– ¿Conoce usted eso?

A Francisca le bastó un vistazo.

– No sólo lo escribí yo materialmente, es decir, no sólo está mecanografiado por mí, sino que la prosa es mía. Mi marido no sabe escribir; yo, sí. Él piensa, yo escribo. Él garabatea borradores, yo doy forma a lo que contienen. Le puedo mostrar a usted los borradores de cada uno de esos capítulos. Esa obra la está escribiendo mi marido, bueno, quiero decir que la está pensando. Iban a firmarla los dos, pero anoche, precisamente anoche, el Decano le dijo a Enrique que no, que se publicaría sólo con su nombre, con el de Enrique, y que él, el Decano, se limitaría a ponerle un prólogo. A mí me pareció una decisión justa, pero a mi marido no le hizo feliz. Él seguía creyendo que la sustancia del libro pertenece al Decano. Pero hay algo más, o lo hubo. Mi marido me contó también que el Decano iba a dedicarse en lo sucesivo a la novela histórica.

– ¿Y eso le disgustó?

– ¿Por qué iba a disgustarle? La idea que se tiene de la Historia puede también expresarse por imágenes. Eso pensaba mi marido. Además, siendo una decisión de su maestro, jamás se atrevería a discutirla. La verdad es que me lo contó con alborozo. “Mira lo que se le ha ocurrido al Decano…” Era, según Enrique, una ocurrencia genial.

– Y, usted, ¿estaba de acuerdo?

– Yo esperaba hace tiempo algo parecido. Una ficción de genialidad no puede prolongarse indefinidamente. Hay que buscar una salida, y el Decano o la halló, o creyó hallarla, o fingió hallarla, en eso de la novela histórica. Nada más que ensayar el oficio de novelista consumiría unos años. ¿Lo imagina usted disculpándose? “No domino el diálogo, las descripciones me salen apelmazadas, vacilo al elegir lo verdaderamente significativo…” Un cambio en el medio de expresión tan radical como es el paso de la prosa conceptual a la narrativa…

El Juez la interrumpió:

– ¿No se le ocurre pensar que yo no entienda bien esos conceptos?

– Perdóneme. Seré más sencilla. Quería decir que el paso del ensayo histórico a la prosa narrativa es fácil, y que puede dar lugar a dilaciones y pretextos.

– Ahora entiendo, pero, ¿cómo se justifica todo esto en un hombre que piensa suicidarse? ¿No advierte usted una total incongruencia?

– Total.

– ¿Hasta el punto de hacerle pensar que el hombre que se comportó así no pensaba suicidarse?

– Es que yo no estoy totalmente convencida de que lo haya hecho.

– ¿Entonces…?

– De lo único que estoy segura es de que no lo hizo mi marido. Sin otras razones que mi propio sentimiento.

El Juez se levantó, permaneció de pie sin cambiar de sitio. Los ojos azul oscuro de Francisca se habían clavado en él.

– Yo pienso lo mismo que usted, pero necesito razones. Le he dado a su marido cuatro días para hallarlas. Esos cuatro días también son suyos, señora.

– Yo no investigo.

– Son los mismos de que dispongo yo. Un tiempo, escaso, sí, pero suficiente acaso. El Comisario de Policía seguramente lo encontrará excesivo. Él está tan convencido como nosotros, aunque no de lo mismo… No pienso en un Tribunal a quien haya que convencer, sino precisamente en él, en el Comisario.

Francisca cerró los ojos, y el Juez se sintió libre, pero sólo usó de su libertad para sentarse, al tiempo que Francisca se levantaba.

– ¿Me dará usted un permiso para ver a mi marido?

– Por supuesto. Un permiso para verle, para hablarle, para llevarle comida y ropa. Nuestra cárcel local no es de las modernas. Tendrá frío, la comida no será buena. ¿Necesita usted algo más?

– No. Creo que no.

7

El Juez cursó una cita para tomar café juntos al fraile, al Comisario, a Francisca. La cita era en el hotel España, en el reservado. Llegó primero el Juez, con el impermeable puesto. Después, el fraile, con un gran paraguas que venía plegando al entrar y que dejó en un rincón, escurriendo. A Francisca la precedió el rumor de su automóvil, que quedó allí mismo, arrimado a la casa contigua al hotel, casi metido en los soportales. El Comisario, último en llegar, venía muy profesional: la pipa, el sombrero gris mojado, la gabardina, húmeda por los hombros, las manos en los bolsillos.

Dijo algo así como “Buenas tardes a todos” y consumió un par de buenos minutos en quitarse la gabardina, en buscar un lugar donde colgarla, en hallar percha para su sombrero. Finalmente, se sentó.

Nadie le miró directamente. Todos le miraron de reojo.

El lugar era reducido y caliente, con un gran ventanal rejado de hierro y visillos de encaje.

Había una mesa baja en el centro, y asientos de sobra, sofás y sillones. Se acomodaron: Francisca al lado del Juez, el Comisario junto al fraile. El Juez sugirió que pidiesen, con el café, coñac caliente. El fraile nunca lo había tomado; el Comisario dijo que, aquello, el coñac caliente, en las trincheras, era el pan de cada día.

– Porque frío, lo que se dice frío, el que pasamos en Teruel. Esto de aquí no es nada. Sólo un poco de humedad…

Pero enseñó al fraile cómo, con sus manos puestas sobre la copa comba, debía conservar el calor.

– En realidad, para lo que les junté aquí…

El Comisario tenía la pipa en la mano izquierda, cogida por la cazoleta. Adelantó su largo brazo, aumentado por la pipa, hasta alcanzar la mitad de la mesa, como una nube que oscureciera las tazas de café, las copas de coñac humeante.

– Todos sabemos, señor Juez, para qué estamos aquí, aunque pienso que inútilmente, porque nadie va a convencer a nadie. Por lo menos es muy difícil que a mí me convenzan, aunque este padre nos revele lo que oyó en confesión, aunque esta señora nos asegure que su marido es inocente. ¿Qué va a decir ella?

– Por ejemplo, que es culpable -dijo Francisca; y el fraile se confesó no haber visto en su vida mirada de tanto desprecio como la dirigida por Francisca al Comisario. El Juez sintió el estremecimiento del fraile.

– ¿Por qué tiembla, padre? ¿Tiene frío?

– Esa mirada…

– Las clientes de su confesionario deben de ser gentes sencillas.

– Sí, no son grandes pecadoras.

– Su experiencia no le servirá mucho, en este caso.

– Nunca me he visto en otro igual. Esa clase de gente…, la que yo conozco no mira así…

El Comisario había vuelto a extender la mano, armada de la pipa, por encima de la mesa.

– Señor Juez, por fin sigue usted la pauta de las novelas policíacas. Lo que no entiendo es la presencia de este padre franciscano. Hasta ahora, no lo había visto ni sabido nada de él.

– Pero él tiene sus razones para venir, y vino. La presencia del padre está justificada, aunque sea un testimonio contra mi tesis y abone la de usted. El Decano dijo al padre que don Enrique lo mataría, e incluso fue a despedirse de él.

– ¿Quién de quién? -interrumpió el Comisario.

– El Decano del padre… Perdóneme si me expresé con ambigüedad. Quise decir precisamente eso: el Decano estuvo a despedirse del padre, porque, dijo el Decano, “esta noche me matará”.

– ¿Y existe alguna prueba, un testigo que lo haya oído, un papel? Porque, sin pruebas materiales, el mero testimonio del fraile no me sirve.

Dio una larga chupada a la pipa.

– Imagínense ustedes que los cuarenta mil habitantes de esta ciudad vinieran a decirme lo mismo. No harían más que reforzar mi convicción moral de que los datos objetivos de mi denuncia son justos y correctos. La convicción moral carece de valor probatorio y no puede escribirse, razonadamente, en un papel que hay que firmar. -Se volvió hacia Francisca-. Supongo, señora, que eso es lo que explica su presencia aquí: Su convicción moral de que su marido es inocente. ¿No se da cuenta, usted, que parece inteligente, de que cualquier mujer, en su caso, estaría igualmente convencida?

– Sí, es evidente que estoy convencida de la inocencia de Enrique como cualquier mujer lo estaría de su marido, pero no creo que la naturaleza de la convicción fuera la misma.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Ni más ni menos que lo que dije. Si usted no lo entiende…

– ¡Pues claro que lo entiendo! -El Comisario, sin soltar la pipa, se rasco la cabeza-. Usted quiere decir; por ejemplo, que cuando el Decano murió, su marido estaba ya en casa.

– Podía decirlo, pero no lo digo, porque sé que eso no es probatorio. -Sorbió un poco de coñac-. En realidad, nada de lo que yo pueda decirle, es probatorio más que para mí, lo cual tiene más importancia de la que usted se cree. Saber, como sé, que mi marido no mató al Decano, me anima a destruir esas pruebas que usted tiene de que lo mató.

El Comisario rió por lo bajo, dejó la pipa entre los dientes, metió los dedos pulgares en las sisas del chaleco.

– ¿Cómo va usted a destruirlas, si están ahí? Son ya un papel que sigue su curso -miró descaradamente al Juez-, espero.

– Tiene que haber un modo…

– ¡Ah! Si lo hay, es cosa de usted encontrarlo. A mí me basta con lo que tengo.

– ¿Pero usted no se da cuenta, Comisario, de que sus pruebas son deleznables? -dijo, con cierta pasión en la voz, el Juez.

– Pues sea usted, y no la señora, quien las destruya.

– ¿Cómo me explica ese cordón inútil alrededor del cuello? ¿Y la posición del cadáver? ¿Cómo se explica que la taza no se haya roto?

– El asesino lo hizo todo.

– ¿Por qué, entonces, no borró sus propias huellas?

– Por torpeza: es un asesino primerizo.

– El testimonio del Padre, aquí presente, nos hará pensar en un asesinato premeditado.

– Sí, pero mal estudiado. Don Enrique había leído pocas novelas policíacas.

– Eso es cierto -interrumpió Francisca-. No creo que haya leído ninguna.

– Eso se advierte inmediatamente. Yo, que lo he interrogado, lo acredito: sus declaraciones carecen de la menor malicia, de las más elementales precauciones verbales. Dijo sí o no como lo diría un niño.

– ¿Y eso no le basta para creer en sus respuestas?

– Los niños también mienten, aunque se les coja inmediatamente en la mentira. Entonces, suelen callar. Don Enrique no calla, porque no es un niño. Repite: “Soy inocente.” ¿Y qué? Es lo que dicen todos los asesinos.

– ¿Lo sabe por experiencia, Comisario?

– Lo sé por haberlo leído.

– Todos hemos leído mucho, pero un asesinato, lo que se dice un asesinato, con sus dudas y sus problemas, es la primera vez que nos lo echamos a la cara.

– La doctrina, el saber por lecturas, suple a la experiencia.