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LA RAYA DEL OLVIDO

A Jorge Castañeda

Estoy sentado. Al aire libre. No puedo moverme. No puedo hablar. Pero puedo oír. Sólo que ahora no oigo nada. Será porque es de noche. El mundo está dormido. Sólo yo vigilo. Puedo ver. Veo la noche. Miro la oscuridad. Trato de entender por qué estoy aquí. ¿Quién me trajo aquí? Tengo la sensación de despertar de un sueño largo y artificial. Trato de saber dónde estoy. Quisiera saber quién soy. No puedo preguntar porque no puedo hablar. Soy paralítico. Soy mudo. Estoy sentado en una silla de ruedas. La siento mecerse un poco. Toco las ruedas de hule con la punta de mis dedos. A ratitos avanza tantito. A ratitos parece que se echa para atrás. Lo que más temo es que se vuelque. A la derecha. A la izquierda. Comienzo a orientarme de nuevo. Estaba mareado. A la izquierda. Río un poquito. A la izquierda. Ésa es mi desgracia. Ésa es mi ruina. Irme a la izquierda. Me acusan. ¿Quiénes? Todos. Qué risa me da esto. No entiendo por qué. No tengo razón alguna para reír. Creo que mi situación es espantosa. De la chingada. No recuerdo quién soy. Debo hacer un gran esfuerzo para recordar mi cara. Se me ocurre una cosa absurda. Nunca he visto mi propia cara. Debo inventarme mi nombre. Mi cara. Mi nuca. Pero como esto me resulta más difícil que recordar, tengo esperanza en la memoria. Más que en la imaginación. ¿Es más fácil recordar que inventar? Para mí creo que sí. Pero decía que temo volcarme. Rodar no me da tanto miedo. Para atrás sí, me da miedo. No veo a dónde voy. Mi nuca no tiene ojos.

Hacia adelante por lo menos me hago la ilusión de que puedo controlar algo. Incluso si ruedo al abismo. Lo veré mientras caigo. Veré el vacío. Entonces me doy cuenta de que no puedo caer en el abismo. Ya estoy en él. Éste es mi alivio. También es mi temor. Pero si ya no voy a caer más bajo, ¿estoy en lugar plano? Mi mirada es lo más móvil que tengo. Trato de mirar derecho, luego de lado. Primero a la derecha. Luego a la izquierda. Sólo veo oscuridad. Miro hacia arriba con un esfuerzo de mi pobre nuca vieja y tiesa. ¿Estoy en lugar seguro? No hay estrellas. Las estrellas se han ido. En cambio un resplandor mugroso cubre el cielo. Es más oscuro que la oscuridad. ¿Dónde hay luz? Miro hacia mis pies. Una cobija me cubre las rodillas. Qué bonito detalle. ¿Quién habrá sentido a pesar de todo compasión por mí? Mis zapatos raspados asoman debajo de los flecos de la colcha. Entonces veo lo que debo ver. Veo una raya a mis pies. Una raya luminosa, pintada con un color fosforescente. Una línea. Una división. Una raya pintada. Brilla en la noche. Es lo único que brilla. ¿Qué es? ¿Qué separa? ¿Qué divide? No tengo más señas para orientarme que esa raya. Y sin embargo, no sé qué significa. Nada me habla esta noche. Yo no puedo moverme ni hablar. Pero el mundo se ha vuelto como yo. Mudo e inmóvil. Al menos miro. ¿Soy mirado? Nada me identifica. Quizás cuando amanezca pueda darme cuenta de dónde estoy. Con suerte, podré darme cuenta de quién soy. Me imagino una cosa. Si alguien me encontrara aquí, abandonado en un lugar ciego y abierto donde sólo brilla una raya artificial en el suelo, ¿cómo le haría para identificarme? Me miro a mí mismo hasta donde la vista me alcanza. Lo más fácil es mirar mi regazo. Basta clavar la cabeza. Veo la colcha sobre mis rodillas. Es gris. Tiene un hoyo. Exactamente sobre mi rodilla derecha.

Trato de mover las manos para taparlo, disimularlo. Mis manos están rígidas sobre las ruedas de goma. Si alargo con esfuerzo mis dedos tullidos me doy cuenta de que las ruedas son ruedas. En cambio, también me doy cuenta de que he dicho superficialmente que la raya en la tierra es artificial. ¿Cómo lo sé? Puede que sea natural, como un tajo, una barranca. En cambio, quizás yo sea un ser artificial, una presencia imaginaria. Le pido a gritos a mi memoria que regrese y me salve de la imaginación destructiva. Donde terminan los flecos de la cobija, veo mis zapatos. Ya dije que son viejos, raspados, boludos. Como de minero. Me aferro a esta asociación. ¿Imagino, recuerdo? Minero. Excavaciones. Túneles. ¿Oro? ¿Plata? No. Barro. Sólo barro. Barro. No sé por qué digo "barro" y quiero llorar. Algo terrible se mueve dentro de mi estómago cuando digo "barro", pienso "barro". No sé por qué. No sé nada. Amo mis viejos zapatos. Son duros pero son cómodos. Se amarran con agujetas altas. Son como botines. Me suben hasta arribita del tobillo. Para darme seguridad. Aunque no pueda caminar. Mis zapatos me mantienen firme. Sin ellos me desplomaría. Caería de narices, desbaratado. Me iría de lado. ¿Izquierda? ¿Derecha? Es lo peor que puede pasarme. En el abismo ya estoy. Irme de lado es mi temor. ¿Quién me ayudaría a levantarme? Quedaría embarrado en la tierra. Mi nariz olería la raya. O la raya se comería mi nariz. Mis zapatos se plantan firmemente en los descansos de la silla. La silla se planta en la tierra. Aunque no tan firmemente. Yo no tengo manera de caminar. Pero la silla puede rodar y voltearse. Yo caería a la tierra. Eso ya lo dije. Pero ahora añado una novedad. Yo me abrazaría a la tierra. ¿Es éste mi destino? La raya fluorescente se ríe de mí. Ella le impide a la tierra ser tierra. La tierra no tiene divisiones. La raya dice que sí. La raya dice que la tierra se ha dividido. La raya hace de la tierra otra cosa. ¿Qué cosa? Estoy tan solo. Tengo tanto frío. Me siento tan abandonado. Sí, quisiera caer a la tierra. Descender hasta ella. Caer en su profundidad. En su oscuridad real. En su sueño. En su arrullo. En su origen. En su fin. Volver a empezar. Acabar ya. Todo al mismo tiempo. Caer en mi madre, sí. Caer en el recuerdo de lo que fui antes de ser. Cuando fui querido. Cuando fui deseado. Yo sé que fui deseado. Necesito creerlo. Yo sé que estoy en el mundo porque fui querido por el mundo. Por mi madre. Por mi padre. Por mi familia. Por los que iban a ser mis amigos. Por los hijos que iba a tener. Digo esto y me detengo espantado. He dicho lo prohibido. Me escabullo, me escondo en mi propio pensamiento. No tolero lo que acabo de decir. Mis hijos. No lo acepto. Me espanta la idea. Me repugna. Entonces vuelvo a mirar la raya de la tierra y retomo mi pobre consolación. No puedo reunirme con la tierra porque esa raya me lo impide. La raya me dice que la tierra está dividida. La raya es otra cosa distinta de la tierra. La tierra dejó de serlo. Se volvió mundo. El mundo es el que me quiso y me trajo desde la tierra donde dormía idéntico a ella y a mí mismo. Fui sacado de la tierra y puesto en el mundo. El mundo me convocó. El mundo me quiso. Pero ahora me rechaza. Me abandona. Me olvida. Me arroja de vuelta a la tierra. Pero la tierra tampoco me quiere. En vez de abrirse en un abismo protector me planta en una raya. Por lo menos el abismo me abrazaría. Entraría a la oscuridad verdadera, total, sin principio ni fin. Ahora miro la tierra y una raya indecente la divide. La raya posee su propia luz. Una luz pintada, obscena. Totalmente indiferente a mi presencia. Yo soy un hombre. ¿No valgo más que una raya? ¿Por qué se ríe de mí la raya? ¿Por qué me saca la lengua? Creo que desperté de una pesadilla y volveré a caer en ella. Los objetos más bajos, las cosas más viles, van a vivir más que yo. Yo pasaré. Pero la raya permanecerá. Es una trampa para impedir que la tierra sea tierra y me reciba. Es una trampa para que el mundo me retenga sin quererme. ¿Por qué ya no me quiere el mundo? ¿Por qué aún no me acepta la tierra? Si supiera estas dos cosas lo sabría todo. Pero no sé nada. Quizás debo ser paciente. Debo esperar que amanezca. Entonces sin duda pasarán dos cosas. Alguien se acercará a mí y me reconocerá. Hola X, me dirá. ¿Qué haces aquí? ¿No me digas que has pasado la noche aquí? Solo. A la intemperie. ¿No tienes hogar? ¿Y tus hijos? ¿Dónde están? ¿Por qué no te cuidan? Pienso esto. Digo esto. Y aúllo. Como un animal. Grito como si estuviera capturado dentro de una copa de cristal muy frágil y mi grito pudiese quebrarla. El cielo es mi copa. Aúllo como los lobos para espantar una sola palabra. Hijos. Prefiero ir rápidamente hacia adelante a mi segunda posibilidad. Amanecerá y yo podré reconocer el lugar donde estoy. Eso me aliviará. Eso, quizás, me dará fuerza para orientarme, tomar las ruedas entre las manos y dirigirme a un lugar conocido, preciso. ¿A dónde? No tengo la menor idea. ¿Quién me espera? ¿Quién me protege? Estas preguntas provocan las contrarias. ¿Quién me detesta? ¿Quién me abandonó aquí a la mitad de la noche? Calmo mi aullido. Nadie. Nadie me reconoce. Nadie me espera. Nadie me abandonó. Fue el mundo. El mundo me dejó de la mano. Dejo de aullar. ¿Nadie me quiere? Las preguntas son puras posibilidades. Seguramente no estoy muerto. Imagino posibilidades. Eso quiere decir que aún no muero. ¿Cancela la muerte toda posibilidad? Imagino que reconozco y soy reconocido. Quiero saber dónde estoy. Quiero saber quién soy. Quiero saber quién me puso aquí. Quién me abandonó en la raya, en la noche. Si me sigo preguntando todo esto, quiere decir que no estoy muerto. No estoy muerto porque no renuncio a las posibilidades. Pero me basta pensar esto para pensar que hay muchas maneras de estar muerto. Quizás sólo he imaginado algunas pero no todas y ésta sea una de ellas. Estoy sentado mudo y paralítico en una silla de ruedas en medio de la noche y en un lugar que desconozco. Pero creo que no estoy muerto. ¿Será una ilusión pensar esto? ¿Seguiremos pensando siempre que estamos vivos? ¿Será eso la verdadera muerte? Creo que no. Si estuviera realmente muerto, sabría lo que es la muerte. Esto me consuela. Como no lo sé, debo seguir vivo. Y si estoy vivo, es porque imagino la muerte de muchas maneras. Debo andar muy cerquita de ella, sin embargo, porque siento que mis posibilidades se me van acabando. Primero me digo que estoy pasando. No me atrevo a nombrar mi muerte. Me da miedo. Estoy de paso, digo amablemente para que nadie se asuste. Mucha gente se hace presente para decirme sí, sí estás pasando nada más. Y un día habrás pasado. Estarás muerto. Sonríen en la oscuridad cuando dicen esto. Las gentes. Les alivia. Si yo no muero porque sólo paso, ellos tampoco morirán. Habrán pasado nomás. Me repugna esta idea. La rechazo. Busco algo que la niegue. Algo que niegue su espantosa hipocresía. Que nadie diga de mí "X pasó". (X soy yo.) Prefiero la otra voz dentro de mí que dice "X ya se murió." Yo ya me morí. Eso me gusta más. Eso espero que digan de mí, si realmente ya me morí, cuando me muera de veras. Es como si siempre hubiera estado esperando a la muerte y por fin me llegó el día. Pero también es como si la muerte me hubiera estado esperando desde siempre, con los brazos abiertos. Ya se murió. Para esto nació. Para esto lo hicimos, lo quisimos, lo criamos, lo echamos a andar. Para que se muriera. No para que nomás pasara como si nada. No. Lo criamos para que se muriera. Así con todas sus letras. Entonces a mí se me ocurre algo tremendo, como si pensar estas dos cosas -pasó nomás, ya se murió fuese lo mismo que pensarlo todo. Una voz llega de un lado de la raya y me dice "Estás pasando". La otra llega del otro lado y me dice "Ya te moriste". La primera voz, la del lado que no es el mío, que está detrás de mí, habla en inglés. "He passed away", dice. La otra, enfrente de mí, del lado mío, habla en español: "Ya se murió." Se petateó. Estiró la pata. Levantó los tenis. Se fue a empujar margaritas. "Ya se murió." ¿Quién? Eso no me lo dice nadie. Nadie me devuelve mi nombre. Muevo hacia arriba la cabeza con dolor. Ya lo dije. Mi cuello está tieso. Es muy viejo. Un cuello de gallo que no se cuece al primer hervor. Repentinamente, como si mis ideas las convocaran, las estrellas brillan en la noche. Entonces yo hago algo totalmente inesperado y misterioso. Logro levantar un brazo. Cubro mis ojos con la palma de mi mano. La dejo caer derecho sobre mis rodillas. No sé por qué hago esto. Más aún, no sé cómo logré hacerlo. Pero al abrir los ojos y mirar al cielo, ubiqué la estrella Polar. Sentí un gran alivio. Ver esa estrella, identificarla, volvió a ubicarme por un instante en el mundo. Estrella Polar. Su presencia y su nombre se me hicieron presentes. Son algo nítido. Allí están, la estrella y el polo. No se mueven. Anuncian eternamente el principio del mundo. Arriba y atrás de mí está el Norte. Pero en vez de anunciar el principio como yo lo acabo de desear, la voz de la estrella me dice: Vas a pasar. You are going to pass away. Pasaré. Seré polvo y regresaré al polvo. Soy el señor del polvo. El señor polvoso. Soy barro y regresaré al barro. Seré el señor del barro. El señor… Esta vez no grité. Aprieto entre mis manos las ruedas de la silla. Las araño con furia y desconcierto. Estoy a punto de saber. No quiero saber. Una intuición horrible me dice que sí sé. Voy a sufrir. Dejo de mirar a la estrella del Norte. Miro mejor a la tiniebla del Sur. Hacia abajo. Hacia mis pies. "Ya te vas a morir", me dice la penumbra. Lo dice en español. Y yo respondo. Yo logro hablar. Yo digo algo. Una oración aprendida hace mucho. En español. Bendita sea la luz. Y la Santa Veracruz. Y el Señor de la Verdad. Y la Santa Trinidad. Esto me consuela enormemente. Pero también me da ganas de orinar. Recuerdo como de rayo que de chiquito cada vez que rezaba me daban ganas de ir al baño. Así como algunos se mean al oír el rumor de agua, a mí la vejiga se me activa al rezar. Dicho y hecho. La Santa Trinidad. El pipí se me suelta. Me da vergüenza. Se me va a manchar el pantalón. Miro hacia mi regazo, esperando la mancha de humedad alrededor de mi bragueta abierta. Pero no pasa nada, a pesar de que sin duda me acabo de orinar. Otra vez muevo con gran dificultad la mano derecha. La meto por la bragueta. No encuentro mi calzón, ni la apertura del mismo que me permitiría tocar mi vello obscenamente encanecido, mi picha arrugada, las pelotas que me han crecido como de elefante. Nada de eso. Encuentro un pañal. La textura es inconfundible. Satinada e impermeable, gruesa y acolchonada. Me han puesto un pañal. Siento alivio y vergüenza. Alivio porque sé que puedo orinar y cagar a mi gusto, sin miedo. Vergüenza por lo mismo: me están dando trato de bebé. Creen que soy un niño inútil. Me han puesto un pañal y me han abandonado en una silla de ruedas sobre una raya pintada en la tierra. Si me hago caca, ¿alguien olerá mi mierda? ¿Vendrá entonces alguien a auxiliarme? Esto me humillaría. Prefiero seguir pensando que me han abandonado y ya no vendrán por mí. Nadie me cambiará el pañal. Me han abandonado. El pañal me obliga a repetir esto. Soy el niño abandonado, el expósito. El huérfano. ¿De quién? ¿De quiénes? Siento la tentación de mover las ruedas de mi silla de inválido. Ya expliqué por qué no lo hago. Temo rodar. Caer. De bruces. Hacia el sur. De espaldas. Hacia el norte. A la derecha no. A la izquierda mejor. Pero esa palabra me inquieta, ya lo dije. Trato de evitarla. Igual que evito la idea del barro, la noción de tener hijos, la necesidad de hablar inglés. Pero la palabrita se me impone. Izquierda. Si la admito, admitiré todo lo demás, Nombre. Barro. Hijos. Muerte. Lengua. La repito y me veo, milagrosamente, en el exacto sitio donde estoy. Sólo que de pie. Ahora de pie. Ahora joven. Sólo que acompañado. Estoy en la raya. Me enfrento a un grupo armado. Son policías. Visten camisas color caqui de mangas cortas. Sudaderas debajo de las camisas. Aun así el sudor del pecho y las axilas mancha la camisa reglamentaria. Son norteamericanos. Están de un lado de la raya. Detrás de mí hay un grupo desarmado. Usan overoles. Botas como las mías. Sombreros de petate. Tienen caras de cansancio. Caras de haber viajado mucho tiempo y por lugares áridos. Tienen polvo en las pestañas, en la boca, en los bigotes. Parecen hombres que fueron sepultados en vida. Resucitados. Basta esto para que un nombre regrese con fuerza igual a la de la estrella polar. Lázaro. En su nombre hablo. Alego. Defiendo. Hay disparos. Caen los hombres de polvo. Me rodean gentes que yo debería conocer, querer. Me rodean para protegerme a mí de las balas. Me protegen pero me regañan. Alborotador. Quién te manda. No te metas. Nos comprometes. Así no. Regresa a tu casa. Entra al orden. Nos comprometes a todos. A tu mujer. A tus hijos. A tu hermano sobre todo.