MIRANDA. No.

J. D. ¿Bebía?

M. Moderadamente.

J. D. ¿Recuerda haberle visto ebrio en alguna ocasión?

M. Yo diría, mejor, alegre.

J. D. ¿Reconoce haberle visto alegre?

M. Alguna vez. A todo el mundo…

J. D. ¿Perdido el control de sí mismo?

M. No.

J. D. ¿Recuperaba la lucidez si las circunstancias lo requerían?

M. Sí.

J. D. ¿Cree usted que utilizaba productos tóxicos?

M. No.

J. D. ¿Le pareció a usted en algún momento loco o trastornado?

M. No.

J. D. Resumiendo, ¿consideraba usted a Lepprince un hombre perfectamente normal?

M. Sí.

…Sólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de cualquier sufrimiento ajeno, podría escandalizarse o sorprenderse ante los hechos. Pues, ¿qué sucedió sino que la prosperidad inmerecida de los logreros, los traficantes, los acaparadores, los falsificadores de mercaderías, los plutócratas en suma, produjeron un previsible y siempre mal recibido aumento de los precios que no se vio compensado con una justa y necesaria elevación de los salarios? Y así ocurrió lo que viene aconteciendo desde tiempo inmemorial: que los ricos fueron cada vez más ricos, y los pobres, más pobres y miserables cada vez. ¿Es, pues, reprobable, como algunos pretenden, que los desheredados, los débiles, los parientes pobres de la inhumana e insensible familia social recurriesen a un único camino, al solo medio que su condición les deparaba? No, sólo un insensato, un torpe, un ciego, podría ver algo censurable en tal actitud. En la empresa Savolta, debo decirlo, señores, y entrar así en uno de los más oscuros y penosos pasajes de mi artículo y de la realidad social, se pensó, se planeó y se intentó lo único que podía planearse, pensarse e intentarse. Sí, señores, la huelga. Pero los desamparados obreros no contaban con (¿me atreveré a pronunciar su nombre?) ese cancerbero del capital, esa sombra temible ante cuyo recuerdo tiemblan los hogares proletarios…

– Me envía “el Hombre de la Mano de Hierro” -dijo Lepprince-. ¿Han oído hablar de él?

– ¿Quién no lo ha oído, señor? Todo Barcelona…

– Vayamos al grano -dijo Lepprince.

El aposento donde se celebró la contrata no era grande, pero sí lo suficiente para que pudieran hablar cinco personas con cierta holgura. Las paredes estaban empapeladas de andrajos y había una mesa carcomida, dos sillas y un sofá. Del techo colgaba una lámpara de petróleo que parpadeaba y no existían ventanas ni orificio alguno de ventilación. Los dos hombres ocupaban las sillas; Lepprince y yo, el sofá, y ella, rebozada en su capa de lentejuelas, se hizo un ovillo sobre la mesa, con las piernas cruzadas.

Recuerdo vivamente la profunda impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi. Tenía el cabello negro y espeso que caía en serenas ondas sobre sus espaldas, los ojos negros también y muy grandes, la boca pequeña de gruesos labios, la nariz recta, la cara redonda. Iba exageradamente pintada y aún conservaba la capa de terciopelo y falsa pedrería con que se tapaba después de su actuación. Había seguido con el corazón encogido sus evoluciones en el aire, lanzada y recogida por aquellos forzudos torpes, idiotas y bestiales que la sobaban y mandaban con el gesto autoritario del toro semental. Cada vez que la veía girar y voltear en el vacío, a punto de caer y estrellarse contra la sucia pista de aquel desangelado cabaret, un gemido se ahogaba en mi garganta y maldije los turbios senderos que la llevaron a desempeñar aquella peligrosa y marginada profesión de saltimbanqui en un local obsceno y viciado por todo lo bajo y malo de este mundo. Quizá presentía futuros sufrimientos. Recuerdo que odié sin conocerle al «Hombre de la Mano de Hierro» y a todas las circunstancias que mezclaban en su tela de araña venenosa el destino de aquella niña con la suerte fatídica del hampa y el laberinto dramático del crimen; sin salida. Odié la pobreza, me odié a mí mismo, a Cortabanyes, que me había hecho partícipe de la contrata, a la empresa Savolta y a ella, en especial.

CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926

Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

…Que supe más adelante de la existencia de una mujer llamada María Coral, joven al parecer hermosa, de profesión artista y complicada en los hechos objeto de mi declaración. Que la tal María Coral, de apellido y origen desconocidos y de raza gitana (según me pareció deducir de sus rasgos físicos y tez), llegó a Barcelona en septiembre u octubre de 1917, en compañía de dos forzudos no identificados, con los que ejecutaba suertes acrobáticas en un cabaret de ínfima categoría de esta ciudad. Que los dos forzudos, a tenor de informes recibidos de otras localidades donde actuaron anteriormente, encubrían bajo su actividad artística la más lucrativa profesión de matones a sueldo, profesión que favorecía su corpulencia física y adiestramiento por una parte y, por otra, el hecho de desplazarse continuamente de una localidad a otra e incluso al extranjero. Que, de acuerdo con mis conjeturas, indemostrables, la susodicha María Coral abandonó la compañía de los dos forzudos en Barcelona, quedándose aquélla mientras partían éstos. Que la separación aludida se debió (siempre en el terreno de las suposiciones) a la intervención de algún poderoso personaje (¿Lepprince?, ¿Savolta?, ¿«el Hombre de la Mano de Hierro»?) que la hizo su amante. Que al cabo de un cierto lapso de tiempo desapareció de nuevo sin dejar rastro. Que reapareció en circunstancias extrañas en 1919…

– Ay, Rosa -dijo la señora de Claudedeu-, que ya barrunto quién es tu candidato.

– Neus, ¿quieres dejar de decir tonterías? -riñó la señora de Savolta-. Te digo que la niña es muy joven aún para pensar en estas cosas.

María Rosa Savolta se había despegado de su madre unos instantes para ir a tomar un refresco y regresó a tiempo de oír la última frase.

– ¿De qué habláis?

– De nada, hija, de nada. Tonterías que se le ocurren a Neus.

– Hablábamos de ti, primor -rectificó la señora de Claudedeu.

– Ah, de mí…

– Claro, eres la persona más importante de la fiesta. Le decía yo a tu madre, con la confianza que me da el haberte visto nacer, que ya eres una mujercita, y muy linda, por cierto, y quo conste que no lo digo por hacerte gracia, que menuda bruta soy yo cuando me pongo a cantar las verdades del barquero… La joven María Rosa Savolta se había ruborizado y tenia los ojos fijos en el vaso que sostenía con ambas manos.

– Y le decía yo a tu madre que va siendo hora de que pienses en tu futuro. En lo que harás, me refiero, cuando termines los estudios en el internado. Con eso, ya sabes lo que quiero decir.

– Pues no, no, señora -respondió María Rosa Savolta.

– Mira, niña, deja de llamarme señora y haz el favor de tutearme y llamarme por mi nombre. No te creas que adoptando esta actitud de mojigata me vas a matar la curiosidad.

– Oh, no, Neus. No intentaba…

– Ya sé yo que sí, ¿te crees que no he sido joven y que no he recurrido a estos trucos? Anda, boba, seamos amigas y cuéntamela verdad. ¿Estás enamorada?

– ¿Yo? Qué disparate, Neus…, ¿de quién iba yo a enamorarme metidita todo el día en el internado?

– ¡Qué sé yo! Eso se lleva en la sangre. Si no se ven hombres, se inventan, se sueñan… ¡Buenas somos las mujeres! A tu edad, claro.

La intervención de la señora de Parells salvó el apuro de la joven María Rosa Savolta.

– ¿A que no sabéis lo que me acaban de contar? -dijo uniéndose al grupo.

– No, claro que no lo sabemos. ¿Vale la pena?

– Ya me lo diréis cuando lo hayáis oído. Niña, guapa, ¿por qué no te vas a dar un paseo?

– Sé discreta, hija -continuó la señora de Claudedeu a María Rosa Savolta.

– Ve a ver a los señores a la biblioteca, María Rosa -dijo su madre, la señora de Savolta-. Estoy segura de que aún no has saludado a nadie.

– A la biblioteca no, mamá -suplicó María Rosa Savolta.

– Haz lo que te digo y no repliques. Tienes que sacudirte esa ridícula timidez. Anda, ve.

El vejete cubría de besos el rostro del oficinista, que tanteaba en busca de sus gafas. El marino acabó de desplumar la paloma y se la metió en el bolsillo.

– Para desayunar -dijo roncamente.

– Qué ogro -chilló el vejete.

Cuando hubieron acomodado de nuevo al oficinista, éste se quedó mudo y adormecido en sus remordimientos, arrullado en los brazos del vejete. Había desaparecido el chino.

– ¿Cómo se suicidó ese parroquiano? -pregunté a Remedios.

– De un pistoletazo. El insensato nos causó la ruina por ser teatral. Ahora estamos pendientes de la decisión de la policía para ver si nos cierran el establecimiento.

– ¿Y qué harían entonces?

– Las aceras, ¿qué otra cosa sugiere usted? Nadie nos contratará, ya no somos jovencitas,¿cuántos años me pondría usted?

Una mujer obesa, cincuentona, vestida de Manon Lescaut, ocupaba el lugar del chino. Arrancó a cantar con voz de contralto una tonadilla de doble sentido.

– No más de treinta -dijo Lepprince, haciendo una mueca irónica.

– Cuarenta y siete, macho, y no te chotees.

– Pues te conservas muy dura.

– Toca, toca, sin miedo.

El marino arrojó los restos del bocadillo sobre la cantante y el oficinista rompió a llorar en brazos del vejete. La cantante se despegó el pan del vestido, roja de ira.

– ¡Sois unos malparidos, cago en vuestras madres! -gritó con su potente vozarrón.

– Para cantar me basto yo solo -dijo el marino y entonó una balada de ron y piratas con hosca voz.

– ¡Hijos de puta! -tronó la cantante-. Quisiera yo veros en el Liceo, haciendo estas charranadas.

– Ahí me gustaría verte a ti cantando -dijo el vejete, que había soltado al oficinista y gesticulaba, de pie.

– ¡Me sobra de todo para cantar en el Liceo, colgajo de mierda!

– ¡Te sobra finura, putarranco! -aulló el vejete.

– Muchas quisieran tener de lo que a mí me sobra -gritó la cantante y se sacó por encima del escote unas tetas como tinajas. El vejete se abrió los pantalones y se puso a orinar burlonamente. La cantante dio media vuelta y se retiró bamboleante y digna, sin esperar aplausos. Al llegar a las cortinas, tras el piano, se giró en redondo y dijo, solemne-: ¡Te parieron en una escupidera, marica!