– Esta noche, mañana, no lo sé, Ángel. Está inconsciente, agonizando. El médico ha dicho que es ya cuestión de horas.

Pedro -la voz entrecortada por la subida al monte, la respiración encendida y rota- mira nervioso las sombras del redil en nuestro derredor, se recuesta en la tapia, rehúye el hielo súbito de mi mirada. Como si él tuviera la culpa de lo que está pasando. Como si él fuera el responsable de la noticia que acaba de alojarse en mi corazón como un disparo.

Él, que lo único que ha hecho es volver a poner en peligro su vida por mí.

– Juana quería avisarte antes, el viernes, cuando se puso malo -me dice tras una pausa-. Pero ¿para qué? ¿Para echarte más tierra encima?

Por el tejado roto, roído por la nieve, desvencijado, un grumo de luz mojada -de estrellas lejanísimas- se cuela oblicuamente iluminando los ojos de este hombre al que ni el riesgo, ni el temor, ni las presiones y amenazas de los guardias hicieron desistir de su deseo de casarse con mi hermana. Este hombre que ha comenzado a sufrir ya las consecuencias de entrar a formar parte de mi vida.

– ¿Qué piensas hacer, Ángel?

Pedro sigue recostado contra la tapia, inmóvil frente a mí, ahora ya otra vez mirándome.

Pero yo no puedo contestarle. Es como si el silencio, este silencio transparente y duro que, siempre, inevitablemente, se apodera de mí en ocasiones como ésta, convirtiera mi rostro en una mueca inexpresiva y fría, mi lengua en barro.

Únicamente puedo negar con la cabeza cuando insiste:

– ¿Necesitas algo?

En vano espera una palabra mía, una sola palabra. Un corazón helado es un paisaje sin viento ni sentido.

Pedro se incorpora nervioso, cada vez más nervioso, impaciente por regresar a casa.

– Tengo que irme, Ángel. Juana quedó sola con él, estará intranquila esperándome. Tú sigue atento a la ventana. Te tendremos al corriente de lo que pase.

Y, luego, ya en la puerta, despidiéndose:

– Lo siento mucho, Ángel. Sobre todo por ti.

– ¿Por mí?

He escuchado mi voz como si no fuera mía. He oído mis palabras como si yo no las hubiera pronunciado. Como si llegaran de algún lugar lejano en el que yo jamás hubiera estado.

– Juana me tiene a mí -dice Pedro-. A ti no te queda nadie.

Camino de la cueva, en medio de la noche, tropezando en las urces como un sonámbulo, el recuerdo de mi padre estalla en mi memoria deshecho en mil imágenes, en un alud de partículas hirientes y borrosas, como cristales rotos, que apenas logran ya alcanzar lo que el dolor oculta y cuyo último destino es el de irse corrompiendo poco a poco en el pantano sin fondo del olvido.

Camino de la cueva, el recuerdo de mi padre se hace sombra de luna, brezo, sangre.

No he podido aguantar más. No he podido soportar por más tiempo la angustia de la espera y el eco de este aullido que silba como el cierzo por las paredes de mi corazón.

Durante todo el día, he vigilado la ventana de mi casa esperando esa señal que me revele en la distancia el estado de mi padre. Durante todo el día, agazapado como un topo en la boca de la cueva, sin comer ni dormir, sin atender siquiera la obligada vigilancia de los guardias, he rastreado las continuas entradas y salidas de vecinos en mi casa intentando adivinar la expresión inalcanzable de sus caras a través de los prismáticos.

Durante todo el día, he vigilado en vano. Ninguna contraseña, ningún gesto, nada ha roto la corteza de silencio que rodea las paredes de mi casa.

Por eso, en cuanto cae la noche, cojo la metralleta y, sin pensarlo, me lanzo monte abajo.

Ahí están, como temía, apostados en el callejón trasero, vigilando la casa y esperándome. Esperando a que yo cometa el error de bajar a despedirme de mi padre.

Son tres. Y no abandonarán sus puestos hasta que el amanecer venga con su luz fría a relevarles.

Pero yo no he llegado hasta aquí para quedarme ante las puertas de mi casa. No he arriesgado mi vida esta noche para volver a la cueva con las manos vacías y este aullido de nieve royéndome las entrañas.

Sé que aún tengo una posibilidad. Una única posibilidad tan débil y arriesgada que, en cualquier otra ocasión, la hubiera rechazado de antemano. Pero que, hoy, al borde ya de la locura, con el instinto y la razón deshechos entre la bruma de la desesperanza, estoy dispuesto, pase lo que pase, a aprovechar.

Durante largo rato, agazapado entre los árboles, compruebo lo que ya suponía y esperaba: como de costumbre, los guardias centran su vigilancia en las entradas traseras de la casa. Uno en cada esquina y otro desde una tapia, cerrándome el camino hacia el pajar y hacia el pequeño ventanuco de la cuadra.

Así que, lentamente, me arrastro por los huertos hacia la parte delantera de mi casa, cruzo entre las carrizas el arroyo de las vacas y, como un vecino más que tras cenar y disponer el pasto del ganado acudiera a velar la agonía de mi padre, salgo al camino y avanzo decidido hacia esa puerta por la que nunca, y menos esta noche, podrían sospechar los guardias que yo me atrevería a entrar en casa: la puerta principal, la puerta delantera de la calle.

Esta puerta de nogal pesada y vieja que hacía ya diez años no empujaba.

Se han vuelto todos hacia mí, sobresaltados.

Bruscamente ha cesado el murmullo de las conversaciones y los rezos en voz baja y, como una ráfaga de nieve repentina, el silencio y el miedo han batido las paredes de este cuarto donde se escucha ya el rumor de limos de la muerte.

Se han vuelto todos hacia mí como si ésta acabara de hacer su aparición a mis espaldas.

Desde la puerta, la metralleta baja, recorro la habitación de una ojeada: los rostros silenciosos, asustados, de las mujeres que rodean como un retablo en negro el espacio de la cama: el resplandor amargo y verde del aceite de las lámparas: las miradas lejanas de los hombres, de pie junto a la ventana: el vaho del espliego: los ojos de mi hermana, al otro lado, junto a la cabecera donde una llama helada se desangra sobre el granate de las mantas iluminando la respiración profunda, entrecortada, de mi padre. Ajeno ya por completo a cuantos le rodean. Definitivamente hundido en ese río subterráneo que avanza por su boca y por sus brazos.

Ni siquiera reconozco a las personas que se apartan en silencio para dejarme paso. El vaho va borrando sus rostros a mi lado mientras, al fondo, el de mi padre se enmarca y agiganta, blanco de muerte sobre la superficie blanca de la almohada.

– Padre.

Cojo su mano y una lengua de hielo atraviesa la mía.

– Soy yo: Ángel. He bajado.

– No puede oírte, Ángel.

Es la voz de mi hermana. Está junto a mí, vestida ya de negro, con los ojos abrasados por las lágrimas.

Pero yo soy el que ya no puede oír. Yo soy el que no puede entender el sentido final de sus palabras y el que insiste una y otra vez apretando hasta el dolor la mano de mi padre:

– Padre. Estoy aquí. He venido. ¿No me oye? Soy Ángel.

– ¡Vete, Ángel! ¡Por el amor de Dios, vete de aquí! ¡Déjale en paz!

De pronto, la voz de Juana se ha quebrado en un aullido incontenible, en un grito que sacude las paredes y los rostros aterrados, pero que no consigue despertar de su sueño blanco los ojos de mi padre.

– ¿Qué quieres?!¿Acabar de matarle?!

Rompió a llover hacia la medianoche. Rompió a llover como si nunca más hubiera de volver a amanecer.

Pero lo hizo con una luz lechosa y fría. Con una luz empapada de ozono y limos grises que iluminó mi casa y, en la ventana, la negación del viento que jamás podrá volverme a abandonar.

Al mediodía, la lluvia ya amansada y el barro apoderándose del río y los caminos, los ladridos de los perros y las campanas de La Llánava entran a buscarme hasta el fondo de la cueva, hasta el rincón helado donde, durante horas, he tratado inútilmente de olvidar el ladrido de este perro que se alimenta de sangre dentro de mi corazón.

Ante la puerta de mi casa, bajo los paraguas, la gente espera ya la última salida de mi padre. Son como sombras negras, borradas por la lluvia y la distancia a través de los prismáticos. Sombras lejanas que seguramente ahora comentan en voz baja lo que todo el pueblo sabrá ya: que yo, anoche, estuve allí. Que yo, anoche, mientras ellos dormían, mientras el viento golpeaba los cristales de sus casas y los perros aullaban en las cuadras barruntando la llegada de la muerte, abandoné mi escondite en las entrañas de los bosques, atravesé los círculos concéntricos de la noche y el olvido e, inesperadamente, me presenté en mi casa para dar el último adiós a ese hombre que ahora es sacado de ella a hombros de sus vecinos para no regresar jamás.

Las campanas han comenzado a doblar con tristeza aún más profunda. Húmedas se estremecen por los tejados y los campos antes de deshacerse con un dolor de hierro contra las peñas ateridas. Brota la lluvia con fuerza repentina mientras el carro con el féretro se pone en movimiento delante de mi casa arrastrando tras de sí un reguero de paraguas y la leyenda de ese hombre indómito e invisible que anoche, una vez más, volvió a burlar la vigilancia de los guardias y que, sin duda, ahora les estará observando desde alguna parte. Ese hombre imaginado tantas noches, al calor de las cuadras y cocinas, inmortal como su sombra, lejano como el viento, valiente, astuto, inteligente, invencible.

Ese hombre al que el espejo de la lluvia, en la montaña, devuelve sin embargo la memoria de lo que siempre ha sido: un hombre perseguido y solitario. Un hombre acorralado por el miedo y la venganza, por el hambre y el frío. Un hombre al que incluso se le niega el derecho de enterrar el recuerdo de los suyos.

Cuando llego al camino, la lluvia ya ha cesado. Una luz gris, de luna lejanísima -(«Mira, Ángel. Mira la luna: es el sol de los muertos»)-, ilumina levemente la línea de los montes y el temblor estremecido de los árboles. El río baja bronco, enfurecido. Golpea con su aullido los troncos de los chopos y los tejados negros que duermen a lo lejos, entre las ramas rotas, de espaldas a este huerto solitario donde crecen las ortigas y el silencio desde la noche más lejana, desde el principio de los siglos.

La puerta está cerrada. Un candado de hierro guarda bajo su óxido el sueño de quienes ya cruzaron el río del olvido. Pero la tapia no es muy alta. Y un crujido de zarzas me espera al otro lado, me aplasta suavemente contra el barro.

Aquí están, al fin, silenciosos y grises delante de mis botas, los montones de tierra donde fermenta el tiempo, donde se pudren con mansedumbre antigua pasiones y recuerdos. Aquí están, como montañas de tristeza bajo una luna lejanísima y mojada: el de mi madre, cerca de la puerta, endurecido ya por el paso de los años: el de María, alzado solamente por entregarme a mí su soledad y su venganza: el de Benito: el de Teresa, la niña ahogada: el de Ramiro, en el rincón de los proscritos, borrado ya definitivamente por un montón de ortigas después de que su cuerpo calcinado fuese exhibido por los pueblos como un trofeo de caza.