra orilla: El tronco está engrasado de almizcle, pero aún sin grasa nuestro padre y señor no podría abrazarse y subir. No es un mono -rió- pero sobre todo no tiene vigor. Es tiempo de cambiarlo por un nuevo jefe. Ésta es la ley.

El viejo se abrazó repetidamente a la columna engrasada. Por fin se rindió. Cayó de rodillas y bajó la cerviz.

El joven sentado en el trono hizo un gesto con la mano.

De un solo tajo de hacha el verdugo cortó la cabeza del viejo y se la entregó al joven.

Éste la mostró en alto tomada de la luenga cabellera blanca y la comunidad gritó o lloró o cantó su júbilo ensayado, tú sentiste el impulso de unirte a la griteria, de convertirla en algo más parecido al canto. Oscuramente, respetas esos gritos porque sientes que si ne-el recuperó la memoria gracias a la lengua, tú solo puedes recobrarla gracias al canto, los gestos, los gritos que te embargan porque has regresado al estado en que te encontrabas cuando primero los necesitaste: temes que has regresado al estado en que te encontrabas cuando por primera vez tuviste que gritar así…

El nuevo jefe levantó de las mechas la cabeza del viejo jefe y la mostró a los hombres y mujeres de la comunidad de la estacada de huesos. Todos cantaron algo y empezaron a dispersarse, como si conociesen los tiempos de la ceremonia. Pero esta vez el nuevo jefe los detuvo. Dio un grito feo, ni de animal ni de hombre, y dijo que no terminaba allí la ceremonia.

Dijo que los dioses -todos se miraron entre si sin entender y él repitió: los dioses- me han ordenado cumplir este día sus órdenes. Ésta es la ley.

Les recordó que se acercaba el tiempo de alejar a las mujeres y entregarlas a otros pueblos para evitar el horror de hermanos y hermanas fornicando juntos y engendrando bestias que caminan en cuatro patas y se devoran entre si. Ésta es la ley.

Les dijo con una mirada de sueño que algunos tenían recuerdo del tiempo en que las madres eran los jefes y se hacían querer porque amaban a todos sus hijos por igual, sin distinciones.

La gente gritó que si y el joven fader basil gritó más fuerte que cualquiera: Ésa fue la ley.

Les advirtió que debían olvidar ese tiempo y esa ley -bajó la voz y abrió mucho los ojos- y el que dijera que era mejor aquel tiempo y aquella ley que la ley del nuevo tiempo, seria decapitado como el inútil padre viejo o alanceado como la viuda plañidera y débil. Ésta es la ley.

Les instruyó mostrando los dientes afilados que éste era un tiempo nuevo en el que el padre manda y designa su preferencia por el hijo mayor pero si el hijo mayor prefiere el placer y el amor de una mujer al mando de hombres, debe morir y ceder su lugar al que si sabe y quiere mandar sin tentaciones y en soledad. Ésta es ahora la ley. El que manda vivirá solo, sin tentación o consejo.

El joven basil hizo un gesto con los brazos que provocó la gritería alborozada de la comunidad.

Luego dijo, aplacando las voces, que éste era el orden nuevo y todos debían respetarlo.

Cuando la madre mandaba, todos eran iguales y nadie podía sobresalir. Los méritos personales eran sofocados en la cuna. Era el tiempo de la imprevisión, del hambre, de la vida confundida con lo mismo que la rodeaba, el animal, la selva, el torrente, el mar, la lluvia…

– Ésa ya no es la ley.

Ahora era llegado el tiempo de un solo jefe ordenando las tareas, los premios y los castigos. Ésta es la ley.

Ahora es el tiempo cuando el primer hombre hijo del jefe será a su vez un día el jefe. Ésta es la ley.

Se detuvo y en vez de mirarlos, alejó la mirada que todos esperaban, de ti, de tu hombre y de tu hija.

El hermano y la hermana no fornicarán juntos. Ésta ha sido siempre la ley. La descendencia del hermano y la hermana culpables no tendrá alegría carnal. Ésta es la ley. La descendencia pagará la culpa de los padres. Ésta es la ley.

Entonces, en un solo instante imprevisible y con la fatalidad del rayo, los hombres al servicio del joven jefe apresaron los brazos de ne-el, le arrancaron a la niña, la abrieron de piernas y con una navaja de piedra le arrancaron el clítoris y te lo arrojaron, a-nel, a la cara.

Pero tú ya no estabas allí.

Tú huías de este lugar maldito sin más posesión que la estatuilla de mujer desvanecida, perdiendo la forma hasta convertirse en matriz de cristal apretada en tu puño y las siluetas para siempre grabadas de la memoria devuelta de tu hombre rubio y desnudo descubierta una antigua noche en el lodo del otro lado del mar y de tu hija de ojos negros y cabellera roja torturada y mutilada por órdenes de un rey enloquecido, un diablo posando como dios, y tú corriendo lejos, gritando y aullando, sin que te persigan, ellos contentos de que hayas visto lo que viste y tú condenada a vivir para siempre con ese dolor, con ese rencor, con esa maldición, con esa sed de venganza que nace en ti como un canto, devuelta a la pasión que puede dar nacimiento a una voz, liberando el canto natural de tu pasión, dejando que se vuelvan voz los violentos movimientos externos de tu cuerpo a punto de estallar…

Te acercas con tu grito a las bestias y a las aves que serán de ahora en adelante tu única compañia, poseída otra vez de un movimiento interno impetuoso al que le das una voz ululante y selvática, marina, montañesa, fluvial, subterránea: tu canto, a-nel, te permite huir del desorden brutal de tu vida entera aniquilada de un solo golpe por actos que tú no controlas ni entiendes, pero de los que te hacen culpable, los sumas todos y eliminas a la madre cuadrúpeda del bosque, al bello esposo que fue tu hermano, al hermano mayor dueño del poder y muerto antes de morir por la muerte que poseyó en vida, al padre decapitado despojado del vigor por la vida y de la vida por el cruel hijo usurpador; los eliminas a todos salvo a ti misma, tú eres la culpa, a-nel, tú eres la responsable de la mutilación de tu propia hija, pero tú no regresaras a pedir perdón, a recuperar a la niña, a decirle que eres su madre, que no le pase a la niña lo que te pasó a ti, separada para siempre de tu madre, de tu padre, de tus hermanos, de tu hermano muerto, de tu amante abandonado… Así llegas de vuelta, cruzando el mar de hielo, a la playa del encuentro y de allí a los valles congelados y de allí a la cueva pintada por ne-el y allí, a-nel, caes de rodillas y pones tu mano de madre sobre la huella dejada un día por la mano de tu niña recién nacida y lloras, juras que la recobrarás, que la volverás a hacer tuya, que se la arrebatarás al mundo, a los poderes, a los engaños, a la crueldad, a la tortura, a los hombres, te vengarás de todos ellos para cumplir con tu hija tu deber de madre y vivir con ella la vida unida que no pudieron tener hoy, pero que tendrán un mañana.