– Toma -me dice-. Ábrele la herida con un cuchillo quemado y lávasela con esto.
Cojo el frasco que don Félix me ofrece.
– ¿Qué es?
– Alcohol -responde-. No se puede hacer otra cosa.
Y, luego, comenzando ya a retroceder sobre sus pasos:
– Si ves que la fiebre sube y el pie se le pone negro, entrégalo cuanto antes. Tendrán que amputárselo y no podrá seguir escondido.
Ha sido cerca ya de los invernales, en la cumbre de la collada que remonta el camino antes de dar vista al valle, cuando he escuchado los disparos. Una ráfaga seca, cortada, primero. Y, luego, apagándola, el estruendo simultáneo y violento de varias armas.
Instintivamente me he arrojado fuera del camino, sobre un charco. Me quedo inmóvil unos segundos, como una culebra, con la metralleta empuñada y la cara aplastada contra el barro. Me arrastro hasta un matorral. Escucho nuevamente: los disparos se oyen nítidos, cercanos: en los invernales.
La imagen de Ramiro devorado por la fiebre se clava en mi memoria mientras corro collada arriba entre los tojos mojados que se apartan, silenciosos, a mi paso.
He llegado muy tarde, sin embargo. Hubiera llegado tarde de todos modos por mucho que corriera. Un hombre solo, con una metralleta y dos bombas de mano, ninguna resistencia podría oponer a los numerosos guardias que en estos momentos rodean el invernal de Tina. Un hombre solo, con una metralleta y dos bombas de mano, lo único que ahora puede hacer es asistir como un testigo mudo, agazapado entre los tojos, al dantesco espectáculo que ahí abajo, en el valle, se está desarrollando: las vigas del tejado, la puerta y los postigos, la hierba almacenada en el establo, el invernal entero arde en medio de la noche convertido en una enorme pira. Llamas rojas, violetas, amarillas, muerden con rabia de mercurio las lábanas de piedra y las pizarras, se extienden a los árboles cercanos, se alzan por encima del tejado conviniendo la bóveda del cielo en una gigantesca fundición. Y una densa columna de humo negro se funde con la noche ofreciendo a un dios bárbaro e impasible el bramido brutal de las vacas abrasadas.
Los guardias han dejado de disparar. Seguramente aguardan, desplegados por las brañas, la irrupción desesperada de Ramiro y -pensarán también- la mía. Pero pasan los segundos, lentos, interminables, y el angustioso mutismo del invernal reaviva en mi corazón la llama de la esperanza: quizá Ramiro y Tina lograron huir a tiempo y ahora contemplan desde el monte, como yo, el incendio y el cerco de los guardias.
De pronto, sin embargo, dos disparos de pistola retumban dentro del invernal. Secos. Inequívocos. Brevemente aislados entre sí.
Casi a continuación, el tejado se desploma envuelto en llamas.