Изменить стиль страницы

– Disculpe mi insistencia -prosiguió el croata-, pero es importante. Forma parte de lo que me trajo aquí. En cuanto a la mujer de la carretera de Borovo Naselje…

Se interrumpió en ese punto, sin dejar de observar al pintor. Faulques seguía limpiando la bandeja, impasible.

– Antes -prosiguió Markovic- hablábamos de horror y desenfoques de cámara. ¿Y sabe lo que creo?… Que era usted un buen fotógrafo porque fotografiar es encuadrar, y encuadrar es elegir y excluir. Salvar unas cosas y condenar otras… No todo el mundo puede hacer eso: erigirse en juez de cuanto pasa alrededor. ¿Comprende a qué me refiero?… Nadie que ame de verdad puede dictar esa clase de sentencias. Puesto a elegir entre salvar a mi mujer o a mi hijo, yo no habría podido… No. Creo que no.

– ¿Y qué habría elegido entre salvar a su mujer, a su hijo o salvarse usted?

– Sé lo que insinúa. Hay gente que…

Se interrumpió de nuevo, contemplando el suelo entre sus pies. Tiene razón, dijo entonces Faulques. La fotografía es un sistema de selección visual. Uno encuadra parte de su ángulo de visión. Se trata de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. De ver la jugada, como en el ajedrez.

Markovic seguía mirando el suelo.

– Ajedrez, dice.

– No sé si es un buen ejemplo. El fútbol también puede valer.

El otro alzó la cabeza, sonrió de modo extraño, casi provocador, e hizo un ademán hacia la pintura mural.

– ¿Y dónde está ella?… ¿Le reserva un lugar especial en el tablero, o forma parte de toda esa masa de gente?

Faulques dejó la bandeja. No le gustaba aquella repentina sonrisa insolente. Y, para su íntima sorpresa, por un instante se vio calculando las posibilidades que tenía de golpear a Markovic. El croata era fuerte, decidió. Más bajo que él, pero también más joven y fornido. Tendría que pegarle antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Cogiéndolo de improviso. Miró alrededor: necesitaba un objeto contundente. La escopeta estaba en el piso de arriba. Demasiado lejos.

– No es asunto suyo -dijo.

El otro frunció los labios de modo desagradable.

– Estoy en desacuerdo con eso. Todo lo que a usted se refiere es asunto mío. Incluyo ese ajedrez del que habla con tanta sangre fría… Y a la mujer que fotografió muerta.

Había un tubo de andamio en el suelo, junto a la puerta, a unos tres metros de donde Markovic estaba sentado. Un tubo de aluminio grueso, de tres palmos de longitud. Con el viejo instinto del espacio y el movimiento, como si de tomar una foto se tratara, Faulques calculó los pasos necesarios para hacerse con el tubo y llegar hasta el croata. Cinco hacia la puerta, cuatro hacia el objetivo. Markovic no iba a levantarse hasta que lo viera empuñarlo. En dos pasos rápidos podía llegar cerca de él antes de que terminara de incorporarse. Uno más para golpear. En la cabeza, naturalmente. No podía darle oportunidad de rehacerse. Quizá un par de golpes bastarían. O uno solo, con suerte. No tenía intención de matarlo, ni de avisar luego a la policía. En realidad no tenía intención de nada. Sólo estaba irritado y deseaba hacerle daño.

– Cuentan que era fotógrafa de modas y de arte -dijo Markovic-. Que usted la apartó de su mundo y se la llevó consigo. Que se hicieron compañeros y… ¿Cuál es la palabra?… ¿Marido y mujer?… ¿Amantes?

Faulques se secó las manos con un trapo. Quién cuenta eso, preguntó. Luego fue despacio hacia la puerta, el aire casual. Primero sólo un paso. Por el rabillo del ojo miraba el tubo en el suelo. Cogió el recipiente lleno de agua sucia de los pinceles y se dispuso a vaciarlo afuera, para justificar el movimiento. Me lo contó, estaba diciendo Markovic, gente que la conoció a ella y lo conoció a usted. Le aseguro que hablé con muchas personas antes de llegar aquí. Hice trabajos incómodos en varios países, señor Faulques. Viajar cuesta dinero. Pero tenía una poderosa razón. Ahora sé que mereció la pena.

– Yo pienso mucho en la mía, ¿sabe? -añadió tras quedarse callado un momento-. En mi mujer. Era rubia, dulce. Tenía los ojos castaños, como mi hijo… Y fíjese: en el niño no soporto pensar. Me viene una desesperación negra, ganas de gritar hasta romperme la garganta. Una vez lo hice, grité, y casi me la rompo de verdad. Sucedió en una pensión, y la dueña creyó que estaba loco. Dos días sin poder hablar, figúrese… En ella sí pienso. Es distinto. He ido con otras mujeres, después. Soy un hombre, al fin y al cabo. Pero hay noches que me revuelvo en la cama, recordando. Tenía la piel muy blanca, y la carne… Tenía…

Faulques estaba en la puerta. Arrojó el agua sucia y se inclinó para dejar la lata en el suelo, junto al tubo de andamio. Casi lo rozaba cuando comprobó que su cólera se había desvanecido. Se irguió despacio, las manos vacías. Markovic lo estudiaba ahora con curiosidad, atento a su cara. Por un momento los ojos del croata se posaron en el tubo de andamio.

– ¿Ese barco de turistas pasa a la misma hora, con la misma mujer, y no piensa ir al puerto y ver cómo es ella?

– Quizá lo haga un día.

Markovic sonrió apenas, el aire distraído.

– Un día.

– Sí.

Puede verse desilusionado, lo previno el otro. La voz parece joven y bonita, pero ella tal vez no lo sea. Dijo eso mientras se apartaba, dejando sitio para que Faulques subiese al piso superior, abriese el frigorífico apagado y sacara dos cervezas.

– ¿Ha estado con mujeres desde lo de Borovo Naselje, señor Faulques?… Supongo que sí. Pero es curioso, ¿verdad? Al principio, con la juventud, crees imposible pasarte sin ellas. Luego, cuando las circunstancias o la edad obligan, uno se acostumbra. Se resigna, tal vez. Pero creo que no; que la palabra adecuada es esa: costumbre.

Cogió la lata que Faulques le ofrecía y se la quedó mirando sin abrirla. El pintor abrió la suya tirando de la lengüeta. Estaba tibia, y un borbotón de espuma se derramó entre sus dedos.

– Vive solo, entonces -murmuró Markovic, pensativo.

Faulques bebía a sorbos cortos, observándolo. Sin decir palabra, se secó la boca con el dorso de la mano. El otro movía la cabeza con leve gesto afirmativo. Parecía confirmar algo. Al fin abrió su cerveza, bebió un poco, la puso en el suelo y encendió un cigarrillo.

– ¿Quiere que hablemos de la mujer muerta en la carretera?

– No.

– Yo he hablado de la mía.

Se miraron los dos en silencio, un rato largo. Tres chupadas al cigarrillo de Markovic, dos sorbos a la cerveza de Faulques. Fue el croata quien habló de nuevo.

– ¿Cree que mi mujer intentó congraciarse con los hombres que la violaban, para salvarse?… ¿O para salvar a nuestro hijo?… ¿Cree que consintió por miedo, o por resignación, antes de que mataran al niño y la mutilaran y degollaran a ella?

Se llevó el cigarrillo a la boca. La brasa se avivó entre sus dedos, y una bocanada de humo veló un instante los ojos claros tras los cristales de las gafas. Faulques no dijo nada. Miraba una mosca que, tras revolotear entre ambos, había ido a posarse sobre el brazo izquierdo del croata. Este la observaba muy quieto. Impasible. Sin moverse ni espantarla.