Bebió sin prisa el licor, examinó el documento que había escrito para que firmara Diego y, por último, se dirigió a un pesado armario y sacó la faltriquera. Una de la bujías terminó de consumirse y el cerote goteó sobre la mesa antes de que terminara de contar una vez más las perlas. El Zorro esperó un plazo prudente y luego salió con sigilo de gato de su refugio. Había dado varios pasos pegado a la pared, cuando Moncada, sintiéndose observado, se volvió. Sus ojos se posaron sobre el hombre mimetizado en las sombras, sin verlo, pero el instinto le advirtió del peligro. Cogió la fina espada, con empuñadura de plata y borlas de seda roja, que colgaba de la silla.

– ¿Quién anda allí? -preguntó.

– El Zorro. Creo que tenemos algunos asuntillos pendientes… -dijo éste, adelantándose.

Moncada no le dio tiempo de continuar, se le fue encima con un grito de odio, decidido a atravesarlo de lado a lado. El Zorro esquivó el acero con un pase de torero, incluida una vuelta graciosa de la capa, y de dos saltos se apartó, siempre con garbo, la derecha enguantada en la empuñadura, la izquierda en la cadera, el ojo atento y una sonrisa de muchos dientes debajo del bigotillo torcido. Al segundo lance esquivado desenvainó su espada sin prisa, como si la insistencia del otro en matarle fuera un fastidio.

– Mala cosa es batirse con rabia -le desafió.

Paró tres mandobles y un tajo de revés levantando apenas el arma, luego retrocedió para dar confianza al adversario, quien sin vacilar arremetió de nuevo. El Zorro trepó de un solo impulso a la mesa y desde arriba se defendió casi bailando de las estocadas a fondo de Moncada. Algunas pasaban entre sus piernas, otras las esquivaba con cabriolas o las detenía con tal firmeza que los hierros despedían chispas. Descendió de la mesa y se alejó dando brincos sobre las sillas, perseguido de cerca por Moncada, cada vez más frenético. «No se canse, que no es bueno para el corazón», le picaneaba.

A ratos el Zorro se perdía en las sombras de los rincones, donde no llegaba la débil luz de las bujías, pero en vez de aprovechar la ventaja para atacar a traición, reaparecía por otro lado, llamando a su contrincante con un silbido.

Moncada tenía muy buen dominio de la espada y en combate deportivo le habría dado trabajo a cualquier adversario, pero le cegaba un rencor fanático. No podía soportar a ese atrevido que desafiaba a la autoridad, rompía el orden, se burlaba de la ley. Debía matarlo antes de que destruyera lo que él más valoraba: los privilegios que le correspondían por nacimiento.

El duelo continuó de la misma manera, uno atacando con desesperada furia y el otro esquivando con burlona ligereza. Cuando Moncada estaba listo para clavar al Zorro contra la pared, éste rodaba por el suelo y se erguía con una pirueta de acróbata a dos varas de distancia. Comprendió por fin Moncada que no ganaba terreno, sino que lo perdía, y empezó a dar voces llamando a sus hombres, entonces el Zorro dio por terminado el juego.

De tres largos trancos alcanzó la puerta y le echó doble llave con una mano, mientras con la otra mantenía a raya a su enemigo. Enseguida cambió el acero a la izquierda, truco que siempre desconcertaba al contrincante, al menos por unos segundos. Saltó de nuevo sobre la mesa, desde allí se colgó de la gran lámpara de hierro del techo que había estado allí desde la reconstrucción de la casa, y se columpió, cayendo por detrás de Moncada en medio de una lluvia de ciento cincuenta velas empolvadas.

Antes de que Moncada alcanzara a darse cuenta de lo sucedido, se encontró desarmado y con la punta de otra espada en la nuca. La maniobra había durado pocos segundos, pero ya media docena de soldados abría la puerta a culatazos y patadas e irrumpía en el salón con los mosquetes preparados. (Al menos así lo ha contado el Zorro en repetidas ocasiones y, como nadie lo ha desmentido, debo creerle, aunque tiende a exagerar sus proezas. Disculpad este breve paréntesis y volvamos al salón .) Decía que los soldados entraron en tropel al mando del sargento García, quien estaba recién salido de la cama e iba en calzoncillos, pero con la gorra del uniforme encasquetada sobre sus cabellos grasientos. Los hombres pisaron las velas y varios de ellos rodaron por el suelo. A uno se le salió un tiro, que pasó rozando la cabeza de Rafael Moncada y fue a dar al cuadro de la chimenea, perforando un ojo de la reina Isabel la Católica.

– ¡Cuidado, imbéciles! -bramó Moncada.

– ¡Haced caso a vuestro jefe, amigos! -les recomendó el Zorro amablemente.

El sargento García no podía creer lo que veía. Habría apostado su alma a que el Zorro yacía sobre las rocas al pie del acantilado, en cambio allí estaba resucitado, como Lázaro, pinchándole el cogote a su excelencia. La situación era muy grave, ¿por qué entonces él sentía un agradable aletear de mariposas en su amplia panza de glotón? Indicó a sus hombres que retrocedieran, tarea nada fácil porque resbalaban en las velas, y una vez que salieron, cerró la puerta y se quedó adentro.

– El mosquete y el sable, sargento, por favor -le pidió el Zorro en el mismo tono amistoso.

García se desprendió de sus armas con sospechosa prontitud y enseguida se plantó delante de la puerta de piernas abiertas y brazos cruzados sobre el pecho; imponente, a pesar de los calzoncillos. Habría que determinar si velaba por la integridad física de su superior o si se disponía a gozar del espectáculo.

El Zorro indicó a Rafael Moncada que se sentara ante la mesa y leyera en voz alta el documento. Era una confesión de haber incitado a los colonos a rebelarse contra el rey y declarar independiente a California. Esa traición se pagaba con la muerte, además la familia del acusado perdía sus bienes y el honor. El papel estaba en blanco, sólo faltaba el nombre del culpable. Por lo visto Alejandro de la Vega se había negado a firmarlo, a eso se debía la insistencia en que lo hiciera su hijo.

– Bien pensado, Moncada. Como ve, sobra espacio al pie de la página. Tome la pluma y escriba lo que le dictaré a continuación -le mandó el Zorro.

Rafael Moncada se vio forzado a agregar al documento el negocio de las perlas, además del delito de esclavizar a los indios.

– Fírmelo.

– ¡Jamás firmaré esto!

– ¿Por qué no? Está escrito con su letra y es la santa verdad. ¡Fírmelo! -le ordenó el enmascarado.

Rafael Moncada dejó la pluma en la mesa e hizo ademán de levantarse, pero de tres rápidos movimientos la espada del Zorro le talló una zeta en el cuello, debajo de la oreja izquierda. Un rugido de dolor y de ira escapó del pecho de Moncada. Se llevó la mano a la herida y la retiró ensangrentada. La punta del acero se apoyó en su yugular y la voz firme de su enemigo le indicó que contaría hasta tres y, si no colocaba su nombre y su sello, le mataría con el mayor gusto. Uno… dos… y…

Moncada puso su firma al pie de la hoja, luego derritió lacre en la llama de la vela, dejó caer unas gotas sobre el papel y estampó su anillo con el sello de su familia. El Zorro esperó a que se secara la tinta y se enfriara el lacre, luego llamó a García y le ordenó que firmara como testigo. El gordo escribió su nombre con dolorosa lentitud, luego enrolló el documento y, sin poder disimular una sonrisa de satisfacción, se lo pasó al enmascarado, quien se lo guardó en el pecho.

– Muy bien, Moncada. Tomará el barco dentro de un par de días y saldrá de aquí para siempre. Guardaré esta confesión a buen recaudo, y si vuelve por estos lados, le pondré fecha y la presentaré a los tribunales, de otro modo nadie la verá. Sólo el sargento y yo sabemos de su existencia.

– A mí no me meta en esto, por favor, señor Zorro -balbuceó García, espantado.

– Respecto a las perlas, no debe preocuparse, porque yo me haré cargo del problema. Cuando las autoridades pregunten por ellas, el sargento García dirá la verdad, que el Zorro se las llevó.

Tomó la faltriquera, se dirigió a la ventana rota y emitió un agudo silbido. Momentos después, oyó los cascos de Tornado en el patio, saludó con un gesto y saltó afuera. Rafael Moncada y el sargento García corrieron tras él, llamando a la tropa. Recortada contra la luna llena vieron la silueta negra del misterioso enmascarado en su magnífico corcel.

– ¡Hasta la vista, señores! -se despidió el Zorro, haciendo caso omiso de las balas que le pasaban rozando.

Dos días más tarde Rafael Moncada se embarcó en la nave Santa Lucía con su cuantioso equipaje y los criados que había traído de España para su servicio personal. Diego, Isabel y el padre Mendoza lo acompañaron a la playa, en parte para cerciorarse de que partiera y en parte por el gusto de verle la cara de furia. Diego le preguntó con tono inocente por qué se iba tan de súbito y por qué llevaba un vendaje en el cuello. A Moncada la imagen de ese joven acicalado, que chupaba pastillas de anís para el dolor de cabeza y usaba un pañuelo de encaje, no le calzaba para nada con la del Zorro, pero seguía aferrado a la sospecha de que ambos eran el mismo hombre. Lo último que les dijo al embarcarse fue que no descansaría ni un solo día hasta desenmascarar al Zorro y vengarse.

Esa misma noche Diego y Bernardo se encontraron en las cuevas. No se habían visto desde la oportuna aparición de Bernardo en la hacienda para salvar al Zorro. Entraron por la chimenea de la casa, que Diego había recuperado y empezaban a reparar del abuso de la soldadesca, con la idea de que, tan pronto estuviera lista, Alejandro de la Vega volvería a ocuparla. Por el momento, éste convalecía al cuidado de Toypurnia y Lechuza Blanca, mientras su hijo aclaraba su situación legal. Con Rafael Moncada fuera del cuadro, no sería difícil lograr que el gobernador levantara los cargos. Los dos jóvenes se disponían a iniciar la tarea de convertir las cuevas en la guarida del Zorro.

Diego quiso saber cómo había hecho Bernardo para presentarse en la hacienda, galopar un buen rato perseguido por la tropa, saltar al vacío desde los acantilados y simultáneamente aparecer en la portezuela de la chimenea en el salón de la casa. Debió repetir la pregunta, porque Bernardo no entendió bien de qué hablaba. Nunca estuvo en la casa, le aseguró con gestos, Diego debió haber soñado ese episodio. Se lanzó al mar con el caballo porque conocía muy bien el terreno y sabía exactamente dónde caer. Era noche cerrada, explicó, pero salió la luna, iluminando el agua, y pudo dar con la playa sin dificultad. Una vez en tierra firme comprendió que no podía exigir más a su extenuado corcel y lo dejó libre. Tuvo que caminar varias horas para llegar al amanecer a la misión San Gabriel.