Al llegar al comienzo de la plaza, el Decano se detuvo ante la superficie desierta, golpeada por el viento: se metió por el arco, rodeó la Catedral y por las callejas llegó a la Universidad. No había nadie a la puerta, y en el zaguán empezaba a lucir el farol del alumbrado. Lisardo, el bedel, ajetreaba en su zaquizamí. Le saludó.

– Buenas tardes, señor Decano. Aunque llamarle buenas…

– Llueve. ¿Tiene algo de extraño?

– Aquí, no, desde luego. Pero ya llevamos muchos días así.

– Me molesta más el frío que la lluvia. ¿Ha visto usted a don Enrique?

– En la biblioteca estaba hace un momento.

– Voy a verlo. Mientras tanto, enciéndame la estufa y espere en el decanato a que yo vaya.

– Ahora mismo, señor Decano.

El bedel torció a la izquierda, hacia el decanato. El Decano dejó el paraguas en un rincón, escurriendo, y se marchó a la biblioteca. No había nadie en el claustro, y al final rojeaba un farol. Don Enrique leía en un rincón. No se dio cuenta de que el Decano había entrado hasta que lo tuvo cerca. Se levantó.

– ¿No es muy tarde para usted a estas horas?

– Tengo unos papeles pendientes. Lisardo me dijo que estaba usted aquí, y se me ocurrió invitarle a cenar.

Don Enrique puso cara de disculpa.

– No está prevenida Francisca.

– Tiene usted tiempo de avisarla. Me gustaría hablar con usted de alguna cosa. Mire: váyase a casa mientras yo despacho esos papeles, y nos encontraremos… ¿le parece bien a las nueve? en casa de Ramallo.

– ¿En casa de Ramallo?

– Se me antoja cenar empanada de lamprea…

– Usted no suele cenar fuerte.

– Un día es un día. ¿A las nueve, entonces?

Don Enrique asintió resignadamente.

– Aunque tarde un poco no importa. Y procure no mojarse.

Salió de la biblioteca. Don Enrique permaneció de pie un rato. Luego, cerró el libro y lo devolvió al anaquel.

Lisardo estaba en cuclillas, atizando la estufa.

– Deje eso ya. Póngase el impermeable. Vaya a la pastelería esa de ahí cerca y que le den la mejor caja de bombones que tengan.

Tendió un billete a Lisardo.

– Que se la den bien empaquetada, que no se moje. Y me la trae aquí.

Lisardo hizo un saludo y salió.

Tenía buen aspecto, aquel bedel: cara alargada, inteligente, un poco pálida, de rasgos nobles, y el aire de un señor venido a menos. Cerró la puerta sin ruido. El Decano, en cuclillas, abrió la puertecilla de la estufa y recibió la bocanada de calor. Cerró, se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó en el perchero. Luego abrió una puerta disimulada en el panel de roble que llegaba casi hasta el techo, la puerta que escondía un retrete.

Echó una meadita breve, forzada, y, antes de cerrar, contempló la taza blanca con melancolía. Cerró de golpe. Sobre la mesa había un montón de papeles: los repasó, firmó unos cuantos, apartó otros, en montones bien delimitados. Encendió un cigarrillo y se sentó. Se levantó inmediatamente, apagó la luz del techo: la estancia quedó iluminada con la lámpara de la mesa y el resto envuelto en gris oscuro, el color del aire que entraba por la ventana. Vuelto al sillón, agotó el cigarrillo en chupadas lentas y espaciadas. Lo apagó, se oyeron golpes en la puerta. Dijo “Adelante” y entró Lisardo con un paquete de buen tamaño.

– Esto es lo mejor que había según me dijeron.

– Póngalo por ahí encima. Y, ahora, déme mi cuenta.

– Todavía no acabamos el mes, señor Decano.

– No importa. Llevo ahora dinero. Mañana me abre otra cuenta.

– Como quiera.

El Decano le tendió un billete. Lisardo lo cogió, lo miró.

– No tengo cambio. Ya me pagará mañana.

– O mañana me da usted la vuelta, ¿no le parece?

Lisardo se guardó el billete.

– Como quiera. Sobra más de la mitad.

Vio los papeles ordenados.

– Esto era la firma para mañana.

– Pues ya está despachada. Lléveselo todo y archive lo que sea de archivar.

Lisardo cogió los papeles, unos encima de otros, pero cruzados los montoncitos.

– ¿Manda algo más?

– Que se cuide. Está malo el tiempo.

– Hago lo que puedo, y, de momento, no creo que me maten ni el viento ni la lluvia.

Salió sin hacer ruido. El Decano cogió el paquete de los bombones, lo sopesó, lo volvió a su lugar. Se sentó y encendió otro cigarrillo. Poco a poco, la escasa luz que entraba por la ventana se fue oscureciendo, apagó la lámpara de sobremesa y quedó a oscuras. Se veía ir y venir la punta del cigarrillo. De repente se levantó, encendió la luz del techo, sacó unos papeles del cajón y los quemó en la estufa, uno a uno, cuidadosamente.

Dejó sin quemar dos o tres cuartillas que devolvió al cajón. Después se puso el abrigo y el sombrero y salió. Al pasar por delante de Lisardo, recogió el paraguas, casi seco.

– Hasta mañana, Lisardo.

– Hasta mañana, señor Decano.

Había cesado el viento, y la lluvia que caía era fina y mansa.

Abrió el paraguas y se echó a andar, con el paquete de los bombones bajo el brazo. Llegó a la rúa y se metió bajo los soportales cuando pasaban dos chicas, estudiantes, metidas en sus impermeables transparentes, con los paraguas cerrados. Le saludaron, después de haber pasado el Decano, una dijo:

– No hay más que ver lo guapo que es y la facha que tiene.

– Y lo bien que viste -dijo la otra.

El Decano las oyó y sonrió, pero era una sonrisa triste. Deambuló un buen rato, por esta rúa y por la otra, a veces se detenía ante un rincón o ante un reflejo de la luz en las losas mojadas. Consultó la hora un par de veces.

Cuando dieron las nueve en el reloj de la catedral, apuró el paso y fue hasta la taberna de Ramallo.

Don Enrique aún no había llegado.

Le recogieron los avíos y se puso a leer una revista que sacó del bolsillo. Don Enrique tardó unos minutos.

– Estaba viendo ese trabajo de Méndez. Todo lo que dice aquí, como descubierto por él es archisabido.

Empujó hacia don Enrique la caja de los bombones.

– Esto es para Francisca, con mis respetos. Compensación por haberle robado el marido un par de horas.

– Le doy las gracias.

Don Enrique dejó el impermeable y la gorra encima de una silla, y se sentó en una banqueta, frente al Decano. Había llegado un mozo en mangas de camisa y chaleco oscuro. Esperaba, mudo, con lápiz y papel en la mano. El Decano le pidió, para empezar, una ración de empanada de lamprea; luego, ya vería. Don Enrique se limitó a un plato de merluza con patatas.

– ¿No se decide usted por la lamprea?

– La encuentro muy fuerte para la noche. Ya le dije…

– Y yo le respondí que un día es un día. El de hoy lo dedico a los excesos. ¿Sabe usted que anoche pasé más de tres horas con una puta?

– Debía usted casarse.

– Eso no resuelve nada más que a los temperamentos tranquilos, como el de usted. Los inquietos nunca han hallado remedio en el matrimonio. El primer año, sí, y hasta puede que alguno más, depende de muchas cosas. Pero después renace la inquietud, y le viene a uno ganas de hacer experiencias. Y eso siempre es malo para la mujer propia. Prefiero no hacer mal a nadie y resolverlo a mi modo.

Había regresado el camarero con una fuente que colocó delante del Decano: venía en ella media empanada. La merluza tardaría un poco más: había que cocerla.

– ¿Y de beber?

Pidieron un blanco del país.

De llegada, el Decano se bebió dos tazas: había comido ya un buen bocado de la empanada.

– Yo no digo que sea Dios, pero algún espíritu superior juntó estos sabores que tan bien se complementan, ¿no le parece? Claro que usted va a comer esta merluza puritana… ¿No es usted demasiado puritano, don Enrique?

– En cualquier caso, le aseguro que mi conducta no contraviene ningún principio. Es espontánea.

– Ahora se está estudiando la genética como explicación de muchas particularidades psicológicas. Un nuevo determinismo del que por aquí no se han enterado. Pero yo lo he leído en alguna parte, en una revista americana, si no recuerdo mal. Los años que vienen nos reservan muchas sorpresas.

– Y eso, ¿influirá en la Historia?

– Si influye en los individuos, y los individuos hacen la Historia…

– Entonces, todo lo que hagamos ahora será provisional, y habrá que revisarlo. Aunque, como usted sabe, yo no soy determinista, y puedo pasar de la biología.

– De todas maneras, no deje usted de enterarse de lo que pasa. Se lo he dicho más veces.

– Sí, y no lo eché en saco roto.

– Después, cuando usted me acompañe, podré prestarle esa revista. Es un artículo largo, bien informado. Le será útil, aunque quizá no inmediatamente. No conocemos aún el procedimiento… No conocemos aún el procedimiento para investigar los genes de Diocleciano. Los hechos están ahí, aunque pueden cambiar las interpretaciones, y no hay quien los mueva. Ya ve usted: cuando apareció lo de Freud, creíamos que iba a cambiar radicalmente nuestra visión de la Historia. Han pasado varios años, y lo más que tenemos son algunas hipótesis más o menos divertidas. Lo mismo sucedió con otras doctrinas. ¿Cree usted que hemos avanzado mucho sabiendo que Inocencio Iii era un resentido?

No esperó respuesta: se había liado con el último trozo de empanada y daba cuenta de él. Cuando vino el camarero con la merluza de don Enrique, le encargó otra ración igual, y más vino. Don Enrique le recomendó moderación. Él repitió: “un día es un día, ya se lo dije, el de hoy es especial”.

Llevaba don Enrique su merluza por la mitad, cuando el Decano volvió a hablar:

– No crea que eso de que hoy es un día especial se lo digo por decir. Hoy, por ejemplo, he pensado en algo que nos atañe.

Don Enrique levantó la cabeza, con los cubiertos del pescado en el aire.

– Sí, no me mire con esa cara. He pensado algo que le atañe principalmente a usted. Tiene que ver con sus oposiciones.

– ¿No se sabe nada de ellas?

– Pero está al caer la convocatoria. Y usted sabe mucho, eso tiene que reconocerlo cualquier tribunal, pero le falta obra. Y he pensado que ese libro que íbamos a firmar a medias, lo firme usted solo. Yo le pondré un prólogo.

Don Enrique soltó los cubiertos.

– ¡Pero eso no es justo! ¡Usted…!

– Yo no escribí ni una sola línea.

– Pero el pensamiento…

– ¿Está usted seguro de que no es también suyo? No le digo que, en el origen, allá muy lejos, no haya algo mío, pero eso sucede con lo que piensa el discípulo, y usted lo fue mío. ¿No hemos hablado muchas veces de lo que hay de Hegel en Marx? Pero ya piensa por su cuenta. Recuerde nuestro convenio cuando acordamos firmar el libro juntos: se trataba simplemente de que mi apoyo quedase bien visible. Pero eso se logra también con un prólogo, ¿no le parece? Un prólogo extenso, en que el maestro presenta al discípulo y hace el primer juicio. El que usted se merece, ya lo conoce. Lo dejaré bien claro.