Estaban en el vestíbulo, en círculo: el portero, dos camareros y una camarera huidiza.

– El Director, ¿es usted?

– Profesor Viñals, de la Facultad de Derecho. Este es el portero de noche, estos dos, camareros de guardia. Puede usted preguntar lo que quiera.

– Ante todo, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde está el muerto?

Iba a hablar un camarero, pero el Director le detuvo con un gesto.

– El muerto es el Decano de la Facultad de Historia, don Federico Daoíz Perales. Quizás le conociera usted…

– No le conocía, pero he oído hablar de él. Un sabio, ¿no?

– De eso tenía reputación. Yo puedo añadirle que era un genio. He hablado mucho con él, casi todas las noches. Solíamos tomar juntos una taza de té. Precisamente hoy…

El Comisario le interrumpió.

– ¿Puede usted enseñarme el cadáver?

– Muy cerca de aquí en esta misma planta. Como le iba diciendo…

– Espere a que yo le pregunte. ¿Dónde está?

– Aquí, como le decía… Es esta planta. Sígame.

El Director del Colegio torció hacia la habitación del Decano. Le siguió el Comisario. Los demás, mudos, no se movieron. El Director, al salir, les había dicho:

– Ustedes, esperen.

Abrió la puerta de la habitación. El cuerpo del Decano seguía en el suelo.

– Ahí lo tiene. Nadie ha entrado, ni nadie ha tocado nada. Está como yo le vi cuando abrí la puerta.

– Usted, ¿para qué abrió la puerta?

– Le dije antes que solíamos tomar juntos una taza de té. Hoy me había citado para mi regreso. Estaba muy tranquilo: nadie diría que iba a suicidarse.

– ¿Por qué supone usted que se suicidó?

– No hay más que ver, esa cuerda alrededor del cuello. No parece verosímil que don Enrique se la haya puesto, ¿me comprende?

– ¿Don Enrique? ¿Quién es don Enrique?

– Don Enrique Flórez su auxiliar, un muchacho muy despierto, según dicen. Estaba con él cuando yo entré a decirle…

– Todavía no le he preguntado por lo que le dijo. Hábleme de ese don Enrique.

– Sé poco de él. Todo el mundo le tenía por su sucesor. Don Enrique va a hacer oposiciones, y el Decano aspiraba a una cátedra de Madrid. Era lógico, un hombre como él…

– Tampoco le he preguntado lo que era lógico. Para sacar las consecuencias lógicas estoy yo aquí.

El Comisario había entrado en la habitación. Inspeccionó el cuello del Decano, le abrió los ojos, cogió con mucho cuidado la taza del té y la dejó en el mismo sitio. Después examinó los objetos de la mesa…

– ¿Fumaba, el Decano?

– Él, sí. Yo, no. Ese puro con toda la ceniza quemada es el suyo. Presumía de no soltar la ceniza hasta arrojar la colilla. El otro medio puro y la ceniza en varios pedazos debe de ser de don Enrique. No sabía fumar puros, a lo que se ve.

– ¿Y este vaso?

– No lo sé. El Decano, a veces, bebía. Un poco de whisky con agua. Pero hoy no le vi con el vaso.

El Comisario cogió el vaso, lo olió y lo devolvió a su sitio.

– ¿Y esa ventana abierta?

– El Decano solía abrirla: la calefacción del colegio le resultaba muy fuerte. Aquí, en el Colegio, tenemos muy buena calefacción.

– ¿Vivía hacía mucho el muerto en este Colegio?

– Desde que lo destinaron a esta Universidad, el curso pasado, cuando se abrieron los estudios. Venía algo así como castigado.

El Comisario torció el morro.

– ¿Un rojo?

– No tanto como rojo, pero tampoco muy adicto al régimen. Un intermedio de esos, ya sabe usted. Un intelectual de los que no emigraron.

– Ya.

Se volvió hacia el Director.

– Voy a dar una vuelta por los alrededores. ¿Han avisado a alguien más?

– Al juez, por supuesto, y también al Rector, como es natural.

– Al juez es natural que se le avise. Al Rector… no tiene jurisdicción penal, ¿lo sabía usted?

– Pero es el Rector, y el muerto era un Decano… El Decano de Filosofía y Letras, nada menos.

El Comisario se ponía los guantes y se acomodó la bufanda.

– ¿Y cómo hicieron Decano a un rojo?

– Ya le dije que no lo era del todo. Un desafecto. Nada indicado para Rector, pero un Decano, ¿qué más da?

El Comisario guardó la pipa en el bolsillo del abrigo y se lo abrochó. Se puso el sombrero.

– ¿Por dónde se sale?

– ¿Quiere que le acompañe? Esto está en obras, hay zanjas y montones de barro.

– Gracias. Llevo mi linterna -respondió el Comisario, secamente.

Salió, atravesó el grupo del vestíbulo, dijo algo a los inspectores que guardaban la puerta y se perdió en la oscuridad. Al primer tropezón, encendió la linterna, iluminó el suelo, siguió el camino de unas huellas, pasó delante de la ventana abierta del Decano, volvió, examinó el alféizar y la pared, hasta el suelo. Tomó una muestra del barro pegado a la cal y la guardó en un papel de fumar que sacó de un bolsillo. Al entrar de nuevo en el Colegio, los inspectores no se habían movido, pero uno de ellos, señalando un coche apagado, le dijo que el Juez acababa de llegar, y que el automóvil que se acercaba sería seguramente el del Rector. El Comisario le dio las gracias.

– Ustedes no se muevan de ahí. Identifiquen a todo el mundo.

– Sí, señor Comisario.

El juez se hallaba reunido con el Director del Colegio y los demás, en mitad del vestíbulo.

Hablaba el Director, explicaba las costumbres del Decano muerto.

– ¿Y a usted le cogió de sorpresa el suicidio?

– Señor Juez, hay personas de las que no sorprende nada, ni aun esa determinación fatal. Pero el Decano no tenía, que se sepa, motivos para tomarla. Era un hombre alegre, seguro de sí mismo. Si me dijeran que había matado a alguien, lo creería. Pero suicidarse…

– Sin embargo, -dijo el Juez-, usted me dijo que se había suicidado.

– Es lo que me pareció a primera vista.

Terció el Comisario.

– Buenas noches, señor Juez. No nos hallamos ante un caso de suicidio, sino de asesinato.

El Director del Colegio quedó con la boca abierta y los ojos muy grandes.

– ¿Un asesinato? ¿Aquí, en mi colegio?

El Comisario cogió del brazo al Juez y lo empujó.

– Venga conmigo, señor Juez.

Se dirigió a los demás.

– Que no se mueva nadie de aquí. Quizás el señor Juez quiera hacer alguna pregunta. Yo, por supuesto, les haré algunas.

Entraron en la habitación del Decano. El aire se había enfriado. Ninguno de los dos se quitó el abrigo.

– ¿Cierro la puerta? -preguntó el Comisario.

– A esa gente no puede parecerle mal.

– Lo digo por si viene el Rector.

– El Rector poca vela tiene en este entierro.

– En realidad, señor Juez, lo que se dice vela en el entierro… él llevará la más grande.

La puerta cerrada, el Comisario saltó por encima del cadáver; el Juez se limitó a rodearlo por la parte de la cabeza. No puso atención, pisó el cordón, el Comisario gritó:

– ¡Cuidado! Si hay que sacar fotografías, ese cordón, como usted verá…

– Sí.

El cordón se había movido unos milímetros. El Comisario se arrimó al anaquel de libros, de espaldas a ellos, mientras el Juez husmeaba aquí y allá.

– Está claro, -dijo después de un rato-. Se trata de un suicidio.

– ¿Tiene usted mucha práctica en estos casos?

– No. Mi carrera es corta. Hasta ahora, algunos robos, algunas peleas. ¿Y usted?

– Yo tampoco tengo mucha práctica pero he leído novelas policíacas que son el mejor libro de texto y que suplen la experiencia. Están escritas por gente enterada, con más medios que nosotros, y, sobre todo, con más experiencia en cierta clase de crímenes, diríamos complicados. Aquí no pasamos del crimen pasional o de la reyerta entre payos y gitanos. Esos libros ilustran. En el frente, como usted sabe, hubo períodos de calma. Yo los aproveché leyendo.

Como quien no quiere la cosa se había desabrochado el abrigo, y mostraba la estrella de alférez de su solapa. El Juez no hizo ningún comentario.

– Por eso me inclino por la versión del asesinato.

– ¿Tiene usted algún motivo especial? ¿Hay algo en lo que yo no me haya fijado? El cadáver no presenta en el cuello ninguna rozadura, de modo que ese cordón es o parece un lujo inútil. Este hombre ingirió una cantidad de veneno que le causó la muerte. La autopsia y el análisis de ese té nos darán la respuesta. Todo me parece pensado, muy pensado, muy preparado. Fíjese, por ejemplo: si el veneno es de los de efecto inmediato, como parece, el muerto debía haber caído hacia atrás, y la taza que sostenía, ésa de ahí encima, debería haber caído y derramado el resto del té. Es muy probable, además, que se hubiera roto pues sin duda es de porcelana fina, incluso de marca. Al aparecer en su sitio, y el cadáver caído hacia adelante hay que suponer que el suicida mantuvo el buche de té en la boca sin tragarlo, hasta que dejó la taza en su sitio y él se colocó de espaldas a la mesa. Así se explica la posición en la que se le ha hallado. Es lo que se me ocurre.

– ¿Y la presencia de una persona?, ¿no ha pensado en ello?

– No.

– Fíjese en ese cenicero. Está claro que dos personas distintas fumaron sendos puros. Uno estaba tranquilo, dueño de sí mismo. El otro, nervioso. El primero mantuvo la ceniza sin separarla del puro hasta el final. El otro la sacudió cuatro o cinco veces, exactamente cinco, fíjese usted. Y al final restregó la colilla para apagarla, en tanto que el primero se limitó a dejarla en el cenicero, con la ceniza adherida, como lo está aún. Se me ocurre que la víctima estaba tranquila y el asesino inquieto. Un asesino principiante, un chapucero.

– También pudo haber sido al revés.

– Eso lo comprobaremos luego, en los interrogatorios. Un hombre que es capaz de fumarse un cigarro grande sin que se le caiga la ceniza, no mantiene oculta su habilidad. Pero hay algo más que no tiene usted por qué saber, pero que yo sé porque tuve tiempo de inspeccionar el exterior. Hay unas pisadas que van y vienen y que terminan al pie de esa ventana. También en la pared hay desconchados, como si alguien hubiera trepado por ella y restos de barro de los que he tomado muestras -sacó del bolsillo un papel doblado y se lo enseñó, abierto, al Juez-. La presencia de una segunda persona explica muchas cosas, además de ese cordón que no llegó a lastimar el cuello, y que fue puesto por alguien tan ignorante que no sabe que, en un caso como éste, la última palabra la tiene siempre la autopsia.

– ¿Ya tiene usted el nombre de esa segunda persona?