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DECIMOSEXTA ENTREGA

Sentir,

que es un soplo la vida,

que veinte años no es nada,

que febril la mirada

errante en la sombra

te busca y te nombra.

Alfredo Le Pera

Aviso fúnebre

NÉLIDA ENRIQUETA FERNÁNDEZ DE MASSA, q.e.p.d., falleció el 15 de setiembre de 1968. Su esposo, Donato José Massa, sus hijos Luis Alberto y Enrique Rubén; su hija política Mónica Susana Schultz de Massa; su nieta María Mónica; su futura hija política Alicia Caracciolo; su padre político Luis Massa (ausente), sus hermanos políticos Esteban Francisco Massa y Clara Massa de Iriarte (ausentes); sobrinos y demás deudos invitan a acompañar sus restos al cementerio de la Chacarita hoy a las 16 hs.

NÉLIDA ENRIQUETA FERNÁNDEZ DE MASSA, q.e.p.d., falleció el 15 de setiembre de 1968. La razón social Inmobiliaria Massa amp; Cía. invita a acompañar sus restos al cementerio de la Chacarita hoy a las 16 hs.

El día jueves 15 de setiembre de 1968, a las 17 horas, Nélida Enriqueta Fernández de Massa dejó de existir, después de sufrir las alternativas de una grave dolencia. Contaba cincuenta y dos años de edad. Hacía algunos meses que no dejaba su lecho pero solamente en los últimos días había vislumbrado su próximo fin. El día anterior a su muerte recibió la extremaunción, después de lo cual pidió quedar a solas con su esposo.

Salieron de la habitación su hijo mayor, el doctor en medicina Luis Alberto Massa, y su hija política, la cual atendía a la enferma desde que los análisis revelaron un tumor canceroso en la columna vertebral; hijo y nuera acompañaron al sacerdote y su monaguillo hasta la puerta y después se dirigieron a la cocina donde la nieta de dos años tomaba un vaso de leche con vainillas bajo la vigilancia de la mucama: ésta les ofreció café y aceptaron.

Cuando Nené quedó a solas con su esposo, aliviada por la morfina pero algo aletargada, le explicó con dificultad que en ocasión de comprar el departamento de propiedad horizontal que ocupaban desde hacía doce años, al entrevistarse con el escribano para la firma de ciertos papeles ella le había confiado secretamente un sobre. Éste contenía indicaciones acerca de su última voluntad y algunas cartas de treinta años atrás. El documento establecía en primer término que se negaba a ser cremada y después exigía que en el ataúd, entre la mortaja y su pecho, se colocara el fajo de cartas ya nombrado.

Pero dicho pedido debía ser cambiado, en lo que atañía a las cartas. Ahora su deseo era que en el ataúd le colocaran, dentro de un puño, otros objetos: un mechón de pelo de su única nieta, el pequeño reloj pulsera infantil que su segundo hijo había recibido como regalo de ella al tomar la primera comunión, y el anillo de compromiso de su esposo. Éste le preguntó por qué le quitaba el anillo, ya que sería lo único que le quedaría de ella. Nené respondió que deseaba llevarse algo de él, y no sabía por qué le pedía el anillo en particular, pero se lo pedía, por favor. Además quería que las cartas guardadas por el escribano fueran destruidas y su esposo mismo debía hacerlo, pues ella temía que alguien joven e insolente un día las leyera y se burlase. Su marido prometió satisfacer todos los pedidos.

Al poco rato entró en la habitación el segundo hijo, ingeniero civil Enrique Rubén Massa, con su prometida Alicia Caracciolo. Nené repitió ante ellos su pedido del reloj pulsera, por temor a que su marido lo olvidase.

Después fue perdiendo paulatinamente conciencia y pidió que llamaran a su madre, muerta años atrás. No volvió a recuperar el conocimiento.

El ya mencionado día jueves 15 de setiembre de 1968, a las 17 horas, el nicho del cementerio de Coronel Vallejos donde descansaban los restos de Juan Carlos Etchepare presentaba sus dos floreros habituales, sin flores. El cuidador había quitado recientemente dos ramos marchitos. Una nueva placa recordatoria se había agregado a las antiguas, rectangular, con un dibujo en relieve representando el sol naciente o poniente a ras del mar y a un lado la siguiente inscripción: «JUAN CARLOS TODO BONDAD. Hoy veinte años que te fuiste de nosotros. Tu hermana que no te olvida CELINA 18-4- 1967.» Los demás nichos del paredón estaban ocupados y a uno de los lados se habían levantado dos paredones más; entre otros se leían los siguientes nombres: Antonio Sáenz, Juan José Malbrán, Leonor Saldívar de Etchepare, Benito Jaime García, Laura Pozzi de Baños, Celedonio Gorostiaga, etc.

El ya mencionado día jueves 15 de setiembre de 1968, a las 17 horas, María Mabel Sáenz de Catalano se aprestaba a recibir en su casa al último alumno del día. Todas las tardes, después de ejercer como maestra del turno de mañana en un colegio privado del barrio de Caballito, daba a domicilio clases particulares para niños de los grados primarios. Sonó el timbre y su hija María Laura Catalano de García Fernández, de veinticuatro años de edad, abrió la puerta. Entró una niña alumna quien divisó en un rincón de la sala al nieto de su maestra y pidió permiso para levantarlo en brazos. Mabel miró a su nieto Marcelo Juan, de dos años de edad, con las extremidades izquierdas dentro de aparatos ortopédicos, sonriendo en brazos de la alumna. Había sido atacado de parálisis infantil y Mabel, a pesar de contar con la jubilación correspondiente a sus treinta años como maestra de escuela pública, trabajaba todas las horas posibles para ayudar a solventar los gastos médicos. Su nieto estaba en tratamiento con los mejores especialistas.

El ya mencionado día jueves 15 de setiembre de 1968, a las 17 horas, los despojos de Francisco Catalino Páez yacían en la fosa común del cementerio de Coronel Vallejos. Sólo quedaba de él su esqueleto y se hallaba cubierto por otros cadáveres en diferentes grados de descomposición, el más reciente de los cuales conservaba aún el lienzo en que se los envolvía antes de arrojarlos al pozo por la boca de acceso. Ésta se encontraba cubierta por una tapa de madera que los visitantes del cementerio, especialmente los niños, solían quitar para observar el interior. El lienzo se quemaba poco a poco en contacto con la materia putrefacta y al cabo de un tiempo quedaban al descubierto los huesos pelados. La fosa común se hallaba al fondo del cementerio lindante con las más pobres sepulturas de tierra; un cartel de lata indicaba «Osario» y diferentes clases de yuyos crecían a su alrededor. El cementerio, muy alejado del pueblo, estaba trazado en forma de rectángulo y lo bordeaban apreses en todo su contorno. La higuera más próxima se encontraba en una chacra situada a poco más de un kilómetro, y dada la época del año se encontraba cargada de brotes color verde claro.

El ya mencionado día 15 de setiembre de 1968, a las 17 horas, Antonia Josefa Ramírez viuda de Lodiego se trasladaba en sulky desde su chacra hasta el centro comercial de Coronel Vallejos, distante catorce kilómetros. La acompañaba su hija Ana María Lodiego, de veintiún años de edad. Se dirigían a las tiendas para continuar con las compras del ajuar de la muchacha, próxima a casarse con un tambero vecino. Raba sentía mucha alegría de ir al pueblo, donde vivían sus cuatro hijastros, ya padres de once niños que la llamaban abuela. Pero su mayor satisfacción consistía en visitar a su hijo Pancho, instalado en un chalet de construcción reciente. Raba preguntó a Ana María si convendría más comprar las sábanas y toallas en «Casa Palomero» o en «Al Barato Argentino». Su hija contestó que no compraría lo más económico sino lo que más le gustase, en sábanas y toallas no quería ahorrar. Raba pensó en Nené la empaquetadora, a quien no veía desde hacía tanto tiempo, cuando la fue a despedir a la estación de tren, en Buenos Aires ¿treinta años atrás? Pensó en que si Nené hubiese estado en Vallejos la habría invitado para el casamiento de su hija. Después pensó en Panchito y en la bolsa de legumbres y el cajón de huevos que le llevaba de regalo. Panchito tenía una casa nueva y Ana María estaba por casarse, pensó con satisfacción Raba. Esa noche cenarían en casa de Panchito y no sería considerada una carga, porque llevaba buenos regalos. El sulky se sacudió debido a un pozo del camino. Raba miró el cajón de huevos, su hija le reprochó haber traído tanta cantidad. Raba pensó que Ana María tenía envidia de la casa de Panchito: todo había marchado bien desde la entrada del muchacho en ese taller mecánico. El dueño le había tomado aprecio y la hija del dueño se había enamorado de él. Claro que Panchito, considerado entre las chicas del pueblo como muy buen mozo por su físico atlético y sus grandes ojos negros, podría haber elegido como esposa a una muchacha más linda, pero la hija del dueño había resultado ser muy buena ama de casa. No era linda, y tenía ese defecto en la vista, pero ninguno de los tres hermosos niños había nacido bizco como la madre. La casa de Panchito había sido construida por su suegro en los fondos del solar donde se levantaba, junto a la acera, el taller mecánico. Como regalo de bodas había sido escriturada a nombre de la pareja.

De vuelta en su departamento después de la entrevista con el escribano, Donato José Massa se sentía muy cansado. La casa estaba a oscuras. La doméstica se había retirado a las tres de la tarde como de costumbre y su hijo menor no volvería hasta más tarde. Pese a insistírselo tanto, su hijo mayor no había aceptado permanecer con su esposa e hija en la casa, como durante los últimos meses de la enfermedad de Nené. Este primer año era el más difícil de sobrellevar -pensó el señor Massa-, después su hijo soltero se casaría y traería a su esposa a vivir a ese departamento demasiado grande para dos hombres solos. Prendió la luz de un viejo velador con pantalla de tul y se sentó en un sofá de la sala. El juego de sofás tapizado en raso francés no estaba protegido por las fundas de tela lisa color marrón. Para evitar el deterioro Nené quitaba las fundas solamente en ocasiones especiales. Su nuera las había quitado la noche del velorio y no había vuelto a colocarlas. El señor Massa tenía en la mano un sobre. Lo abrió, adentro había dos grupos de cartas: uno atado con cinta celeste y otro atado con cinta rosa. Notó en seguida que el de cinta rosa tenía letra de Nené… Desató el de cinta celeste y desplegó una de las cartas, pero sólo leyó unas pocas palabras. Pensó que Nené sin duda desaprobaría esa intromisión. Miró el raso de los sofás, parecía nuevo y eran casi imperceptibles las manchas de café y licores producidas la noche del velorio. La casa estaba en silencio. Pensó que Nené había dejado un vacío en la casa que nadie llenaría. Recordó los dos meses que habían estado separados a raíz de un incidente penoso, muchos años atrás. No se arrepentía de haber superado todo orgullo para ir a buscarla a Córdoba, donde ella se había refugiado con los dos hijos. Frente al incinerador del piso, instalado a un lado del ascensor, colocó las cartas en el sobre y las arrojó por el tubo negro.