Cristina se sentó en el sillón doble:

– No puedo entender lo que te pasó -comenzó diciendo.

Pero él no contestó. Se acercó a la ventana y miró displicente hacia la calle.

– No puedes montar todo este escándalo porque me fui a un asado, ¿no te parece? -continuó genuinamente sorprendida.

– Puedo hacer el escándalo que quiera.

– ¿Me puedes decir qué es lo que tanto te molesta?

– Mira, si lo tengo que explicar, entonces no vale la pena.

– ¿Qué pasó con lo que me enseñaste de "vale la pena”?

– ¡Lo he olvidado!

– ¡Estás imposible!

– ¡Tú eres imposible!

Cristina tomó aire y decidió intentarlo por última vez.

– ¿Podemos hablar?…

Roberto aflojó el gesto y se sentó en el sillón.

– ¿Qué es lo que te pasa? -insistió ella.

– Pasa que no entiendo, estaba todo maravilloso, teníamos el mejor encuentro de nuestra vida y tú te tuviste que ir a ese puto asado. No entiendo… ¿tan importante era esa comida como para rifar todo lo conquistado?

– Pero Rober… el asado no me importaba para nada. Si tú me lo hubieras pedido yo me habría quedado…

– ¿Si yo te lo hubiese pedido?

– Sí, ¿por qué no?

– ¿Tengo yo que pedirte ser más importante en tu vida que un estúpido almuerzo?

– ¿Tengo yo que adivinar qué es lo que tú necesitas para darte cuenta de que eres importante para mí?

– No sé, no sé, todo está podrido…

– No seas así, Roberto, no arruines todo por una boludez.

– Tú lo has arruinado, Cristina, no yo. Esta vez fuiste vos, vos lo arruinaste esta vez.

– Lo lamento, la verdad es que lo lamento mucho…

– Yo también… yo también.

Pausadamente, ella se levantó, tomó su abrigo y la cartera del sofá y caminó hacia la puerta; allí se quedó unos segundos de espaldas, como esperando la llamada de Roberto. Una llamada que nunca llegó. Salió del departamento con los ojos húmedos y dejando tras de sí la puerta apenas entornada.

Estaba furioso pero no sabía muy bien por qué. Pensaba que podía haber contemporizado, que podía haberle arrancado una disculpa más o menos sincera, podía haber salvado la pareja, podía… Y había decidido no hacerlo.

¡Ella no se lo merecía!

¡Ella! pero… ¿y él? ¿se merecía él salvar su pareja?

Cada vez estaba más enojado, apretaba los puños y los dientes con fuerza, hasta hacerse daño. ¿A quién estaba castigando?

Recordó, de pronto, el cuento de la tristeza y la furia [1] . La tristeza, que se disfraza de furia cuando no quiere quedar al desnudo. Para eso estaba allí su enojo: tapaba la tristeza, escondía el dolor, disimulaba su impotencia.

Sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, y luego, cómo desde allí alguna que otra rodaba por sus mejillas muy despacio.

Si no hubiera estado tan desbordado por la mezcla de emociones, habría podido recibir el mensaje que Laura le enviaba (sin saber que respondía a todo lo que le pasaba) y que lo esperaba ya en su ordenador:

Resumiendo, Fredy:

La primera afirmación de la propuesta es que los problemas de pareja son problemas personales que se expresan en la relación.

Y estos problemas sólo emergen en el vínculo amoroso, dado que estando con otro salen a la luz aspectos de uno que estaban en la sombra. Como terapeutas, la idea es tener esta mirada frente a los conflictos, y entonces, cuando una pareja viene a la consulta, volcarnos a ver cuál es el conflicto personal de cada uno de ellos que está interfiriendo en la relación. Ayudamos a que cada uno trabaje su problemática personal y mostramos cómo la neurosis de uno se engancha con la del otro.

La idea principal otra vez es: “Si te molesta esta situación, ¿qué cuestión personal se refleja en el conflicto?” El tema básico está plasmado en la frase de Hugh Pratter: "Una piedra nunca te irrita a menos que esté en tu camino".

Nos bloqueamos con el famoso tema de la proyección. Pienso en aquello que tanto nos mostró Nana en sus laboratorios:

"Proyecto en el otro las partes de mí que más rechazo".

"Cuando me doy cuenta de cómo me molesta esto en el otro, investigo cómo me molesta en mí mismo".

"Si pienso que yo no tengo nada de eso que me molesta del otro, el trabajo es darme cuenta de qué pongo yo de lo que tengo; porque si no pusiera de lo mío no me molestaría".

Esto es básico en Gestalt y es lo que dice Jung con el tema de la sombra. Proyecto mi sombra en mi compañero y al verla en él, la descubro.

A partir de allí tengo dos posibilidades: Intentar destruir la temida amenaza destruyéndolo a él o aceptar la oportunidad de integrarme con mi sombra y terminar para siempre con su amenaza.

Sin duda, esto cambia sustancialmente la óptica y la comprensión de los problemas de pareja. Dejo de culpar al otro por lo que hace y empiezo a ver qué estoy poniendo yo en este particular conflicto. En vez de utilizar mi energía para cambiar al otro, la utilizo para observarme. Y a partir de ahí, hablar de mí, de lo que yo necesito, de lo que a mí me pasa con las actitudes que él tiene.

Al otro le resulta mucho más fácil escuchar esto.

La clave es estar siempre conectada con lo que me está pasando y no hablar del otro. En todo caso, si no me agrada lo que sucede ¿qué otra cosa podría hacer yo para generar algo que me guste más?

Puedo quedarme llorando y quejándome, puedo buscar otro marido, o puedo ver cómo estar lo mejor posible con el que quiero y estoy. Puedo usar el conflicto para encontrarle una salida creativa, para ver qué puedo desarrollar de mí misma, con qué puntos ciegos me estoy bloqueando.

Éste es mi camino y el que transmito. Esto es lo que me gusta de la vida: ir descubriendo sobre mí y sobre los otros; un desafío, no esperar que no haya conflictos, sino verlos como una oportunidad para desarrollarme. Y si es cierto que una de las dificultades es lo proyectado, la otra es la dificultad para darnos cuenta de lo que verdaderamente necesitamos. Por supuesto que cuando no obtenemos lo que creemos necesitar, nos resulta más fácil reaccionar que procurarnos aquello que nos falta, aunque muchas veces estemos pidiendo cosas equivocadas.

Por ejemplo, puedo montar un escándalo porque llegaste tarde. Así, la discusión se centra en esa pelea aparente. Pero no se trata de eso, sino de ver qué es lo que te estoy pidiendo a través de la puntualidad. Si me vuelvo loca porque llegás tarde, quizás lo que necesite no se resuelva con que llegues temprano. Habría que ver qué me afecta tanto, qué interpretación hago de tu tardanza, qué es lo que necesito de ti, qué te estoy pidiendo al reclamarte puntualidad… ¿Que me demuestres que te importo? ¿Que me valores? ¿Que me consideres? ¿De qué estoy hablando cuando reacciono así?

Cuando estamos demasiado centrados en nosotros mismos, no podemos ver lo que le pasa al otro y nos volvemos autorreferentes.

Para el otro, desde fuera, nuestra actitud resuena por lo menos exagerada cuando no francamente irracional. Y posiblemente lo sea, porque estas actitudes tan arcaicas provienen en realidad de los primeros años de vida, de las conductas incorporadas para defendernos de las heridas padecidas en la infancia…

John Bradshaw llama a este recuerdo de la herida primigenia "el niño herido". Es este niño herido que llevamos dentro el que nos hace actuar así. Los dolores que no pudimos expresar en nuestra infancia los cargamos como una mochila, y se expresan con nuestras reacciones antes de que nos demos cuenta, de modo que nos encontramos instalados allí antes de poder pensar. Estas reacciones son las que nos causan más problemas en las relaciones íntimas.

Desafortunadamente, cuando vivimos una relación, los enojos y dolores no resueltos en el pasado los actuamos en el presente con el otro a través de nuestras reacciones.

Por lo general, estos viejos dolores no aparecen hasta que tenemos una relación de pareja. El noviazgo y el matrimonio disparan estas viejas heridas y suponemos que es nuestro compañero el que las causa.

Habitualmente esto no ocurre al principio, sino en la medida que nos vamos sintiendo verdaderamente unidos con el otro.

Este niño herido que llevamos en nuestro interior es como un agujero negro que chupa todo, es como un dolor de muelas: cuando aparece no podemos pensar en otra cosa, el dolor domina nuestra vida.

En muchos casos de separación el problema no se encuentra en la relación de uno con el otro, sino en asuntos no resueltos de uno de ellos (o de los dos) con su propio pasado.

Mi reacción genera tu reacción, y así nos vamos potenciando negativamente.

Cuando acarreamos a nuestros niños heridos tenemos la sensación de no estar nunca en el presente, siempre estamos reaccionando por cosas que nos pasaron hace muchos años. Esto imposibilita la relación con el otro.

Hasta que no me ocupe de este niño herido él seguirá reaccionando y empeorando mis relaciones íntimas. Y el único que puede escucharlo soy yo mismo, cuando me ocupo de su tristeza, de su enojo. Entonces el niño no va a reaccionar, porque está contenido.

Es necesario aclarar que no es posible descubrir algunas de estas heridas en soledad. Necesitamos de alguien que nos permita encontrar nuestras heridas, un vínculo que las dispare con una persona que las autorice, que nos permita sentir lo que sentimos sin descalificamos. El niño herido necesita validación de su dolor. Sólo cuando la persona se siente validada en su dolor, puede expresarlo y atravesarlo.

El dolor es un proceso que ocurre a través del shock, la tristeza, la soledad, la herida, el enojo, la rabia, el remordimiento. Y toma mucho tiempo.

Para llegar al punto del dolor es fundamental salirse de culpar al otro y observar qué me pasa a mí con mis reacciones.

Cuando establecemos una pareja hacemos un pacto inconsciente en el cual, por ejemplo, yo espero que vos seas el padre que no me va a abandonar y vos esperás que yo sea la madre que te va a aceptar incondicionalmente como sos. Y cuando esto no ocurre, porque es imposible que el otro cure mis heridas, empiezo a culparte.

[1] Nota de la ed.: Este cuento puede leerse en Cuentos para pensar , de Jorge Bucay.