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No había amanecido. El Intrepid seguía estacionado enfrente de la casa, pero las llaves las había dejado en la cocina. Pensé: Fuck my Intrepid, y me solté corriendo por la banqueta. Luego dije: Seguro que me van a buscar. Así que apenas vi una casa con las rejas bajitas, me salté, abrí uno de los coches y me metí sin hacer ruido. Me estiré, dije: Gracias Diosito, y ya luego no sé. Me quedé como muerta, sólo que respirando. Respiraba muy fuerte, me temblaban las piernas. Vi el reloj del tablero: eran más de las cuatro. Tenía que salirme máximo en una hora. Tenía que lavarme la sangre en algún lado. La blusa estaba manchadísima, pero el chaleco lo tapaba todo. En la falda había manchas pequeñitas, que igual pasaban por salsa picante. Me miré en el espejo y casi pego el grito: con el apuro de vestirme no me había lavado, tenía el pelo y la cara embarradísimos, parecía maría recién atropellada.

Claro que las marías no andan vendiendo chicles con faldas escocesas, pero igual la faldita me quedaba mínima. Apretada y cortita. Y aparte sin calzones, la cabeza con sangre, sandalias, sin calcetas. ¿Checas el look? Lo único que podía decir si me agarraban era que me acababan de violar. Pero traía sangre que no era mía, carajo. Tanto me preocupaba verme así que tardé mucho rato en darme cuenta de lo que estaba pasando afuera. ¡Diosito! Te lo juro, tenía que ser obra de Diosito. Eran fines de enero y estaba lloviendo. 0 sea: diluviando.

Salí a la calle y agarré lugar debajo de la caída de agua de la casa. Era una regadera, ¿ajá? Me tallaba la cara y la cabeza como si me estuvieran correteando. Aunque claro: me estaban correteando. Pensé: A ver, no traigo celular, ni llaves de mi casa, ni del coche, ni dinero. Lo único que traía era la mochilita con la cámara. Me metí de regreso a la casa y al coche, pensando en esconderme en cualquier lado. El jardín, la azotea, donde fuera. Total, ya de día sería lo más común ver a una niña vestida para ir a la escuela. Así que me quedé en el coche, que por suerte tenía las llaves puestas. Puse el radio quedito y la calefacción bien fuerte.

Pensé en robarme el coche, en tocarles la puerta y pedir ayuda, en no sé cuántas cosas inservibles, hasta que por ahí de las seis y media decidí hacer como que iba a la escuela. Ya no estaba lloviendo. La blusa seguía mojada, y aparte manchadísima, pero la falda y el chaleco ya se habían secado. Imagínate. Pensé: Ahorita amanece, y me fui caminando por la calle más ancha. No tenía ni idea de dónde estaba, pero como seguido me perdía ya había visto que cuando sigues una calle grande, llegas a otra más grande. Así que me seguí, como por veinte cuadras, extrañadísima porque ya era de día y nadie se iba a trabajar. La muy bruta de mi no se había fijado en dos cosas importantísimas: una era que en lugar de salir, me seguía metiendo más en la pinche colonia, y la otra que era sábado. ¿Qué hacía la pendeja de Violetta vestida de alumnita de escuela nice en sábado? ¿Me crees cuando te digo que sin Diosito estaría muerta? No debo ser tan mala, finalmente. Aunque claro, si yo fuera Diosito, las pasaría negras para perdonarme.

Siempre me entra lo mística cuando me acuerdo de eso. Diosito por acá y los santos por allá, Sor Violetta se salva de nuevo, aunque luego no crea que se lo merece. Porque eso sí que no podía creerlo. ¿Cómo iba a merecerme seguir viva, después de todas las putadas que había hecho? Y te juro que en esos momentos yo veía mis putadas tan terribles como las de los judiciales. Yo era La Comandante, ¿ajá? Y ya ves, por andar haciéndome la hija de puta terminé matando a un güey. Yo lo sentía así, lo había matado. Había inventado el concurso, había hecho trampa y zas: había un muerto. Cuando le quemé la piernita a mi vecino tuve miedo, creí que me iban a encerrar por eso. Pero ahora pensaba que me lo merecía, me encerraran o no. Decía: Soy una puta asesina. Y hasta peor: una asesina puta. ¿Qué tenía que estar yo en la madrugada a media calle lavándome una sangre que no era mía? ¿Cómo había sido posible que siendo tan mamona pudiera andar desnuda y saltando en la cama con pinches judiciales? ¿Estaba yo pendeja, Dios mío? Estaba yo drogada, más bien. Y estaba convencida que era más inteligente que Tía Montse y sus clientes y mis feligreses y mis amiguitos y mi familia y mis enemigos, y vamos viendo: ahí me tienes de bruta a mediodía del sábado dando vueltas a la ciudad en taxi, rezando para no tener que tirarme al chofer. No sé cómo le llames tú a eso, pero yo le llamé tocar fondo: glu, glu, glu.