Изменить стиль страницы

Tac, tac, tac

Violetta era capaz de llegar, con un perfecto extraño, al más fluido de los entendimientos sin jamás proferir un yo ni un tú. Sin mirar a los ojos, sin hablar ni con gestos. Dos personas se entienden, decía ella, con el ceño aquejado de un súbito rencor, cuando dan y reciben la cantidad precisa. De secretos, de miedos, de dólares, de pesos, de mentiras, de golpes, qué más da. El caso es que se entiendan. Y a veces, cuando Pig ya creía ser parte de ese entendimiento, el timbre del teléfono lo expulsaba de allí: What do you want?

El celular seguía siendo su zona intransitable: aquella donde siempre se entendía con otros, nunca con él. La miraba enconcharse, o alejarse, o ensimismarse, como si cada una de esas llamadas tuviera un decisivo poder sobre sus actos. 0 también: como si esos extraños que hablaban en inglés -sus voces eran casi zumbidos, con el volumen del teléfono lo bastante bajo para que nunca parecieran lo que en realidad eran: voces enemigas- tuviesen un mejor entendimiento con Violetta, al cual Pig era naturalmente incapaz de llegar. Y eso lo jodía tanto que ni siquiera se atrevía a demostrarlo (para qué, si Violetta no tenía la paciencia de Mamita). Sonreía, se desperezaba, se entretenía jugueteando con sus llaves, con los dedos, con un pedazo de papel que después arrugaba, rompía, despedazaba, sin perder la sonrisa mentirosa que tanto le ayudaba a comerse la rabia de saberse nadie y seguir a su lado: mascota subrepticia. Y después, no bien el zumbido de la voz extraña se apagaba, todo el rencor de Pig se vaciaba en caricias pesadas, besuqueos autoritarios, gruñidos imperiosos que se desvanecían en murmullos conforme la ternura ganaba territorio y voz de mando. Hacia el final -que no era ya final sino principio del principio- Violetta y Pig temblaban, gemían, tragaban saliva, respiraban apenas, se apergollaban, respiraban de nuevo con pulmones voraces de universo, se soltaban un poco, se miraban, se tocaban los pómulos, los cráneos, los cuellos, las rodillas, se reían, se miraban de nuevo, y entonces se engarzaban en un beso insaciable que prodigiosamente ya no interrumpían ni para desvestirse. Si es que puede llamarse prodigio al acto libertario de arrancarse las prendas a pedazos, hasta que él se lanzaba tersa, enjundiosamente a su interior, sin cesar de besarla, sobre un montón de trapos inservibles cuyas desgarraduras eran más que bastantes para certificar que, aun sin conocerse, ni saber sus razones para acceder juntos a la intensa sinrazón de profanar cada rincón de la oficina vacía y tener que salir con la ropa engrapada, ella y él se entendían más allá del idioma, en esa zona oculta del instinto donde perros y gatos y cebras y elefantes comparten el deseo recurrente de probarse que existen. Y era así, a gritos y caricias, besos y ropas rotas, como Violetta y Pig daban y recibían cantidades en tal modo precisas que al final, cuando juntos reptaban recogiendo los restos de camisa, blusa, pantalones, sostén y calzones literalmente deshilachados de pasión, lo hacían envueltos en la timidez que sigue a la más dichosa de las desilusiones. Y como no es posible asistir a semejante acontecimiento sin una cintilante coincidencia de por medio, aquel ritual tenía la ventaja de probar la visceral hondura de su entendimiento.

.- ¿Me quieres, Bestia? -una pregunta mentirosamente despreocupada, y por supuesto hambrienta de respuestas mentirosas.

.- Claro que no te quiero, te codicio -una mentira intensamente desvirtuada por los ojos perrunos que al mirarla le tendían el tributo de una conformidad mejor emparentada con la mansedumbre que con la codicia. Pig sólo procedía a codiciarla cuando no podía verla, y por lo tanto no era él, sino sus monstruos quienes se insubordinaban contra la ausencia de Violetta: un suplicio in crescendo que pronto se convertiría en el alimento de sus íntimas alimañas, a partir de esos días vigorosas, ansiosas de invadir más territorios en el sagrado nombre de su lado oscuro. Codicia. De haberla conocido, Pig estaría en otra parte. Cuando existe codicia, los pasos hacia arriba son firmes y despiadados, especialmente para con los propios sueños. Diferir el dolor, las dudas, la desesperación, tal es el requisito para la codicia que Pig se reconoce incapaz de llenar. Vacío de ambición y pleno de hambre, Pig miraba a Violetta y abrevaba del néctar sin el cual sus monstruos habríanlo martirizado como en sus peores horas. Un domingo en la tarde, un sábado de noche, un insomnio tenaz a mitad de semana. Pero Violetta tenía el defecto de provocarle todo menos saciedad, de forma que en su ausencia solamente un arreglo civilizado con el monstruerio podía frenar el zarpazo de una angustia que no por decididamente prematura y francamente estúpida dejaba de ser eso, angustia. ¿Desde cuándo los sentimientos meramente irracionales precisan de razones para joderle a uno la existencia?

Amar es soñar con mares en mitad de un largo insomnio, había escrito en la novela que no había escrito, donde el amor buscaba develarse como una voluntad plena de impulsos. Nunca al revés, pues ya se sabe que un impulso voluntarioso no puede conducir sino hacia abajo. Al estrellarse contra la sonrisa de Violetta, y entonces entregarse al prurito de perseguir su risa, Pig había cedido toda su voluntad a sus impulsos, y a éstos los incubó hasta verlos convertidos en esos monstruos que, como ella, parecían inventarse a sí mismos, cuando sólo se habían cambiado de nombre. Todo lo cual quería decir que Pig estaba al fin dentro del juego. Es decir en el ajo, en la movida, en el negocio. Y así como la agencia tenía una misión -«Servir a los clientes con ideas innovadoras y estrategias precisas», un lema que sin proponérselo ponía las ideas delante de las estrategias, es decir, el impulso antes que la voluntad Pig no era ya sino una voluntad al acecho de sus propios impulsos, decidida a ir más lejos, todo el tiempo. A nunca titubear, ni interrogarse, ni dejar que los monstruos le torcieran los rieles.

Tenía el tiempo suficiente de haber dejado atrás a Rosalba por Violetta para entender que no podría llegar a ninguna de las dos, ni tampoco enfrentar con decoro a sus monstruos, si no movía las piezas de manera que pudiese jugar con alguna ventaja. Pues era obvio que ni Rosalba ni Violetta ni sus monstruos se tocarían el corazón para hacerse con las ventajas más cínicas e impunes, las más arteras, si era necesario, con tal de someterlo a sus caprichos. Y ello lo facultaba moralmente -lo pensó rápido, como un chiste malo- para tomar algunas decisiones extremas, como la de asumirse con derecho a imponer sus propias reglas y jugarle tan sucio como fuera preciso, Alguien adentro de Violetta se lo estaba pidiendo: tal era la intuición que muy pronto ganó madera de coartada. (Había veces en que la risa de Violetta, grave, voluble, sarcástica, dejaba huir una suerte de gemido, y al escucharlo Pig se imaginaba un edificio en llamas y una niña que llora en la ventana más alta. ¿Cómo se asciende por un muro que se incendia, si no se tiene una ventaja extra contra la desgracia? No sería, pues, Violetta quien pronto se mirara en una injusta desventaja, sino exclusivamente el infortunio: ese puerco ventajista.)

Hacer reír a esa mujer podía ser sencillo para otros, en la medida en que no repararan en la evidente impostación de esas carcajaditas plásticas que a Pig no le servían para nada. La había visto riéndose así, antipáticamente, cuando Lerdo se le acercaba para soltarle alguna gracejada. Era una risa rápida, nerviosa, sintética, indecisa entre complacencia y menosprecio. Mira cómo me río de tus idioteces: jijiji. La risa de Rosalba. Violetta, en cambio, se reía con una desfachatez ronca y profunda. La clase de cinismo secretamente cáustico que se ríe dos veces al mismo tiempo, una por lo que escucha y la otra por lo que calla, pero haciéndolo siempre para adentro, de forma que la carcajada grande y extrovertida no era sino la máscara de una tal vez temible introspección. No era fácil hacerla reír hasta el gemido, pero la recompensa por lograrlo podía resultar tan grande como la certidumbre de ser urgentemente precisado, y solamente así dejar de torturarse con preguntas ociosas. ¿De cuántas cosas se reía Violetta sin confesarlo? ¿Se reía de él, también? ¿Se reía en inglés, a sus espaldas? ¿De qué se defendía con esa risa oscura y pegajosa que invitaba primero al contubernio que a la alegría? ¿Por qué, atisbando miedo y dolor inconfesables detrás de aquella’ risa, Pig insistía tanto en provocarla? (Una pregunta ociosa se vuelve titubeo criminal cuando hay una niñita gritando en la ventana.) Pig se exprimía los sesos para provocar las carcajadas de Violetta porque había logrado sustituir una verdad odiosa -«La necesito»- por una invención heroica -«me necesita»- y ello lo ponía a salvo del asedio de las dudas.

De existir, la novela sería la historia de un niño que, como él, jamás consigue anotar un gol. Con las notables excepciones de los cuatro que había metido en la portería de su equipo. ¿Qué hace un niño incapaz de anotar goles? Pig lo sabía desde muy temprano: enamorarse. De no ser por el miedo que aún tenía de escribirla, se habría llamado Dalila o el amor, y contaría la historia de un amor sin cuerpo. Cada vez que elegía martirizarse por diversión -el gustado deporte del cross-lifting, se decía, con la vanidad hueca del aficionado-, Pig pretextaba que la historia de un amor sin cuerpo no podía contarla un cuerpo sin amor. Pero de eso Violetta no se rió. Lo miró fijo, duro, entre asombro y espanto, y abrió luego los labios con todo y mandíbula, como esmerándose en perfeccionar su indignado estupor. Pero no dijo nada. Prendió el cigarro, le plantó una sonrisa de buenos días, licenciado, y apuró un gesto de impaciencia, como quien insinúa: No me aburras. Finalmente Violetta no tenía por qué enterarse de sus traumas. Y eso se lo soltaba así, sin anestesia:

.-Qué hueva tus traumitas, Honey, mejor vamos a hablar de mi Corvette amarillo, que es mucho más posible que tu novelita.

.-Tú eres mi novelita -se alzaba Pig, con los ojos de pronto luminosos, repletos de una autoridad a prueba de sarcasmos: la de quien ya apostó por el caballo flaco, y a partir de ese punto se afilia a un fanatismo que prohíbe las dudas. Pig confundía a Violetta con una suerte de novela resurrecta porque había decidido que la nada sólo podía existir más allá de sus ojos.

.- ¿Tú crees, Diablo Guardián? -por más que se esmerara en desafiarlo, Violetta no perdía la oportunidad para insinuarse parte de un nosotros improbable, aunque no imposible. Su poder sobre Pig, edificado en los terrenos de una incertidumbre que nunca se cansaba de alimentar, ni de contradecir, le permitía ser al propio tiempo tierna y alevosa: una combinación que lo ponía a su merced, y le dejaba un margen de maniobra propenso a los abusos más desfachatados, como el de haberse tomado a la letra lo del Diablo Guardián, sin por ello obligarse a corresponder en modo alguno.