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DECIMOCUARTA ENTREGA

…la golondrina un día su vuelo detendrá…

Alfredo Le Pera

Padre, tengo muchos pecados que confesar. Sí, más de dos años, no me animaba a venir. Porque voy a recibir el sacramento del matrimonio, eso fue lo que me ayudó a venir. Sí, ayúdeme, Padre, porque con la vergüenza no consigo nada, Padre, ayúdeme a confesarle todo lo que he hecho. He mentido, le he mentido a mi futuro marido. Que tuve relaciones con un solo hombre, con un muchacho que se iba a casar conmigo y después se enfermó, y no es verdad, lo estoy engañando ¿qué tengo que hacer, Padre? Pero si se lo digo lo voy a hacer sufrir, sin ningún provecho para nadie. Pero cuando la verdad no sirve más que para hacer sufrir, ¿hay que decirla lo mismo? Lo haré, Padre, pero tengo otra mentira muy grande que confesarle, una mentira tan grande… No, Padre, el pecado de lujuria ya lo había confesado, de ese pecado ya estoy limpia, otro Padre Cura me absolvió. He mentido ante la Justicia. Ante el Juzgado de Primera Instancia de la Provincia de Buenos Aires. ¡No! eso no puedo hacerlo, Padre. No, la verdad no serviría más que para hacerme sufrir más a mí y a todos. Padre, yo se lo cuento todo, sí, a usted se lo cuento todo. Sí, Padre ¿Por qué, Padre? Yo vivía con mi familia en un pueblo de la provincia, y de noche entraba a mi habitación un hombre que trabajaba en la Comisaría. No, Padre, no estaba enamorada de él. Ayúdeme, Padre, no sé por qué lo hacía. Sí, Padre, era para olvidar a otro. Sí, Padre, al otro lo quería pero estaba enfermo y lo abandoné, porque tenía miedo de contagiarme. Él ocultaba que escupía sangre. Le hice un bien, Padre ¿no le parece? ¿A su lado? No sé, Padre. Sí lo quería pero cuando vi que estaba enfermo no lo quise más. Padre, tengo que ser sincera ¿si no para qué estoy acá? ¿no le parece? Bueno, yo quería tener una casa y familia y ser feliz, Padre ¡yo no tengo la culpa si lo dejé de querer! Sí, Padre, soy débil, y pido perdón. Ese hombre que le dije venía a mi habitación. No, el enfermo no, el otro, el policía. No, el enfermo no era policía. Y una noche de calor que dejé la ventana abierta lo vi que me miraba desde el jardín: se había metido en mi casa. No, no tuve fuerzas para alejarlo y empezó a venir cuando se le daba la gana, ¿qué tengo que hacer para ser perdonada, Padre? No, mentí a la Justicia por otra razón. Resulta que ese muchacho era el padre de un hijo natural de mi sirvienta, que llegó de vuelta de Buenos Aires cuando yo ya había caído en la tentación con él. No, volvió porque yo la llamé, mejor dicho mi mamá. No, ella había trabajado con nosotros antes, cuando quedó embarazada. No, yo no le podía decir nada a él porque en ese tiempo yo todavía no lo conocía, lo conocí después, cuando él empezó a trabajar en la Policía. No, durante el proceso no, yo lo conocí antes, porque cuando el proceso él ya estaba muerto, era el proceso por el asesinato de él. Sí, empiezo de nuevo. Cuando llegó de vuelta la sirvienta de Buenos Aires, porque mi mamá la llamó, yo me di cuenta de que corríamos peligro de que ella nos viera. No, mi mamá no, tenía la pieza lejos, ¡la sirvienta! porque lo odiaba al muchacho. Entonces le dije a él que yo tenía miedo, pero siguió viniendo a verme. La sirvienta oyó ruidos una noche pero no se dio cuenta de nada, pero otra noche oyó los mismos ruidos y salió al patio. Entonces lo alcanzó a ver a él que saltaba el tapial ya de vuelta para la Comisaría y oyó el ruidito de mi ventana que se cerraba. Sí, ya para entonces era invierno. Ella se dio cuenta y a la noche siguiente se quedó en el patio, con un frío terrible, esperando que él saliera de mi pieza. Él se iba antes de aclarar el día. Aquella noche fatal yo me había quedado dormida, él me despertó cuando ya estaba listo para saltar de la ventana al jardín, así yo cerraba la ventana. Fue ese famoso invierno del año 39, que hizo tanto frío. Yo estaba de nuevo acomodándome para seguir durmiendo cuando oí unos gritos espantosos de dolor. Me levanté de un salto y abrí la ventana. Ya no se oía más nada, la sirvienta había tenido el atrevimiento de esperarlo y le había dado dos puñaladas. Sí, llamé a papá y mamá, yo lógicamente tenía miedo de que la sirvienta viniera y me matara a mí. Pero vi que papá iba y se le acercaba adonde estaba ella, arrodillada al lado de él, tirado muerto, con la cuchilla de la cocina clavada en el corazón. Ella estaba quieta, mi papá se le acercó y le pidió que desclavara la cuchilla y se la diera. Ella le hizo caso y mi papá sin ensuciarse agarró la cuchilla por la hoja con dos dedos y a ella la llevó de un brazo para adentro de la casa. Mi mamá le preguntó qué había hecho y la sirvienta estaba como idiotizada, no reaccionaba con nada. Mi mamá me pidió que le trajera perfume y alcohol para hacerle oler. Yo estaba muerta de miedo de que papá y mamá se dieran cuenta de lo que había pasado. En el baño vi el frasquito de pastillas para dormir, de «Luminal». Agarré dos pastillas y las llevé escondidas en el puño. Le dije a mi mamá que yo no encontraba nada, porque en realidad mi mamá tiene la manía de guardar todo y a veces yo no encuentro las cosas, entonces fue ella a buscar el perfume y el alcohol. Yo le puse las pastillas en la boca a la sirvienta y se las hice tragar. Pero estaba atragantada, mi mamá llegó y le dio un vaso de agua pero no se dio cuenta qué era, y eso que mamá de tonta no tiene nada. Al ratito la sirvienta se quedó dormida. Cuando la Policía me preguntó qué había pasado no sé de dónde saqué el coraje… y les mentí. Les dije que el muchacho había querido abusar de la sirvienta y que ella se había defendido con la cuchilla. ¡Ay, Padre! todo yo lo había imaginado más de una vez, yo ya me había imaginado que eso podía pasar, y él no me hacía caso. No, la sirvienta se despertó recién a la mañana siguiente, yo pasé toda la noche al lado de ella, y el médico, de tanto que le dije, no dejó que la llevaran a la Policía, y quedó un Cabo vigilando que se iba a la cocina a comer a cada rato. Porque usted no sé si habrá visto que los policías y los médicos están habituados a las desgracias y no se inmutan. Y los curas, perdón, los sacerdotes también se controlan mucho. Cuando se despertó la pobre le dije que si contaba la verdad la iban a condenar a cadena perpetua y no iba a ver más al hijo. Le expliqué hasta que lo entendió que no dijera nada que el muchacho había estado en mi pieza, que él había saltado el tapial para verla a ella, para abusarse otra vez, que ya no valía la pena vengarse de mí, lo que tenía que hacer era salvarse ella para poder darle todos los gustos -un modo de decir- a su nenito, y le expliqué bien claro todo lo que tenía que poner en la declaración. Me miraba sin decir nada. Y todo salió bien. Me entendió que tenía que mentir para que la soltaran. Y todos se creyeron que fue en legítima defensa. La verdad la supieron nada más que ella, el abogado y yo, y por supuesto el muchacho muerto. El que murió. ¿Cuál enfermo? No, el que yo dejé no se ha muerto, todavía vive pobre muchacho, yo digo el otro ¡el que mató la sirvienta! No, Padre ¿de qué serviría? ¿Pero para qué si la pobre lo hizo de puro ignorante que es? ¿Usted cree que Dios no la ha perdonado? ¿Y Dios no tendrá otro modo de castigarla? ¿tiene necesariamente que castigarla la Justicia? Sí, Padre, tiene razón, la verdad tiene que saberse. Bueno, Padre, se lo prometo, contaré toda la verdad ¿A quién voy a ver? No me acuerdo del nombre del Juez. Creo que no murió de la primera puñalada. Es posible que unos segundos haya vivido. ¿Ya Dios perdona por un solo segundo de arrepentimiento? Entonces lo haré, Padre, así se acortan sus sufrimientos en el Purgatorio. Padre ¿Usted cree que él tuvo ese segundo de arrepentimiento? porque si no lo tuvo habrá ido al infierno y ahí nadie lo puede ayudar, por más que nos la pasemos rezando los que estamos vivos ¿Qué cosa? ¿Y qué puedo hacer por él? Sí, son muy pobres. Debe tener tres o cuatro años. Sí, en esos rancheríos se hacen ladrones, malandrines. Eso cuando esté en edad escolar. Sí, lo prometo. ¿Hasta cuando pueda? Sí, Padre, le prometo las dos cosas: iré a decir toda la verdad y me encargaré de la educación de ese pobrecito. Sí, Padre, estoy arrepentida de todo. Diez Padrenuestros y diez Avemarías, y dos Rosarios todas las noches. Sí, Padre, me doy cuenta, sé que soy débil. ¿Pero qué culpa tuve yo si no lo quise más? ¿Me tenía que casar con un muchacho enfermo si no lo quería? ¿no es un pecado casarse sin querer a un hombre? ¿no es engañarlo? ¿engañarlo no es pecar? Sí, estoy convencida. Gracias, Padre, lo prometo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.

El día sábado 18 de abril de 1947, a las 15 horas, Juan Carlos Jacinto Eusebio Etchepare dejó de existir. Junto a él se encontraban su madre y su hermana, a quienes había venido a visitar en Semana Santa como todos los años, porque el comienzo del otoño era la época recomendada por los médicos para sus breves permanencias en Coronel Vallejos. No había dejado su habitación durante los últimos cuatro días debido a un profundo agotamiento físico. A mediodía había comido con más apetito que de costumbre, pero un dolor agudo en el pecho lo despertó de su siesta, llamó a su madre a gritos y a los pocos instantes dejó de respirar, asfixiado por una hemorragia pulmonar. El Dr. Malbrán llegó diez minutos después y lo declaró muerto.

El ya mencionado día sábado 18 de abril de 1947, a las 15 horas, Nélida Enriqueta Fernández de Massa pasó un trapo enjabonado por el piso de la cocina de su departamento en la Capital Federal. Había terminado de lavar los platos y utensilios de cocina correspondientes al almuerzo y estaba satisfecha de haber hecho su voluntad, pese a la oposición del marido. Éste se había quejado una vez más de que la mucama no trabajase los sábados y le había pedido a su esposa que dejara el lavado de los platos para después de la siesta. Nené había replicado que la grasa fría y endurecida era mucho más difícil de quitar y él de malhumor había continuado la discusión aduciendo que más tarde la entrada de ella en el dormitorio lo despertaría y no podría volver a conciliar el sueño que tanto necesitaba para calmar sus nervios. Nené había respondido finalmente que para evitar molestias, después de terminar con la cocina, se acostaría en la cama de uno de los niños.

El ya mencionado día sábado 18 de abril de 1947, a las 15 horas, María Mabel Sáenz de Catalano, aprovechando la presencia de su madre en la Capital Federal para celebrar juntas la Semana Santa, la dejó a cargo del lavado de la cocina y llevó a su hija de dos años a tomar sol a la plaza. Como ya lo temía, no estaba abierto el negocio de artículos para hombre, situado en la esquina, donde trabajaba el joven vendedor con quien tanto simpatizaba.