(Pedro -lo supe al día siguiente- volvió al amanecer. Los guardias le llevaron al monte de Candamo y allí fingieron fusilarle.
Pedro -lo supe al día siguiente- lo aguantó todo como siempre: sin despegar los labios.)
Juana tiene razón. Juana y todos los que tantas veces, a lo largo de estos años, me lo han repetido: «Tienes que marchar de aquí, Ángel. Esta tierra no tiene perdón. Esta tierra está maldita para ti.»
Tengo que marchar de aquí, sí. Pero ¿a dónde? Y, sobre todo, ¿cómo?
Si yo lo supiera, hace ya mucho tiempo que hubiera escapado sin tener que esperar a que nadie me lo dijera, sin tener que escuchar que lo mejor para mí sería beberme una botella entera de coñac y meterme un tiro, sin tener que llegar a oírle a mi propia hermana algo que -también lo sé- ella ha sentido más que yo decírmelo. Son muchos años sufriendo esta condena. Son muchos años de soportar detenciones y registros, de recibir en silencio golpes e insultos, de aguantar el aislamiento temeroso de los propios vecinos. Sí. Son muchos años sufriendo por este hombre desahuciado que se agarra con desesperación a la vida y que, en su desesperación, arrastra a todos los suyos.
Juana tiene razón. No puedo permanecer eternamente aquí, tumbado como un muerto boca arriba, sin luz, sin esperanza, con la mirada y el corazón siempre prendidos del vacío. Tengo que huir, romper este cerco angustioso que me empuja cada día un poco más hacia el suicidio. Tengo que escapar de esta tierra maldita y poner kilómetros de silencio y de olvido entre mí y mi recuerdo, entre mí y esta fosa donde el calor y la desesperación se funden en una sustancia putrefacta que comienza a invadir ya mi cuerpo igual que el de aquel hombre de Nogales que, al acabar la guerra, mientras Ramiro, Gildo y yo vagábamos por las montañas, se escondió bajo un pesebre de la cuadra y no volvió a salir más que al cabo de seis años, ciego, enfermo y corrompido, para que su mujer le enterrase de noche, a escondidas, en un rincón del huerto de la casa.
Juana tiene razón. Juana y todos los que tantas veces, a lo largo de estos años, me lo han repetido: aquí no hay esperanza ni perdón para mí.
Aquí sólo me queda ya esperar la muerte enterrado vivo.
Hiere la luz después de tanto tiempo. Hiere con un fulgor de nieve esta luz triste y helada que ahora nace. Después de tanto tiempo. Después de tantos días sin sentirla como se sienten en la piel la lluvia o la nostalgia. Hiere la luz y mancha mis sentidos oscurecidos por la noche, borrados por el viento, ahogados en los ojos de mi hermana cuando cerró la puerta a mis espaldas para, seguramente, no verme nunca más.
Poco a poco, la luz ha dibujado contra la mancha mortecina de la noche el viejo apeadero de Perreras: el tejado nevado, el andén solitario, los raíles roídos por el óxido y el hielo. Poco a poco, la luz ha diluido la nube del aliento que nacía entrecortada de mi boca. Han sido cuatro horas caminado por el monte hasta llegar aquí. Cuatro horas en medio de la noche, completamente a oscuras, completamente solo, sin fuerzas ya para mirar atrás ni para desear siquiera que amanezca. Como si el tiempo se hubiera detenido para siempre entre las cuatro paredes de mi casa. Como si la desesperación y el miedo que, en la fosa, inundaban mi memoria día y noche se hubieran diluido como polvo al contacto con el viento.
Pero ahora ya amanece en el viejo apeadero de Ferreras. Ahora ya amanece y esta luz que me hiere y me ciega también ha despertado los sonidos: el crujido de mis botas en la nieve, los perros invisibles y ateridos, el aullido de la brisa por el andén vacío. Y ese rumor lejano, como de hierros negros, que comienza a acercarse lentamente. Lentamente.
Los escasos viajeros me han mirado con más sueño que sorpresa. Quizá les ha extrañado mi palidez mortal -los días bajo tierra- y la evidente antigüedad de estas botas y este abrigo que un día fueron de mi padre y que hoy me acompañan a mí en este largo viaje hacia el olvido o hacia la muerte. Quizá les ha extrañado mi silencioso nerviosismo; pero apenas me han mirado brevemente, distantes, sin sorpresa, y han seguido dormitando en sus asientos.
Yo busco el mío junto a una ventanilla, cerca de la puerta. Dejo la maleta en el suelo, entre las piernas, y, ya sentado, con la gorra inclinada hacia los ojos, repaso mentalmente mi equipaje inconfesable: el dinero cosido en el forro del abrigo, la documentación falsa, la pistola que tiembla como hielo entre mis dedos, en el bolso, y ese plano arrugado, escondido en el fondo de las botas, que intentará ayudarme a atravesar de noche y por el monte la frontera. En el andén ya ha sonado la campana. Fría. Deshecha por el viento. Y el tren se pone en marcha muy despacio. Poco a poco, por el cristal empañado y helado, veo alejarse el andén solitario y el viejo edificio del apeadero. Poco a poco, por el cristal empañado y helado, veo alejarse entre los árboles las nevadas montañas de Illarga donde se quedan para siempre nueve años de mi vida y el recuerdo imborrable de los amigos muertos. Miro a mi alrededor: todos duermen. Me encojo bajo el peso del abrigo. Recuesto la cabeza en el respaldo del asiento. Sólo oigo ya el rumor negro y frío del tren que me arrastra. Sólo hay ya nieve dentro y fuera de mis ojos.