– Pero, dígame, Comisario: ¿es lo mismo un personaje de novela que un ser vivo? Don Enrique es un hombre real, y si le condenan por un crimen que no ha cometido, lo pagará con años de una vida real.

– Todo eso está muy bien, señor Juez, pero los datos objetivos no dejan lugar a sentimentalismos. Los datos objetivos tienen el mismo valor en un libro de texto, en una novela, que en la realidad. Y, en este caso, los datos acusan a don Enrique… Además, yo no soy quien ha de juzgarlo, ni siquiera usted, sino un Tribunal de La Coruña, o en el Supremo, si recurren la sentencia, que la recurrirán, como todo el mundo. Los señores magistrados son los que han de estimar el valor de las pruebas, de los datos objetivos. -Se dirigió a Francisca-. Ya puede usted, señora, buscar un abogado listo, que haga eso que usted no es capaz de hacer.

El Comisario, visiblemente satisfecho, miraba a Francisca, pero cuando ella le devolvió la mirada, el Comisario apartó la suya.

– Lamento, señora, que en esta historia me haya correspondido el papel del malo, pero me gustaría que reconociese usted que es también el papel del justo.

– ¿Qué más me da, el justo o el malo, si ambos van contra mí? Y contra la verdad. Insisto en que mi marido no mató al Decano.

– Yo tengo unas pruebas, pero no quiero hacer uso de ellas. ¿Qué opina el Padre? Sus convicciones son del mismo orden que las de usted.

– Yo no estoy convencido de nada, -dijo el fraile-. Yo digo solamente que el señor Decano vino a despedirse de mí porque aquella noche don Enrique le mataría.

– ¿Y qué más le dijo, padre? Dígalo todo, no olvide nada de lo que me contó a mí.

– Me dijo -la voz le temblaba al fraile- que me cuidase de que a esta señora no le faltase trabajo…

– El Decano sabía perfectamente que yo no necesito trabajar…

– ¿Y qué más, padre?

– Que yo recuerde…

– Algo de unos papeles enviados.

– Sí, pero esto no creo que importe ahora. Me dijo que había enviado ciertos trabajos en depósito a la Academia de la Historia.

– ¿Y para qué? ¿Le dijo para qué? -Francisca había adelantado el torso, miraba fijamente al fraile. Éste reculó, intentó esconderse en la penumbra de un último plano.

– ¿Para qué? -insistió Francisca.

– Algo referente a su pensamiento, así como un resumen. Temía que se lo robasen. Pasados veinte años, al publicarse ese escrito, se vería que ciertas obras eran un plagio.

– ¿Las de mi marido? ¿Se refería a las de mi marido?

El fraile titubeó.

– Sí. Creo que se refería a él.

Francisca dejó caer los brazos, desalentada.

– Es diabólico, estúpidamente diabólico. O simplemente estúpido. ¿Sabe usted qué me pasa ahora mismo? -Se dirigía al Juez-. Pues que empiezo a creer que el Decano se haya suicidado.

El Comisario intervino:

– ¿Cómo es posible que haya usted llegado a semejante conclusión? No soy capaz de reproducir su razonamiento.

– Si piensa que yo no he compartido el suyo… Es evidente que nuestros cerebros funcionan de manera distinta: no hay más que ver sus conclusiones y las mías… -Se dirigió al Juez-: Perdón, las nuestras.

– Estoy de acuerdo en que nuestros cerebros funcionan de manera distinta, incluido el del señor Juez. Y no me niego a admitir que este último es un cerebro privilegiado, capaz de llegar a conclusiones sin pasar por trámites de razón. Creo que les llaman intuitivos, y es posible, señora, que el suyo sea de los tales. Pero, insisto, ignoro cómo funcionan, aunque sepa, como sé, que los cerebros racionales, como el mío, no alcanzan ciertas sutilezas. Por eso insisto en mi postura: conviertan su intuición en raciocinio y, si el razonamiento resultante es mejor que el mío, yo lo retiraré. Pero sería el primer caso: por eso estoy tranquilo, con esa tranquilidad del que sabe que su razón no se equivoca.

El Juez suspiró profunda, ruidosamente.

– Estamos perdiendo el tiempo, -dijo.

– Antes de separarnos yo quisiera añadir algo -intervino, con voz temblona, el fraile. Y el Juez y el Comisario le miraron al mismo tiempo como diciéndole: Hable.

– Lo que tengo que añadir a lo ya dicho, lo sabe el señor Juez, porque ya se lo dije a él, y quizás esta señora lo sepa también. Es evidente que tampoco tengo pruebas. -Miraba al Comisario-. El difunto Decano me dijo, Dios lo tenga en su gloria, esa misma tarde, la de autos… -miró, con cierta angustia, al Juez; éste le sonrióme dijo que estaba enamorado de esta señora.

Como violentándose mucho, señaló a Francisca con el dedo y retiró inmediatamente la mano. El Comisario rió de modo bien audible.

– ”Cherchez la femme!” -añadió, y se quedó mirando a Francisca.

Esta le hizo frente, le miró fijamente con sus ojos violeta, implacables.

– Eso es una estupidez, y si usted se deja guiar por todo lo que El Decano dijo antes de morir… bueno, llegará usted a donde ha llegado.

El Comisario sostuvo la mirada de Francisca y sonrió de añadidura.

– ”Cherchez la femme!” -repitió. Ya está claro lo que estaba oscuro. Ya tenemos el motivo.

– ¡Es una estupidez lo que usted piensa! -repitió Francisca; y se puso de pie, dio una vuelta sobre sí misma.

– Pues no está mal -murmuró el Comisario-. Las mujeres, ya se sabe, a oscuras todas son iguales.

– Es lo único razonable que ha dicho usted en toda la tarde.

– Un punto de razón puede servir de base a todo un razonamiento.

El fraile se había puesto de pie, y sacudía su gran paraguas.

Gotas de agua cayeron sobre la mesa. El fraile se disculpó.

– Con esta lluvia, ya se sabe…

– ¿Estará dispuesto a declarar si le llaman?

– Pues no faltaba más. Pero, antes, usted dijo…

– Lo que dije fue porque usted no había dicho todavía…

– Sí, comprendo.

– El señor Juez, aquí presente, le llamará a declarar. Y usted le contará…

– Sí, señor, sé lo que tengo que contarle.

Salieron emparejados adrede el Juez y Francisca. El Juez le dijo:

– Como usted habrá visto, el Comisario no comparte nuestras ideas sobre la intuición.

– Nosotros mismos no estamos muy de acuerdo.

– Pero siempre será más fácil que lleguemos a pensar lo mismo, puesto que coincidimos en lo fundamental. Sobre todo ahora que usted admite la posibilidad de que el Decano se haya suicidado.

– Lo dije en un momento de arrebato, pero, en el fondo, no estoy convencida. Nunca me pareció el Decano hombre capaz de suicidarse. Eso, como usted sabe, es algo que se lleva escrito.

– Yo, como no lo conocía, no tengo dificultad en admitirlo. De modo que en lo único en que estamos conformes…

– Es en que mi marido es inocente.

– Pero no por razones, ¿eh?

– Yo, por la muy importante de que no encaja en su personalidad. Conozco muy bien a mi marido.

– Yo, por la no menos importante, aunque completamente irracional, de que creo en el suicidio del Decano. Su marido, como si no existiera. Su inocencia sí es racional. Desde mi punto de vista, claro.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué podemos hacer?

– Usted, no lo sé. Yo, tomar declaración a todo el mundo, no sólo al fraile. A persona por día, se puede prolongar la instrucción del sumario bastante tiempo. Mientras tanto, su marido estará aquí, y usted podrá verlo diariamente y llevarle la comida. Pero llegará el día en que se lo lleven a La Coruña…

– ¿Me avisará?

– La tendré advertida.

Se habían parado junto a la columna de un soportal. Llovía mansamente. El cochecito de Francisca quedaba allí mismo. Ella preguntó al Juez si podía llevarle a alguna parte. “Vivo aquí cerca, y me gusta caminar bajo la lluvia”, respondió él. Se separaron.