– Lo lamento…, no recuerdo dónde nos hemos visto anteriormente, señor…
– Turull. Josep Turull, agente inmobiliario, para servirle. Nos vimos hace poco en…
– Oh, ya recuerdo, claro… ¿Turrull, dice usted?
– Turull, con una sola erre.
Estrechó la mano del desconocido y siguió recorriendo la sala por entre grupos de señoras enjoyadas, sedosas, aromáticas, que mareaban un poco a los caballeros. En la biblioteca contigua al salón se respiraba un humo agrio de cigarros puros y se mezclaban carcajadas ruidosas y risitas con el susurro del último chisme o la última anécdota de un personaje conocido.
– ¿Le tiraron tomates y huevos podridos?
– Piedras, una lluvia de piedras. Por supuesto no le pudieron alcanzar, pero el gesto es lo que cuenta.
– No se puede gritar vivas a Cataluña desde las ventanas del Círculo Ecuestre, ¿no les parece?
– Hablábamos de nuestro amigo…
Lepprince sonrió.
– Ya sé de quién hablan. Me contaron esa historia.
– De todas formas -dijo-, hay que tener la endiablada inteligencia de ese hombre para jugar con Madrid, con los catalanes y, por si fuera poco, con esos oficialillos descontentos.
– Que de poco le arrastran a Montjuic.
– Habría salido a las veinticuatro horas rodeado del fervor popular: un Maura con la aureola de Ferrer.
– No sea usted cínico.
– No le defiendo como persona, pero reconozco que media docena de políticos como él cambiarían el país.
– Habría que ver qué clase de cambio es ése. Para mí no hay mucha diferencia entre él y Lerroux.
– Coño, Claudedeu, no exageremos -dijo Savolta.
Claudedeu se congestionó.
– Todos son iguales: traicionarían a Cataluña por España y a España por Cataluña si eso les reportara un interés personal.
– ¿Y quién no haría lo mismo? -apuntó Lepprince.
– Silencio -atajó Savolta-, por ahí viene.
Miraron hacia el salón y le vieron atravesar en dirección a la biblioteca, saludando a derecha e izquierda, con la sonrisa prieta y el ceño fruncido.
Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo de la boca migas y rumias sobre la mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El vejete nos dirigía guiños. La mujer anunció al chino Li Wong, del cual dijo:
– Les llevará de su mano al reino de la fantasía.
Yo me agitaba molesto por el pistolón que sentía clavado en el muslo.
– Espero que su magia no le permita descubrir que vamos armados -murmuré.
– Causaría una pésima impresión -corroboró el francés.
El chino barajaba unos gallardetes de los que apareció una paloma. Ésta sobrevoló la pista y se posó en la mesa del marino a picotear las migas. El marino la desnucó con una macana y se puso a desplumarla.
– Oh, hol-lol -dijo el chino-, la clueldad del homble. El oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano y le insultó.
– Haga usted el favor de devolver este animalillo a su dueño, desvergonzado.
El marino asió la paloma por la cabeza y la blandió ante los ojos del oficinista.
– Suerte tiene usted de ser cegato, que si no, le daba…
El oficinista se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al borde de la mesa para no caer.
– Soy un hombre instruido -exclamó-, y miren adónde me ha conducido mi mal.
– ¿Cuál es tu mal, hijito? -preguntó el vejete que había recogido los zapatos y sujetaba con ternura al oficinista.
– Tengo mujer y dos niños y mire dónde me hallo, ¡en qué antro! Todos estábamos pendientes del oficinista mientras el chino, desamparado, hacía volatines con cintas coloreadas. Remedios, la «Loba de Murcia», susurró: -La semana pasada se nos suicidó un parroquiano.
– En los burdeles afloran muchas verdades -sentenció Lepprince.
…¿Fue la incorporación del fatuo y engomado Lepprince o fueron las aciagas circunstancias las que hicieron posible la realización del antiguo dicho de que «a río revuelto ganancia de pescadores» (y yo añadirla: «de poco escrupulosos pescadores»)? No es mi propósito despejar esta incógnita. La verdad es una: que poco después de la «adquisición» del flamante francesito, la empresa duplicó, triplicó y volvió a doblar sus beneficios. Se dirá: qué bien, cuánto debieron beneficiarse los humildes y abnegados trabajadores, máxime cuanto que para que tal ganancia se hiciera posible tuvieron que incrementar en forma extraordinaria la producción, multiplicando la jornada laboral hasta dos y tres horas diarias, renunciando a las medidas más elementales de seguridad y reposo en pro de la rapidez en la manufactura de los productos. Qué bien, pensarán los lectores que no saben, como se dice, de la misa la mitad; y que me perdonen las autoridades eclesiásticas por comparar la misa con ese infierno que es el mundo del trabajo…
– No es la nuestra una tarea fácil -dijo el comisario Vázquez.
Lepprince le ofreció una caja de puros abierta de la que el comisario tomó uno.
– Vaya, buen veguero -comentó; sudaba-. Parece que hace calor aquí, ¿verdad?
– Quítese la chaqueta, está usted en su casa.
El comisario se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de su asiento. Encendió el puro con sonoro chupeteo y exhaló una bocanada de humo seguida de un chasquido aprobatorio.
– Lo que dije: un buen veguero. Sí, señor.
Lepprince le indicó un cenicero donde arrojar el papel de celofán que antaño envolvía el puro y que, concienzudamente atornillado, había servido para prenderlo.
– Si le parece a usted bien -dijo Lepprince-, podríamos pasar a tocar el tema que nos ocupa.
– Oh, por supuesto, monsieur Lepprince, por supuesto.
Recuerdo que, al principio, me cayó mal el comisario Vázquez, con su mirada displicente y su media sonrisa irónica y aquella lentitud profesional que ponía en sus palabras y sus movimientos, tendente sin duda a exasperar e inquietar y a provocar una súbita e irrefrenable confesión de culpabilidad en el oyente. Su premeditada prosopopeya me sugería una serpiente hipnotizando a un pequeño roedor. La primera vez que le vi lo juzgué de una pedantería infantil, casi patética. Luego me atacaba los nervios. Al final comprendí que bajo aquella pose oficial había un método tenaz y una decisión vocacional de averiguar la verdad a costa de todo. Era infatigable, paciente y perspicaz en grado sumo. Sé que abandonó el cuerpo de Policía en 1920, es decir, según mis cálculos, cuando sus investigaciones debían estar llegando al final. Algo misterioso hay en ello. Pero nunca se sabrá, porque hace pocos meses fue muerto por alguien relacionado con el caso. No me sorprende: muchos cayeron en aquellos años belicosos y Vázquez tenía que ser uno más, aunque tal vez no el último.
– Toda moral no es sino la justificación de una necesidad, entendiendo por necesidad el exponente máximo de la realidad, porque -la realidad se hace patente al hombre cuando traspone los dominios de la elucubración y se vuelve necesidad acuciante; la necesidad, por tanto, de una conducta unánime ha hecho surgir de la mente humana la idea de moral.
Así me hablaba Domingo Pajarito de Soto un atardecer en que habíamos ido paseando, a la salida del trabajo, por la calle de Caspe y la Gran Vía. Estábamos sentados en un banco de piedra en los jardines de la Reina Victoria Eugenia, desiertos por el viento frío que soplaba. Cuando calló Pajarito de Soto nos quedamos un rato embobados contemplando el surtidor.
– La libertad -prosiguió- es la posibilidad de vivir acorde con la moral impuesta por las realidades concretas de cada individuo en cada época y circunstancia. De ahí su carácter variable, relativo e imposible de delimitar. En esto, ya ves, soy anarquista. Difiero, en cambio, en creer que la libertad, en tanto que medio de subsistencia, va unida a la sumisión a la norma y al estricto cumplimiento del deber. Los anarquistas, en este sentido, tienen razón, pues su idea procede de la necesidad real, pero la traicionan en tanto en cuanto no toman en cuenta la realidad para cimentar sus tesis.
– No conozco tan a fondo el anarquismo como para darles la razón o rebatir tus argumentos -repliqué.
– ¿Estás interesado en el tema?
– Sí, por supuesto -dije, más por agradarle que por ser sincero.
– Entonces, ven. Te llevaré a un sitio interesante.
– Oye, ¿no será peligroso? -exclamé alarmado.
– No temas. Ven -me dijo.
Teresa y yo habíamos ido aquella tarde a un salón de baile situado en la parte alta de la ciudad, donde ésta entronca con la villa de Gracia. Se llamaba «Reina de la Primavera». Contenía más gente de la que hubiese admitido su ya vasta capacidad, pero el ambiente resultaba simpático y alegre. Había lamparillas de gas ocultas tras cristales de colores que esparcían haces de luz mortecina sobre las parejas, las mesas rebosantes de familias sudorosas, la orquesta bullanguera, las mozas trajinantes y los guardianes del orden que recorrían la pista y oteaban los rincones empuñando cachiporras. Subían globos gaseosos por entre los estratos de humo hasta el techo desportillado del que pendían guirnaldas y banderolas con las que rebotaban para emprender un lánguido descenso hacia las cabezas abrillantadas de los danzantes. Nos divertíamos cuando Teresa me dijo de pronto:
– Soy una flor tronchada sin tierra bajo mis pies. Me abraso, vámonos.
Contemplé de cerca el rostro de la mujer que se mecía entre mis brazos y advertí en su piel tersa un tinte descolorido, una red irregular de venillas grisáceas e inicios de surcos en los alrededores de los ojos y la boca. Tras sus párpados entornados adiviné las riberas hasta donde descienden los pastos frescos, la brisa empalagosa de los bosques y el rumor del agua y las hojas y las cosas en movimiento que constituye un lenguaje secreto de la infancia. Jamás olvidaré a Teresa.
JUEZ DAVIDSON. ¿Frecuentaba los cabarets el señor Lepprince?