M. No.

J. D. ¿Está seguro?

M. Sí.

J. D. ¿Le dijo él explícitamente que no pertenecía?

M. No.

J. D. En tal caso, ¿cómo puede estar tan seguro?

La taberna de Pepín Matacríos estaba en un callejón que desembocaba en la calle de Aviñó. Nunca logré aprender el nombre del callejón, pero sabría ir a ciegas, si aún existe. Infrecuentemente visitaban la taberna conspiradores y artistas. Las más de las noches, inmigrantes gallegos afincados en Barcelona y uniformados a tono con sus empleos: serenos, cobradores de tranvía, vigilantes nocturnos, guardianes de parques y jardines, bomberos, basureros, ujieres, lacayos, mozos de cuerda, acomodadores de teatro y cinematógrafo, policías, entre otros. Nunca faltaba un acordeonista y, de vez en cuando, una ciega que cantaba coplas estridentes a cuyos versos había suprimido las letras consonantes: e-u e-u-o u-e-a-i-o-o-o. Pepín Matacríos era un hombrecillo enteco y ceniciento, de cuerpo esmirriado y cabeza descomunal en la que no figuraba otro pelo que su espeso bigote de guías retorcidas puntas arriba. Había sido faccioso de una suerte de mafia local que por aquellas épocas se reunía en su taberna y a la que controlaba desde detrás del mostrador.

– Yo no soy abiertamente opuesto a la idea de moral -me dijo Pajarito de Soto mientras dábamos cuenta de la segunda botella-. Y, en este sentido, admito tanto la moral tradicional como las nuevas y revolucionarias ideas que hoy parecen brotar de toda mente pensante. Si lo miras bien, unas y otras tienden a lo mismo: a encauzar y dar sentido al comportamiento del hombre dentro de la sociedad; y tienen entre sí un elemento común, fíjate: la vocación de unanimidad. La nueva moral sustituye a la tradicional, pero ninguna se plantea la posibilidad de convivencia y ambas niegan al individuo la facultad de elegir. Esto, en cierto modo, justifica la famosa repulsa de los autocráticos a los demócratas: «quieren imponer la democracia incluso a los que la rechazan», habrás oído esa frase mil veces, ¿no? Pues bien, con esta paradoja, y al margen de su intención cáustica, descubren una gran verdad, es decir, que las ideas políticas, morales y religiosas son en sí autoritarias, pues toda idea, para existir en el mundo de la lógica, que debe ser tan selvático y aperreado como el de los seres vivos, debe librar una batalla continua con sus oponentes por la primacía. Éste es el gran dilema: si uno solo de los miembros de la comunidad no acata la idea o no cumple la moral, ésta y aquélla se desintegran, no sirven para nada y, en lugar de fortalecer a cuantos las adoptan, los debilitan y entregan en manos del enemigo.

Y en otra ocasión, paseando casi de madrugada por el puerto:

– Te confesaré que me preocupa más el individuo que la sociedad y lamento más la deshumanización del obrero que sus condiciones de vida.

– No sé qué decirte. ¿No van estrechamente ligadas ambas cosas?

– En modo alguno. El campesino vive en contacto directo con la naturaleza. El obrero industrial ha perdido de vista el sol, las estrellas, las montañas y la vegetación. Aunque sus vidas confluyan en la pobreza material, la indigencia espiritual del segundo es muy superior a la del primero.

– Esto que dices me parece una simpleza. De ser así, no emigrarían a la ciudad como lo están haciendo. Un día en que le hablaba en términos elogiosos del automóvil meneó la cabeza con pesadumbre.

– Pronto los caballos habrán desaparecido, abatidos por la máquina, y sólo se utilizarán en espectáculos circenses, paradas militares y corridas de toros.

– ¿Y eso te preocupa -le pregunté-, la desaparición de los caballos barridos por el progreso?

– A veces pienso que el progreso quita con una mano lo que da con la otra. Hoy son los caballos, mañana seremos nosotros.

AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926

Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Yo, Alejandro Vázquez Ríos, presto juramento y digo:

Que nací en Antequera (Málaga) el día 1 de febrero de 1872, que ingresé en el cuerpo de policía en abril de 1891 y, como tal, desempeñé mis funciones en Valladolid, siendo ascendido en 1907 y trasladado a Zaragoza, nuevamente ascendido en 1910 y trasladado a Barcelona, donde resido actualmente. Que abandoné el ya citado Cuerpo en 1920 pasando a ocupar un puesto en el departamento comercial de una empresa del ramo de la alimentación. Que durante el ejercicio de mi cargo de policía tuve ocasión de seguir de cerca los hechos que hoy se conocen como «el caso Savolta». Que con anterioridad a mi designación para la investigación de los mencionados hechos, había tenido conocimiento de la existencia de Domingo Pajarito de Soto, del cual se conocían unos artículos aparecidos en el periódico obrerista La Voz de la Justicia y de marcado carácter infamante, vejatorio y subversivo. Que del ya citado individuo se desconocía su filiación; se sabía que procedía de Galicia, que no tenía trabajo ni domicilio declarados, que vivía con una mujer de la que tenía un hijo, ignorándose si esa unión se había realizado de conformidad con la Iglesia Católica; que entre sus lecturas se contaban los siguientes autores: Roberto Owen, Miguel Bakunín, Enrique Malatesta, Anselmo Lorenzo, Carlos Marx, Emilio Zola, Fermín Salvochea Francisco Ferrer y Guardia, Federico Urales y Francisco Giner de los Ríos, entre los más representativos, así como folletos de Ángel Pestaña, Juan García Oliver, Salvador Seguí «el Noi del Sucre» y Andrés Nin, entre otros, y publicaciones antigubernamentales como La Revista Blanca, La Voz del Trabajo, El Condenado, entre otras, y la ya citada La Voz de la Justicia, en la que colaboraba. Que al parecer había tenido contactos con el ya citado Andrés Nin (véase la ficha que se adjunta) y tal vez con otros dirigentes de igual o parecida tendencia, sin que se sepa a ciencia cierta en qué medida…

JUEZ DAVIDSON. ¿Cuándo conoció usted a Lepprince?

MIRANDA. He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto.

J. D. Explique brevemente el encuentro.

M. Lepprince fue al despacho de Cortabanyes y éste, tras hablar con él, me ordenó que me pusiese a su servicio. Lepprince me condujo a su auto, fuimos a cenar y luego a un cabaret.

J. D. ¿A dónde dice que fueron?

M. A un cabaret. Un local nocturno en el que…

J. D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de asombro, no de ignorancia. Prosiga.

Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió al entrar nosotros.

– Estaba segura de que no me fallarían -dijo enigmáticamente, y se levantó y vino hacia nosotros sonriendo, avanzando la pierna como si probase la temperatura del agua desde la orilla, con lo cual la pierna adelantada emergía de la abertura del vestido enfundada en una malla de reflejos vítreos. Lepprince la besó en ambas mejillas y yo le tendí la mano, que la mujer retuvo mientras decía-: Os daré la mejor mesa, ¿cerca de la orquesta?

– Lejos, a ser posible, madame.

La conversación era un poco absurda, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un marino barbudo y fornido que habla enterrado la cara en una jarra de ginebra y apenas si cesaba de bucear para respirar el aire polvoriento del local. Luego llegó un vejete muy fino, con la cara embadurnada de cremas y el pelo teñido de rubio cobrizo. Pidió una copita de licor que paladeó mientras se desarrollaba el espectáculo, y un tipo huraño, con gruesas gafas e inconfundibles rasgos de oficinista, que preguntó el precio de todo antes de beber, hizo proposiciones tacañas a todas las mujeres, sin éxito. Por entre la clientela vagaban cuatro mujeres semidesnudas, entradas en carnes, depiladas fragmentariamente, que circulaban de mesa en mesa entorpeciéndose las unas a, las otras, adoptando posturas estáticas por breves segundos, como fulminadas por un rayo paralizador. La que más asiduamente visitó nuestra mesa se llamaba Remedios, “la Loba de Murcia”. Pedimos a Remedios una jarra de ginebra, como habíamos visto hacer al marino, y aguardamos.

– Los alemanes bombardearon el barco en que viajaba. Y eso que sólo era un barco de pasajeros, fíjese usted. Hasta ese momento yo había simpatizado con los alemanes, ¿sabe, hijo?, porque me parecían un pueblo noble y guerrero, pero a partir de entonces, les deseo que pierdan la guerra de todo corazón.

– Es natural -dijo Lepprince, hizo una reverencia y se retiró. Un criado le ofreció una bandeja de la que tomó una copa de champán. Bebió para poder caminar sin verter el líquido y en aquel acto sorprendió las miradas de la señora de Savolta y de su amiga, la señora de Claudedeu, fijas en él. Sonrió a las damas y se inclinó de nuevo. Entonces advirtió junto a ellas la presencia de una joven que dedujo sería María Rosa Savolta. Era poco más que una niña de larga cabellera rubia. Vestía un traje de soirée de faya gris recubierta de una túnica de gasa blanca, fruncida, con corpiño y adornos de piel de seda negra, con las puntas rematadas de guirnaldas. Lepprince se fijó en los ojos grandes y luminosos de la joven Savolta que destacaban en la palidez de su cutis. Le dirigió una sonrisa más amplia que las anteriores y la joven desvió la mirada. Un hombre bajo y grueso, de calva brillante, se le aproximó.

– Buenas noches, monsieur Lepprince, ¿se divierte usted?

– Sí, desde luego, ¿y usted? -respondió el francés, que no había reconocido a su interlocutor.

– Yo también, pero no es de eso de lo que vine a hablarle.

– ¿Ah, no?

– No. Yo quería presentarle mis disculpas por nuestro infortunado encuentro.

Lepprince miró con más detenimiento al hombre: vestía con cierta inelegancia pueblerina, y sudaba. Le chocaron los ojos grises, fríos, ocultos bajo unas espesas cejas que parecían los bigotes de un oficial prusiano. Se dijo que no conseguía recordar aquellas facciones y que, sin embargo, esa noche experimentaba una inusitada perspicacia para captar el espíritu en los ojos de las personas. Presagio de acontecimientos.