– Tendré que consultarlo con mi conciencia. No crea que su convicción no me ha afectado.

– Tanto, por lo menos, como a mí la de usted.

Se dieron la mano. El Fraile salió. El Juez, vuelto a su asiento, recabó el informe de la policía y se enfrascó en su lectura.

Había pasado cosa de media hora. El vejete de los manguitos entró después de haber llamado, pero antes de que el Juez le diera permiso.

– Está aquí el profesor ése, don Enrique.

– Hágalo pasar.

Salió el vejete. Apenas tardó un minuto en aparecer don Enrique en la puerta, el sombrero en las manos, la cara asustada.

– Pase. Pase y siéntese.

Don Enrique entró, pero quedó de pie al lado de la silla.

– Siéntese.

– No sé si debo…

– Siéntese, se lo ruego.

Don Enrique, con el abrigo puesto, se sentó. Puso cuidadosamente el sombrero encima de las rodillas y miró al Juez.

– He recibido el papel citándome para esta hora. He venido puntual.

– ¿Sabe para qué lo he llamado?

– Me lo supongo. Soy la última persona que vio vivo al Decano, al menos eso creo, y…

– ¿Sabe también que sobre usted caen las sospechas?

– Lo temía. Esta mañana, muy temprano, estuvo en mi casa la policía. Me tomaron las huellas dactilares, sacaron una muestra del barro de mis zapatos, y los compararon con unos moldes de pisadas que traían. Naturalmente coincidieron. Yo salí al campo, pasé por delante de la ventana del Decano, trepé por ella…

– ¿Es cierto que, hace un par de meses, compró usted en una farmacia muy conocida una cantidad de veneno? Cianuro, concretamente.

– Sí. El Decano se quejaba de las visitas nocturnas de una rata enorme, que le producía miedo y asco. Me pidió que le comprara algo para matarla.

– ¿Por qué compró cianuro, y no otro veneno menos melodramático? Estricnina, por ejemplo. Parece más adecuada para matar a una rata.

– No entiendo de venenos, y el cianuro me sonaba.

– ¿Sabía usted que los farmacéuticos están obligados a llevar un registro de todos los venenos que expenden, y a quién?

– No lo sabía, pero lo encuentro razonable.

– ¿No le extraña, pues, que su nombre figure en ese registro?

– Lo encuentro explicable; más aún, natural.

– ¿Y que constituya una prueba contra usted? El Decano, según la autopsia, murió por ingestión de cianuro.

Don Enrique bajó la cabeza.

– No sé qué responder. Yo no maté al Decano.

– El cual, según todos los indicios, murió asesinado. Envenenado, exactamente.

– Insisto en que, a pesar de esos indicios, yo no lo maté.

– ¿Cree usted que un ahorcamiento posterior puede borrar las causas verdaderas de una muerte?

– A lo que se me alcanza, una autopsia bien hecha revela con exactitud las verdaderas causas de una muerte.

– ¿Cree usted en la precisión de una autopsia verificada en la Facultad de Medicina en presencia del forense?

– No tengo motivos para dudar de su veracidad.

El juez se desabrochó la zamarra y se abanicó con un papel cogido de la mesa.

– Hace calor, ¿verdad?

– Al lugar en que yo estoy no llegan los efectos de la estufa. Yo tengo frío.

– ¿Usted conocía bien al Decano?

– Nunca se puede decir que se conoce a una persona. Pero, dentro de lo relativo, creía conocerle bastante bien.

– ¿Se le pasó por la cabeza que se haya suicidado?

– No, en absoluto. No le creí jamás un hombre de esos… Por otra parte, carecía de motivos. Tenía cuarenta años y con una buena reputación en el extranjero. Se le citaba, se le invitaba a los congresos…

– Luego, ¿usted cree que fue asesinado?

– Sí, por alguien que no se me ocurre quién pueda ser, pero lo bastante listo como para que todo haga creer que el autor fui yo.

– No ha terminado usted de relatarme sus relaciones con el Decano.

– ¿Qué quiere que le diga? Le debo todo lo que soy y lo que podré ser y hacer. Fue mi maestro y mi amigo.

– ¿Coincidían ustedes en política?

– Él era monárquico.

– ¿Usted, no?

– Yo soy diez o doce años más joven que él.

– ¿Debo interpretar esa respuesta como que usted es más afín a los de ahora?

– Interprétela como que mis ideas políticas diferían de las suyas.

– ¿Se siente capaz de matar a un enemigo político?

– No.

– ¿Y a un maestro al que admira y que presenta síntomas de, digamos, traicionarse a sí mismo?

– Cada cual tiene su destino y, a veces, lo que parece una traición es una forma de fidelidad.

– No me ha respondido usted.

– Le he dado a entender que respeto la voluntad de cualquier hombre por cuanto necesito que respeten la mía.

– ¿Tenía usted una imagen de su maestro que pudiéramos llamar ideal?

– La imagen que tenía de él está hecha de realidades, no de esperanzas ni de conjeturas.

– ¿Qué piensa usted que sucederá ahora con esa imagen?

– Por lo que a mí respecta, será mi meta, y en todo momento confesaré lo que le debo.

– ¿Aunque se demostrase que esas pistas que conducen a usted como asesino, fueron preparadas por él, y que en realidad se suicidó?

Don Enrique se levantó y quedó rígido. El sombrero le cayó de las manos, pero no se agachó para recogerlo.

– Eso no sucederá nunca; pero, aunque sucediera, mi deuda con el profesor difunto la he proclamado y seguiré proclamándola.

El Juez se levantó también.

– Hay una acusación contra usted, y tengo que detenerlo. Ahora llamaré al Secretario, que le tomará la declaración formal. Limítese a responder a lo que le pregunten. Dispone usted de cuatro días para demostrar su inocencia y verse libre de nosotros. Si en ese tiempo no lo hace, el sumario irá a la audiencia, y a usted lo cambiarán de cárcel. Puede usted buscar un abogado que le ayude. Sea con él sincero, pues, de lo contrario, poco podrá hacer…

6

El alguacil de la capa parda y la gorra de plato entró sin llamar en el despacho del Juez.

– Está ahí esa señora.

– Acompáñela y quítese la gorra mientras esté ella delante.

– Es que, señor Juez, hace tanto frío…

Salió y volvió al cabo de un momento, con la gorra quitada. Se hizo a un lado mientras dejaba pasar a la señora: fea, de ojos azul intenso, muy hermosos; vestida con un abrigo negro. Se quedó en la puerta y dijo:

– Buenos días.

El Juez se levantó y la mandó pasar. Le indicaba la silla al otro lado de su mesa. Ella adelantó unos pasos, pero no se sentó.

– ¿Puedo quitarme el abrigo?

Señaló la estufa.

– Si usted me da un poco de calor…

El Juez, sin responderle, empujó con un pie la estufa, hasta enfocar de pleno la segunda silla.

– ¿Así?

– Puede que esté bien -se sentó-. Sí, está bien, gracias. Me ha mandado usted llamar. Soy la mujer de…

– Sí, ya la supongo. Le agradezco que haya venido. Por ser usted la esposa legítima del encausado, no tiene usted obligación de testificar, y menos en contra. Esto va a ser una conversación, no una declaración. Claro que puede usted negarse…

– Estoy dispuesta. Me llamo Francisca y soy la esposa legítima de, como usted dice, el encausado. Puede preguntarme lo que quiera.

El Juez, desde su asiento, la miró largamente. Al quitarse el abrigo, había aparecido vestida de un traje sastre, gris, con una blusa camisera y una cinta de terciopelo o de seda mate en lugar de corbata. No era agradable, y sus ojos vivos, oscuros, miraban con una insistencia molesta.

– La primera pregunta que quiero hacerle no se la haría delante de su marido. El Decano, antes de morir, confesó a alguien que estaba enamorado de usted.

Francisca rió con risa sorda, poco grata.

– Eso es mentira.

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Cree usted que yo soy de esas mujeres de quienes van enamorándose los hombres? Míreme bien. Además, una mujer, aun fea como yo, sabe perfectamente cuándo un hombre la ama. No era el caso del Decano. Al Decano, un hombre guapo y bien plantado, le gustaban las jovencitas lindas y, cuanto más tontas, mejor. Yo, ni soy linda, ni soy tonta.

– El Decano le dejó a alguien la encomienda de que si a su marido le metían en la cárcel, pudiese usted ganar algún dinero.

Francisca volvió a reír, esta vez con risa apenas perceptible.

– Soy rica, aunque no demasiado, pero lo suficiente como para sostener con mi dinero un hogar modesto y un coche con escaso gasto. El sueldo de mi marido, cuya cuantía usted debe conocer, apenas si nos llegaba para pagar mensualmente los libros. Aunque pase lo peor, nunca recurriré a nadie para seguir subsistiendo.

– ¿A qué llama usted lo peor?

– A que mi marido sea castigado por un homicidio que no cometió.

El Juez le pasó por encima de la mesa un cuaderno de folios:

– Eche un vistazo a eso.

Francisca leyó, primero por encima, luego con atención. Devolvió los folios al juez.

– Asesinato, -dijo-. Está claro: la acusación es de asesinato.

– ¿Podría usted decirme algo de todo esto?

– Sí, pero sólo referente al veneno. Hace bastante tiempo, un par de meses o así. Mi marido me dijo que el Decano le había encargado hacerse con una sustancia que pudiera acabar con cierta rata… Yo le dije a mi marido que no se metiera en eso, pero, como se ve, no me hizo caso. Era natural: el Decano tenía sobre él más autoridad que yo. Ahora lo del veneno se vuelve contra él.

– La declaración de su marido coincide con lo que usted me dice, pero no se refiere para nada a usted.

– Es lógico. Y yo no le guardo rencor por no haberme hecho caso. Ha sucedido muchas veces, cuando al lado opuesto se hallaba el Decano.

– ¿Por qué dice usted en el lado opuesto?

– Es un modo de hablar, pero no caprichoso. El mundo, para mi marido, tenía dos partes. La una, la ocupaba el Decano por entero; en la otra estaba yo, y, conmigo, el resto del mundo.

– ¿Se llevaban ustedes mal?

– No. Admirablemente. Por otra parte, yo me siento responsable de esa afición de mi marido al Decano. Yo los puse en relación, pero nunca creí que Enrique pudiera alcanzar un sometimiento y una ceguera tales. Su identificación con el Decano llegó al punto de no darse cuenta de que quien pensaba era él, y no el Decano. El Decano era hombre agotado desde hace ya tiempo, pero mi marido no se dio cuenta. Uno dejó de pensar, pero pensaba el otro.

El Juez empujó hacia ella el montón de papeles dejado por el fraile.