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Se oyó bullicio en la calle Montera. Un grupo de transeúntes se agolpaba al otro lado de la ventana, señalando hacia la Puerta del Sol.

– ¿Qué pasa? -preguntó ávidamente Cárceles, olvidándose de Prim. Carreño se habla acercado a la puerta. Ajeno a las conmociones políticas, el gato dormitaba en su rincón.

– ¡Parece que hay jarana, señores! -informó Carreño-. ¡Habrá que echar un vistazo!

Salieron los contertulios a la calle. Grupos de curiosos se congregaban en la Puerta del Sol. Se veía movimiento de carruajes y guardias que invitaban a los desocupados a tomar otro camino. Varias mujeres subían calle arriba con apresurado sofoco, echando temerosas miradas por encima del hombro. Jaime Astarloa se acercó a un guardia.

– ¿Ha ocurrido alguna desgracia?

El guindilla se encogió de hombros; saltaba a la vista que los acontecimientos rebasaban su capacidad de análisis.

– No lo veo muy claro, caballero -dijo con visible embarazo, tocándose con los dedos la visera al comprobar el distinguido aspecto de quien lo interpelaba-. Parece que han detenido a media docena de generales… Dicen que los llevan a la prisión militar de San Francisco.

Don Jaime puso al corriente a sus contertulios, siendo acogidas sus noticias con exclamaciones de consternación. Resonó en mitad de la calle Montera la voz triunfante del irreductible Agapito Cárceles:

– ¡Señores, esto está cantado! ¡Pintan bastos!… ¡Es el último zarpazo de la represión ciega!

Estaba frente a él, bella y enigmática, con un florete en la mano y pendiente de los gestos del maestro de armas.

– Es muy simple. Fíjese bien, por favor -Jaime Astarloa levantó su acero y lo cruzó suavemente con el de ella, de un modo tan leve que parecía una metálica caricia-. La estocada de los doscientos escudos se inicia con lo que llamamos tiempo marcado: un falso ataque presentando al adversario una apertura en cuarta, para incitarlo a tirar en esa posición… Así, eso es. Respóndame en cuarta. Perfecto. Yo paro con la contra de tercia, ¿ve?… Desengancho y tiro, manteniendo siempre la apertura para inducirla a usted a oponerme una contra de tercia y que vuelva a tirar en cuarta de inmediato… Muy bien. Como puede comprobar, hasta aquí no hay secreto alguno.

Adela de Otero se detuvo, pensativa, con los ojos clavados en el florete del maestro de esgrima.

– ¿No es peligroso ofrecerle dos veces al adversario esa apertura? Don Jaime negó con la cabeza.

– En absoluto, señora mía. Siempre y cuando se domine la contra de tercia, lo que es su caso. Es evidente que mi estocada encierra un riesgo, por supuesto; pero sólo en el caso de que quien recurra a ella no sea persona avezada en nuestro arte, y la domine a la perfección. Nunca se me ocurriría enseñársela a un aprendiz de esgrimista, porque estoy seguro de que se haría matar en el acto al ejecutarla… ¿Comprende ahora la reserva inicial, cuando usted me hizo el honor de solicitar mis servicios?

La joven le dedicó una sonrisa encantadora.

– Le ruego me excuse, maestro. Usted no podía saber…

– En efecto. No podía saberlo. Y todavía ahora sigo sin explicarme bien cómo usted… -se interrumpió brevemente, mirándola absorto-. Bueno, basta de charla. ¿Proseguimos? -Adelante.

– Bien -los ojos del maestro eludían los de la joven, al hablar-. Apenas el adversario tira por segunda vez, en el preciso instante en que rozan los aceros, hay que doblar con esta contraparada, así, tirando de inmediato en cuarta por fuera del brazo… ¿Lo ve? Es normal que el adversario recurra a la parada de punta volante, doblando el codo y levantando su florete casi vertical para desviar el ataque. Eso es.

Jaime Astarloa se detuvo de nuevo, con el extremo de su arma apoyado en el hombro derecho de Adela de Otero. Sintió que se alteraba el latir de su corazón ante el contacto con la carne de ella, que parecía llegarle a través del acero que sostenía entre los dedos, como si aquél fuese una simple prolongación de éstos… «Sentiment du fer», murmuró para sus adentros mientras se estremecía imperceptiblemente. La joven miró de soslayo el florete, y la cicatriz de su boca se acentuó en una sutil sonrisa. Avergonzado, el maestro de esgrima levantó el acero una pulgada. Ella parecía haber penetrado sus sentimientos.

– Bien. Ahora viene el momento decisivo -continuó don Jaime, esforzándose por recobrar la concentración que durante unos instantes se le había escapado por completo-. En vez de lanzar la estocada en toda su extensión, cuando el adversario ya ha iniciado el movimiento se vacila durante un segundo, como si se estuviese realizando un falso ataque con intención de dar una estocada diferente… Lo haré despacio para que se fije usted bien: así. Lo ejecutamos, ¿ve?, de forma que el oponente no llegue a realizar la parada por completo, sino que la interrumpa a la mitad mientras se dispone a parar la otra estocada, que él cree vendrá a continuación.

Los ojos de Adela de Otero lanzaron un destello de júbilo. Había comprendido.

– ¡Y es ahí donde el adversario comete el error! -exclamó gozosa, paladeando el descubrimiento.

El maestro hizo un gesto de benévola complicidad.

– Exacto. Es ahí donde surge el error que nos da el triunfo. Observe: tras la brevísima vacilación, proseguimos el movimiento acortando la distancia en el mismo gesto, de esta forma, para evitar que él retroceda, y dejándole muy poco espacio para obrar. En ese punto, se gira el puño un cuarto de vuelta, esto es, de forma que la punta del florete suba no más de un par de pulgadas. ¿Ve qué simple? Si se ejecuta bien el movimiento, podemos alcanzar con facilidad al adversario en la base del cuello, junto a la clavícula derecha… O bien, puestos a zanjar la cuestión, en mitad de la garganta.

La punta embotonada del florete rozó el cuello de la joven, que miró al maestro de esgrima con la boca entreabierta y los ojos relampagueando de excitación. Jaime Astarloa la estudió detenidamente; tenla dilatadas las aletas de la nariz, y su pecho se estremecía bajo la blusa con respiración agitada. Estaba radiante; como una niña que acabase de abrir el envoltorio de un regalo maravilloso.

– Es excelente, maestro. Increíblemente simple -dijo en un susurro, envolviéndolo en una mirada de cálida gratitud-. ¡Increíblemente simple! -repitió pensativa, mirando después, fascinada, el florete que tenía en la mano. Parecía subyugada por la nueva dimensión mortal que a partir de ese momento cobraba aquella hoja de acero.

Ahí radica quizás su mérito -comentó el maestro de armas-. En esgrima, lo simple es inspiración. Lo complejo es técnica.

Ella sonrió, feliz.

– Poseo el secreto de una estocada que no figura en los tratados de esgrima -murmuró, como si ello le produjese. un intimo placer-. ¿Cuántas personas la conocen? Don Jaime hizo un gesto vago.

– No sé. Diez, tal vez doce… Quizás algunos más. Pero ocurre que unos se la enseñarán a otros, y al cabo de poco tiempo perderá su eficacia. Como ha visto, es muy fácil de parar cuando se la conoce.

– ¿Ha matado a alguien con ella?

El maestro de esgrima miró a la joven con sobresalto. Aquélla no era una pregunta conveniente en labios de una dama.

– No creo que eso venga al caso, señora mía… Con todos mis respetos, no creo que eso venga al caso en absoluto -hizo una pausa, mientras por su mente pasaba el lejano recuerdo de un infeliz desangrándose a borbotones en un prado, sin que nadie pudiera hacer nada por restañar la profunda sangría que brotaba de su garganta atravesada-. Y aunque así hubiera sido, no encuentro en ello nada de lo que pueda sentirme especialmente orgulloso,

Adela de Otero hizo una mueca burlona, como si la cuestión fuera discutible. Y Jaime Astarloa pensó, preocupado, que había un punto de oscura crueldad en el brillo de aquellos ojos color violeta.

Fue Luis de Ayala el primero que planteó la cuestión. Habían llegado hasta él ciertos rumores.

– Inaudito, don Jaime. ¡Una mujer! ¿Y dice usted que es buena tiradora?

– Excelente. Yo fui el primer sorprendido.

El marqués se inclinó, visiblemente interesado.

– ¿Hermosa?

Jaime Astarloa hizo un gesto que pretendía ser imparcial. -Mucho.

– ¡Es usted el mismo diablo, maestro! -Luis de Ayala lo amonestó con un dedo mientras le guiñaba un ojo con aire cómplice-. ¿Dónde encontró esa joya?

Protestó suavemente don Jaime. Era absurdo pensar que a sus años, etcétera. Relación exclusivamente profesional. Seguro que Su Excelencia se hacía cargo.

Luis de Ayala se hizo cargo en el acto.

– Tengo que conocerla, don Jaime.

Dio el maestro de esgrima una ambigua respuesta. No lo hacía muy feliz la perspectiva de que el marqués de los Alumbres conociese a Adela de Otero.

– Naturalmente, Excelencia. Cualquier día de estos. Ningún problema.

Luis de Ayala lo tornó por el brazo; ambos paseaban bajo los frondosos sauces del jardín. El calor se hacía sentir incluso a la sombra, y el aristócrata vestía sólo un ligero pantalón de casimir y una camisa de seda inglesa, cerrada en los puños por gemelos blasonados de oro.

– ¿Casada?

– Lo ignoro.

– ¿No conoce su domicilio?

– Estuve una vez. Pero sólo la vi a ella y a una sirvienta. -¡Vive sola, entonces!

– Esa impresión me causó, mas no puedo asegurarlo -don Jaime empezaba a sentirse molesto con aquel interrogatorio, y se esforzaba en zafarse de él sin pecar de descortés con su cliente y protector-. La verdad es que doña Adela no habla demasiado sobre ella misma. Ya le he dicho a Su Excelencia que nuestra relación, inútil insistir en ello, es exclusivamente profesional: profesor y cliente.

Se detuvieron junto a una de las fuentes de piedra, mofletudo angelote que vertía agua de un cántaro. Un par de gorriones alzaron el vuelo ante la proximidad de los paseantes. Luis de Ayala los observó hasta que desaparecieron entre las ramas de un árbol cercano y después se volvió hacia su interlocutor. Ofrecían notable contraste, la fornida y vigorosa humanidad del marqués junto a la enjuta distinción del maestro de esgrima. A simple vista, cualquiera hubiese pensado que era Jaime Astarloa el aristócrata.

– Nunca es demasiado tarde, entonces, para revisar ciertos principios que parecían inmutables… -aventuró el de los Alumbres con guiño malicioso. Se sobresaltó don Jaime, visiblemente vejado.

– Le ruego que no siga por ese camino, Excelencia-el tono le salió algo picado-. Nunca habría aceptado a esa joven como cliente, de no haber visto en ella indudables dotes técnicas. Puede tener la más completa seguridad.