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QUINTA ENTREGA

…dan envidia a las estrellas,

yo no sé vivir sin ellas…

Alfredo Le Pera

El ya mencionado jueves 23 de abril de 1937, María Mabel Sáenz, conocida por todos como Mabel, abrió los ojos a las 7:00 de la mañana cuando su reloj despertador de marca suiza sonó la alarma. No pudo mantenerlos abiertos y volvió a quedarse dormida. A las 7:15 la cocinera golpeó a su puerta y le dijo que el desayuno estaba servido. Mabel sentía todos los nervios de su cuerpo adormecidos, entibiados, protegidos por vainas de miel o jalea, los roces y los sonidos le llegaban amortiguados, el cráneo agradablemente hueco, lleno sólo de aire tibio. El olfato estaba aguzado, junto a la almohada de hilo blanco la nariz se estremeció en primer término, el olor a esencias de almendra, a rastros de brillantina en la almohada, el olor pasó a estremecerle el pecho y se propagó hasta las extremidades. A las 7:25 tomó café con leche casi frío sentada sola en el comedor, no quiso que la cocinera se lo recalentara, en cambio ordenó tostadas recién hechas, crocantes, las untó con manteca. A las 7:46 entró a la escuela Número 1, dependiente del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires. A las 7:55 sonó la campana para formar filas en el patio. Mabel se colocó al frente de la fila de alumnos de quinto grado División B. La Directora de la escuela dijo «Buenos días, niños», los alumnos contestaron a coro «Buenos días, señora Directora». A las 8:01 sonó otra vez la campana y cada fila se dirigió a su aula. En la primera hora Mabel tomó lección de Historia, tema «Los Incas». La campana del recreo sonó tres veces, a las 9:00, a las 10:00 y a las 11:00; la campana de finalización de clases sonó exactamente a mediodía. Para entonces Mabel había cumplido con su plan de la mañana: explicar nuevos problemas de Interés, Razón y Capital, evitar acarrear hasta su casa los cuadernos encarpetados corrigiendo los deberes en la misma clase mientras los alumnos resolvían problemas suplementarios de aritmética en sus cuadernos borradores, avisar en uno de los recreos a Celina que tal vez iría después de almorzar a su casa y evitar trato con los alumnos ya hombres que se sentaban al fondo de la clase. A las 12:20 llegó a su casa con mucho apetito, su madre le preguntó si podía esperar hasta las 14:00 para almorzar junto con su padre y posiblemente con su novio Cecil, de vuelta del remate ganadero. Mabel tenía preparada la respuesta. La cocinera le hirvió separadamente algunos ravioles para servirlos con caldo de gallina. Su madre no la pudo acompañar porque debía bañarse y cambiarse de ropa, había estado toda la mañana limpiando y no era su costumbre. Mabel probó el pollo asado después de los ravioles pero se abstuvo del postre. Argumentó que debía ir a preparar clases de idioma con la ayuda de Celina, si se quedaba en casa tendría que atender a Cecil hasta media tarde por lo menos, entre almuerzo y cognac de sobremesa. A las 13:45 Mabel entró en casa de la familia Etchepare sin golpear. Cumpliendo con el pedido de Mabel, Celina la hizo pasar directamente a su cuarto. Mabel tenía los párpados pesados y con dificultad prestaba atención a las quejas de Celina: Juan Carlos trataba mal a su madre y hermana, seguramente instigado por Nené, y no se cuidaba, la noche anterior había estado con esa cualquiera hasta las tres, pescarse una tuberculosis era muy fácil. Mabel le dijo que la noche anterior había dormido menos de cuatro horas, por atender a Cecil en plática con su padre, que si le permitía se quedaba a dormir la siesta con ella. Celina le cedió la cama y se recostó sobre almohadones en el suelo. Mabel cerró los ojos a las 14:10 y seguía durmiendo cuando el reloj de péndulo marcó las 17:00. Celina la despertó y le ofreció té. Mabel no lo quiso y salió corriendo hacia su casa, le había prometido a su madre acompañarla al cine a la función de la tarde. Al llegar a la esquina de su casa vio que su padre y Cecil hablaban en el zaguán y se disponían a subir al auto. Antes de que la vieran Mabel entró al almacén que ocupaba la esquina. Compró una caja grande de galletitas para justificar su presencia, titubeó entre sus dos marcas favoritas: la del dibujo con damas rococó y la del dibujo con una elegante pareja moderna vestida de gala. A las 17:15 entró a su casa, había cumplido su plan de la tarde: escapar de su padre quien la habría obligado a atender a Cecil, y dormir una siesta reparadora. Pese al apuro madre e hija abrieron la caja de galletitas, y a las 18:05 entraron al Cine Teatro «Andaluz», único cinematógrafo del pueblo y administrado por la Sociedad Española de Socorros Mutuos. En el vestíbulo decorado con mosaicos típicos, Mabel observó los carteles de la película anunciada y notó que las modas eran de por lo menos tres años atrás, comprobó decepcionada que las películas norteamericanas tardaban en llegar a Vallejos. Se trataba de una comedia lujosa, ambientada en escenarios que le encantaron: amplios salones con escalinatas de mármol negro y barrotes cromados, sillones de raso blanco, cortinados blancos de satén, alfombras de largo pelaje blanco, mesas y sillas con patas cromadas, por donde se desplaza una hermosa rubia neoyorquina, dactilógrafa, que seduce a su apuesto patrón y mediante trampas lo obliga a divorciarse de su distinguida esposa. Al final lo pierde pero encuentra a un viejo banquero que la pide en matrimonio y la lleva a París. En la última escena se ve a la dactilógrafa frente a su mansión parisiense bajando de un suntuoso automóvil blanco, con un perro danés blanco y envuelta en boa de livianas plumas blancas, no sin antes cambiar una mirada de complicidad con el chofer, un apuesto joven vestido con botas y uniforme negros. Mabel pensó en la intimidad de la rica ex dactilógrafa con el chofer, en la posibilidad de que el chofer estuviera muy resfriado y decidieran amarse con pasión pero sin besos; el esfuerzo sobrehumano de no besarse, pueden acariciarse pero no besarse, abrazados toda la noche sin poder quitarse la idea de la cabeza, las ganas de besarse, la promesa de no besarse para impedir el contagio, noche a noche el mismo tormento y noche a noche cuando la pasión los arrebata sus figuras en la oscuridad resplandecen cromadas, el corazón cromado se agrieta y brota la sangre roja, se desborda y tiñe el raso blanco, el satén blanco, las plumas blancas: es cuando el metal cromado no contiene más la sangre impetuosa que las bocas se acercan y todas las noches se regalan el beso prohibido. A las 19:57 Mabel y su madre llegaron de vuelta a casa. A las 20:35 entraron el padre y Cecil, satisfechos por haber dejado todo organizado para el remate de la mañana siguiente, último de la feria otoñal. Cecil dio un beso en la mejilla a Mabel. Tomaron vermouth como aperitivo. Alas 21:00 se sentaron a la mesa. Comieron sardinas con papas y mayonesa y luego carne a la portuguesa, quesos y helado. Hablaron principalmente el padre y Cecil, comentando las ventas de la mañana, y las posibilidades del día siguiente, tratando de adelantar un balance general de la semana. Al llegar el momento del café y el cognac se dirigían a los sillones de la sala cuando el padre sacó a colación su duda sobre un precio de toro Hereford y arrastró a Cecil al escritorio. Mabel les alcanzó los pocillos y las copas. Ella y su madre se sentaron en la sala y comentaron la película. A las 22:30 Mabel y Cecil quedaron solos en la sala, sentados en el mismo diván. Cecil la besó tiernamente repetidas veces y le acarició la nuca. Habló de lo muy cansado que estaba, del descanso que le esperaba en la estancia al término de la feria, de los libros de historia recién recibidos de Inglaterra que iba a leer: su lectura favorita era todo lo relacionado con la historia de Inglaterra. Se retiró a las 23:05 después de haber tomado tres copas de cognac sentado junto a Mabel, que se sumaban a las dos que había tomado en el escritorio, a los dos aperitivos de vermouth y a las tres copas de vino tinto vaciadas durante la comida. Mabel exhaló un suspiro de alivio y miró si la puerta del dormitorio de sus padres estaba abierta. Estaba cerrada. Llevó la botella de cognac a su cuarto y la escondió debajo de la almohada. Volvió al comedor, abrió el aparador y sacó dos copas para cognac, que se unieron a la botella escondida. Fue al baño y rehizo su maquillaje. Se perfumó con la loción francesa que más atesoraba. Se puso el púdico camisón de batista con manga corta, buscó dos revistas, entreabrió la ventana, reacomodó botella y copas y se acostó. A las 23:37 estaba cómodamente instalada y en condiciones de iniciar la lectura de las revistas Mundo femenino y París elegante. Empezó por esta última. Pasó rápidamente las páginas correspondientes a modelos para deportes y para calle, seguía pensando en Cecil, cada vez le parecían más largos los minutos pasados en su compañía, estaba alarmada. Páginas más adelante aparecían los modelos para cocktail. Mabel los observó pero tampoco logró interesarse. A continuación un pequeño artículo le llamó la atención: el lenguaje del perfume. La especialista francesa recomendaba para la mañana frescas lavandas que habrían de avivar el interés del hombre por la mujer, para la tarde temprano -en recorridas por museos y algún alto para el té- fragancias más dulces, creadoras del sortilegio que se habría de acrecentar a la hora del cocktail – seguido de cena a la luz de candelabros en un club nocturno- ya entonces bajo el imperio de otro extracto, pleno de almizcle, todo el aroma de un balcón cargado de jazmines al que se asomaba la mujer fatal de ayer -buscando escapar a luces e intrigas de salones mundanos- o sea el aroma condensado hoy en una gota de extracto «Empire nocturne» para la mujer moderna. A esa página seguían colecciones de pieles y atavíos de gala. Mabel se detuvo en un vestido largo hasta los pies, negro, con amplia falda bordeada de zorro plateado. Recordó que Cecil quería organizar en el futuro recepciones de etiqueta en su estancia. La culminación de esas páginas estaba constituida por un artículo sobre la armonización de pieles y joyas. Se recomendaban aguamarinas o amatistas para el visón claro, para la chinchilla únicamente diamantes, y para el visón marrón oscuro anillos y aros -preferiblemente cortados en gran rectángulo- de esmeraldas. Mabel leyó dos veces el artículo. Decidió sacar el tema de las joyas un día delante de Cecil. Pensó en que Cecil no tenía hermana mujer y que la madre algún día moriría en la casa de North Cumberland, Inglaterra. Miró el reloj despertador, marcaba las 23:52. Apagó la luz, se levantó, abrió la ventana y miró en dirección a la higuera. El patio estaba sumido en una oscuridad casi total.