Suspiró Luis de Ayala, amistosamente socarrón.
– El progreso, don Jaime. ¡Mágica palabra! Los nuevos tiempos, las nuevas costumbres, nos alcanzan a todos. Ni siquiera usted está a salvo de eso.
– Ofreciéndole de antemano mis disculpas, creo que se equivoca, don Luis -era evidente que al maestro de armas le incomodaba mucho el giro que habla tomado la conversación-. Le concedo que considere toda esta historia como el capricho profesional de un viejo maestro, si quiere. Una cuestión… estética. Pero de ahí a afirmar que tal cosa suponga abrir la puerta al progreso y las nuevas costumbres, media un abismo. Ya tengo demasiados años como para encarar seriamente cambios notables en mi modo de pensar. Me considero a salvo tanto de las locuras de juventud como de dar mayor importancia a lo que sólo es, a fe mía, un pasatiempo técnico.
Sonrió aprobador el de los Alumbres ante la mesurada exposición de don Jaime.
– Tiene razón, maestro. Soy yo quien le debe disculpas. Por otra parte, usted nunca ha defendido el progreso…
Jamás. Toda mi vida me he limitado a sostener una cierta idea de mí mismo, y eso es todo. Hay que conservar una serie de valores que no se deprecian con el paso del tiempo. Lo demás son modas del momento, situaciones fugaces y mutables. En una palabra, pamplinas.
El marqués lo miró con fijeza. El tono ligero de la conversación se había disipado por completo.
– Don Jaime, su reino no es de este mundo. Y conste que se lo digo con el máximo respeto, el que usted me inspira… Hace ya tiempo que me honro con su trato, y sin embargo sigo sorprendiéndome a diario con esa peculiar obsesión suya por el sentido del deber. Un deber ni dogmático, ni religioso, ni moral… Tan sólo, y eso es lo insólito en estos tiempos en que todo se compra con dinero, un deber hacia sí mismo, impuesto por su propia voluntad. ¿Usted sabe lo que eso significa hoy en día?
Jaime Astarloa frunció el ceño con testaruda expresión. El nuevo derrotero de la conversación lo incomodaba aún más que el anterior.
– Ni lo sé, ni me interesa, Excelencia.
– Eso es precisamente lo extraordinario de usted, maestro. Que ni lo sabe ni le interesa. ¿Sabe una cosa? A veces me pregunto si en esta pobre España nuestra, los papeles no estarán lamentablemente cambiados, y si la nobleza por derecho no le correspondería a usted en vez de a muchos de mis conocidos, incluido yo mismo.
– Por favor, don Luis…
– Déjeme hablar, hombre de Dios. Déjeme hablar… Mi abuelo, que en paz descanse, compró el titulo porque se enriqueció comerciando con Inglaterra durante la guerra contra Napoleón. Eso lo sabe todo el mundo. Pero la auténtica nobleza, la antigua, no se hizo por importar de contrabando paño inglés, sino por el valor de la espada. ¿Es o no cierto?… Y no irá a decirme, querido maestro, que usted, con una espada en la mano, vale menos que cualquiera de ellos. O que yo.
Jaime Astarloa levantó la cabeza y clavó sus ojos grises en los de Luis de Ayala.
– Con una espada en la mano, don Luis, valgo tanto como el que más.
Un leve soplo de aire cálido agitó las ramas de los sauces. El marqués desvió la mirada hacia el angelote de piedra y chasqueó la lengua, como si hubiera ido demasiado lejos.
– De todas formas, hace mal en aislarse de ese modo, don Jaime; permita la entrañable opinión de un amigo… La virtud no es rentable, se lo aseguro. Ni divertida. Por Belcebú, no vaya a pensar que, a sus años, intento colocarle un sermón… Sólo pretendo decirle que resulta apasionante asomar la cabeza a la calle y mirar lo que ocurre alrededor. Y más en momentos históricos como los que estamos viviendo… ¿Sabe la última?
– ¿Qué última?
– La última conspiración.
– No estoy muy fuerte en esa materia. ¿Se refiere a los generales detenidos?
– ¡Quiá! Ésa se ha quedado vieja. Hablo del acuerdo entre los progresistas y la Unión Liberal, que acaba de salir a la luz. Abandonando definitivamente el terreno de la oposición legal, como se veía venir, han decidido apoyar la revolución militar. Programa: deponer a la reina y ofrecer el trono al duque de Montpensier, que ha comprometido en la empresa la linda cantidad de tres millones de reales. Muy dolida por el asunto, Isabelita ha decidido desterrar a su hermana y a su cuñado, se dice que a Portugal. En cuanto a Serrano, Dulce, Zabala y los otros, han sido deportados a Canarias. Los partidarios de Montpensier están ahora trabajando a Prim, a ver si logran que le eche sus bendiciones como candidato al trono, pero nuestro bravo espadón cataláunico no suelta prenda. Así están las cosas.
– ¡Bonito embrollo!
– Y que lo diga. Por eso es apasionante seguir los detalles desde la barrera, como yo. ¡Qué quiere que le diga!… Hay que mojaren todas las salsas, sobre todo en materia de política y de mujeres, sin dejar que se nos indigesten ni la una ni las otras. Ésa es mi filosofía y aquí me tiene usted; gozo de la vida y sus sorpresas mientras duren. Después, que me quiten lo bailado. Me disfrazo con calañés y capa y la corro por los tenduchos de la pradera de San Isidro con la misma curiosidad científica que desplegué durante los tres meses que estuve desempeñando aquella dichosa secretarla de Gobernación con la que me honró mi difunto tío Joaquín… Hay que vivir, don Jaime. Y eso se lo dice a usted un vividor que ayer dejó tres mil duros sobre el tapete del casino, con una desdeñosa sonrisa en los labios que fue comentadisima por el respetable. ¿Me entiende?
Sonrió indulgente el maestro de armas.
– Tal vez.
– No lo veo muy convencido.
– Me conoce lo suficiente, Excelencia, para saber qué opino al respecto.
– Sé lo que opina. Usted es el hombre que se siente extranjero en todas partes. Si jesucristo le dijera: «Déjalo todo y sígueme», le sería fácil hacerlo. No hay una maldita cosa que aprecie lo bastante como para lamentar su pérdida.
– Si acaso, un par de floretes. Concédame al menos eso.
– Valgan los floretes. Suponiendo que fuese usted partidario de seguir a Jesucristo, o a cualquier otro. Que tal vez sea demasiado suponer -el marqués parecía divertido con la idees. Nunca le he preguntado si es monárquico, don Jaime. Me refiero a la monarquía como abstracción, no a nuestra pobre farsa nacional.
– Antes le he oído decir, don Luis, que mi reino no es de este mundo.
– Ni del otro, estoy seguro. La verdad es que admiro sin reservas su capacidad para situarse al margen.
El maestro de esgrima levantó la cabeza; sus ojos grises contemplaban las nubes que corrían en la distancia, como si encontrase algo familiar en ellas. -Es posible que yo sea demasiado egoísta -dijo-. Un viejo egoísta. El aristócrata hizo una mueca.
– A menudo eso tiene un precio, amigo mío. Un precio muy alto.
Jaime Astarloa movió las manos con las palmas hacia arriba, resignado.
– A todo se acostumbra uno, especialmente cuando ya no hay otro remedio. Si hay que pagar, se paga; es cuestión de actitudes. En un momento de la vida se toma una postura, equivocada o no, pero se toma. Se decide ser tal o cual. Se queman las naves, y después ya no queda más que sostenerse a toda costa, contra viento y marea.
– ¿Aunque sea evidente que se vive en el error?
– Más que nunca en ese caso. Ahí entra en juego la estética.
La dentadura perfecta del marqués resplandeció en una ancha sonrisa.
– La estética del error. ¡Bonito tema académico!… Habría mucho que hablar sobre eso.
– No estoy de acuerdo. En realidad, no existe nada sobre lo que haya mucho que hablar.
– Salvo la esgrima.
– Salvo la esgrima, es cierto -Jaime Astarloa se quedó en silencio, como si diese por zanjada la conversación; pero al cabo de un instante movió la cabeza y apretó los labios-. El placer no sólo se encuentra en el exterior, como decía Su Excelencia hace un rato. También puede hallarse en la lealtad a determinados ritos personales, y más aún cuando todo lo establecido parece desmoronarse alrededor de uno.
El marqués adoptó un tono irónico.
– Creo que Cervantes escribió algo sobre eso. Con la diferencia de que usted es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento los lleva dentro.
– En todo caso, un hidalgo introvertido y egoísta, no lo olvide Su Excelencia. El man-chego quería deshacer entuertos; yo sólo aspiro a que me dejen en paz -se quedó un rato pensativo, analizando sus propios sentimientos-. Ignoro si eso es compatible con la honestidad, pero en realidad sólo pretendo ser honesto, se lo aseguro. Honorable. Honrado. Cualquier cosa que tenga su etimología en la palabra honor -añadió con sencillez; nadie hubiese tomado su tono por el de un fatuo.
– Original obsesión, maestro -dijo el marqués, sinceramente admirado-. Sobre todo en los tiempos que corren. ¿Por qué esa palabra, y no cualquier otra? Se me ocurren docenas de alternativas: dinero, poder, ambición, odio, pasión…
– Supongo que porque un día escogí ésa, y no otra. Quizás por azar, o porque me gustaba su sonido. Tal vez, de algún modo, la relacionaba con la imagen de mi padre, de cuya forma de morir siempre estuve orgulloso. Una buena muerte justifica cualquier cosa. Incluso cualquier vida.
– Ese concepto del tránsito Ayala sonreía, encantado de prolongar la conversación con el maestro de esgrima- tiene un sospechoso tufillo católico, ya sabe. La buena muerte como puerta de la salvación eterna.
– Si se espera la salvación, o lo que sea, la cosa ya no tiene mucho mérito… Yo me refería al último combate en el umbral de una oscuridad eterna, sin más testigo que uno mismo.
– Se olvida usted de Dios.
– No me interesa. Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero.
El marqués miró a don Jaime con sincero respeto.
– Siempre sostuve, maestro -dijo después de un silencio-, que la Naturaleza hace las cosas tan bien que convierte a los lúcidos en cínicos, para permitirles sobrevivir… Usted es la única prueba que conozco de la inexactitud de mi teoría. Y tal vez sea precisamente eso lo que me gusta de su carácter; más aún que los golpes de esgrima. Me reconcilia con ciertas cosas que habría jurado sólo existen en los libros. Es algo así como mi conciencia dormida.
Callaron ambos, escuchando el rumor de la fuente, y la suave racha de aire tibio volvió a agitar las ramas de los sauces. Entonces el maestro de esgrima pensó en Adela de Otero, miró de soslayo a Luis de Ayala y percibió en su propio interior un ingrato murmullo de remordimiento.