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La brisa iba de la tierra al mar y la noche era calurosa. A pesar del resplandor de la luna, podía verse casi toda la constelación de Pegaso. Faulques seguía afuera, las manos en los bolsillos, entre el chirriar de los grillos y el revoloteo de luciérnagas bajo los pinos que se recortaban, negros, en cada destello del faro lejano. Seguía pensando en Ivo Markovic: en sus palabras, en sus silencios y en la mujer a la que el croata se había referido antes de irse. Qué hubo entre ella y usted, señor Faulques, había dicho puesto ya en pie y camino de la puerta, la lata de cerveza vacía en la mano y mirando alrededor en busca de un lugar adecuado para dejarla. Qué hubo de verdad en esa última foto, quiero decir. Lo expuso de ese modo casual, en mitad de un gesto intrascendente, seguro de no obtener respuesta. Después, tras arrugar la lata entre los dedos y depositarla en una caja de cartón con desperdicios, había encogido los hombros. La foto de la cuneta, repitió alejándose. Aquella extraña foto que no se publicó nunca.

Faulques regresó despacio a la torre, cuya mole sombría se destacaba sobre el acantilado. De nada servía recordar, pensó. Pero era inevitable. Entre los dos puntos determinados por el azar y el tiempo, el museo mejicano y la cuneta de la carretera de Borovo-Naselje, Olvido Ferrara lo había amado, sin duda. Lo había hecho a su manera deliberada y vital, egoísta, con un poso de tristeza inteligente en las pausas. En torno a aquella sutil melancolía, latente en el fondo de su mirada y sus palabras, él se movió siempre con suma precaución, igual que un merodeador prudente, procurando no dar ocasión a que se hiciera explícita. Las flores siguen creciendo impasibles y seguras de sí, dijo ella una vez. Los frágiles somos nosotros. A Faulques lo preocupaba la eventualidad de afrontar en voz alta las causas de la resignación desesperada que a ella le corría por las venas, tan precisa como el bombeo sano y exacto de su corazón, y que podía advertirse, cual si se tratara de una enfermedad incurable, en el pulso de sus muñecas, en su cuello, en sus abrazos. En sus impulsos y en aquella extrañísima alegría -era capaz de reír como un muchacho feliz, a carcajadas- tras la que se escudaba como otros seres humanos suelen hacerlo con un libro, un vaso de vino o una palabra. Respecto a Faulques, la cautela de Olvido era semejante. Durante el tiempo que estuvieron juntos, ella lo observó siempre de lejos, o más bien desde fuera, quizá recelando de penetrar en él y descubrir que era como otros hombres a los que había conocido. Nunca hizo preguntas sobre mujeres, sobre años pasados, sobre nada. Tampoco sobre el desarraigo nómada que él utilizaba como defensa en un territorio que, desde muy joven, había decidido considerar hostil. Y a veces, cuando en momentos de intimidad o ternura él estaba a punto de confiar un recuerdo o un sentimiento, ella le ponía sus dedos sobre la boca. No, mi amor. Calla y mírame. Calla y bésame. Calla y ven exactamente aquí. Olvido deseaba creer que era distinto y que por eso lo había elegido, menos como compañero de un futuro improbable -Faulques advertía, impotente, los signos de esa improbabilidad- que como camino hacia el lugar ineludible donde su propia desesperanza la guiaba. Y quizá fuera, en cierto modo, distinto. Una vez ella se lo dijo. Subían por la escalera de un hotel, en Atenas, casi de madrugada, Faulques con la americana sobre los hombros, Olvido con un vestido blanco, ceñido, que se cerraba con una cremallera desde la cintura a la espalda. Él, un peldaño detrás de ella, pensó de pronto: un día ya no estaremos aquí. Y le bajó despacio el cierre del vestido mientras subían. Olvido siguió por la escalera sin inmutarse, una mano en la barandilla de latón dorado, el vestido abierto hasta las caderas sobre su espalda espléndida, los hombros desnudos, elegante como una gacela imperturbable -habría permanecido igual aunque se hubieran cruzado con un cliente o un empleado del hotel-. Al fin llegó al rellano y se detuvo, volviéndose a mirarlo. Te amo, dijo serena, porque tus ojos no te engañan. Nunca lo permites. Y eso le da un silencioso peso a tu equipaje.

Entró en la torre, buscó a tientas una caja de fósforos y encendió el farol de gas. Por efecto de la penumbra, las imágenes pintadas en la pared parecían envolverlo como fantasmas. O tal vez no fuese la penumbra, se dijo mientras dirigía una lenta mirada circular al paisaje que esa noche, como otras muchas, lo hacía asomarse a la orilla del río de los muertos: un lugar de aguas oscuras y tranquilas, en cuya orilla opuesta se congregaban, mirándolo, sombras ensangrentadas que sólo respondían con palabras tristes. Faulques buscó la botella de coñac y se puso tres dedos en un vaso. Vuela la noche, murmuró después del primer sorbo. Y se nos pierde en llantos.

Nadie que ame de verdad, había dicho Markovic aquella tarde. ¿Fue siempre lo que sus fotos dicen que es?… Y sin embargo, el pintor de batallas sabía que sólo de ese modo era posible pasar por todo ello y mantener enfocada la lente. A diferencia del propio Markovic y hasta de Olvido, a quienes la guerra señaló voluntaria o involuntariamente, cambiando sus vidas o destruyéndolas, en treinta años de recorrer el mundo escudado tras una cámara, Faulques había aprendido mucho de la Humanidad, observándola; mas nada había cambiado en él. Al menos, nada que alterase la visión precoz del problema. El croata tenía razón en cierto modo. Aquel mural que lo rodeaba con sus sombras y espectros era la exposición científica de esa mirada, no un remordimiento ni una expiación. Pero había una grieta en el muro, en la pintura circular, que en esencia era confirmación de lo que en otro tiempo Faulques había intuido y ahora sabía. Pese a su arrogancia técnica, el científico que estudiaba al hombre desde la helada soledad de su observación no se hallaba fuera del mundo, aunque le gustara pensarlo. Nadie era por completo indiferente, por más que lo pretendiese. Ojalá fuera posible, se dijo apurando el vaso y sirviéndose más coñac. En lo que a él se refería, Olvido lo había hecho salir de sí mismo. Después, su muerte cerró la tregua. Aquellos pasos ejecutados con precisión geométrica en la carretera de Borovo-Naselje -casi el movimiento elegante de un caballo en el ajedrez del caos- que habían devuelto a Faulques a la soledad, resultaban en cierto modo tranquilizadores: ponían las cosas en su sitio. El pintor de batallas bebió otro trago después de hacer un brindis silencioso en dirección a la pared, casi en redondo, a la manera de un torero que saludara desde el centro de la arena. Ahora ella estaba en la orilla oscura, donde las sombras hablaban con ladridos de canes y gemidos de lobos. Gemitusque luporum . En cuanto a Faulques, los últimos pasos de Olvido lo habían devuelto para siempre a la compañía de las sombras que poblaban la torre: un hombre de pie junto al río negro, contemplado desde el otro lado por los espectros melancólicos de aquellos a quienes conoció con vida.

Olvido y él, recordó, habían estado mirando desde la misma orilla un río pintado en un cuadro de los Uffizi: la Tebaida , de Gherardo Starnina, que algunos atribuían a Paolo Uccello o a la juventud de Fra Angélico. Pese a su aspecto amable y costumbrista -escenas de la vida eremita con algún toque picaresco, alegórico o fabuloso-, una observación detenida de la tabla revelaba un segundo nivel más allá de la primera apariencia, donde por debajo de la síntesis gótica asomaban extrañas líneas geométricas e inquietante contenido. Olvido y Faulques se habían quedado inmóviles ante la pintura, subyugados por las actitudes de los monjes y el resto de los personajes del cuadro, por la intensidad alegórica de las escenas dispersas. Parece uno de esos nacimientos que se hacen con figuritas por Navidad, apuntó Faulques, dispuesto a seguir adelante. Pero Olvido lo retuvo por el brazo, mientras sus ojos permanecían clavados en el cuadro. Fíjate, dijo. Hay algo oscuro que intranquiliza. Mira el asno que cruza el puente, las escenas perdidas al fondo, la mujer que parece huir furtiva a la derecha, el monje que está detrás, asomado desde una gruta sobre la peña. A fuerza de observarlas, algunas de estas figuras se vuelven siniestras, ¿verdad? Da miedo no saber lo que hacen. Lo que traman. Lo que piensan. Y mira el río, Faulques. Pocas veces he visto uno tan raro. Tan equívocamente apacible y tan oscuro. Menudo cuadro, ¿verdad? No hay nada ingenuo pintado ahí. Sea de Starnina, de Uccello o de quien lo pintara -supongo que al museo le conviene que haya sido Uccello, eso lo revaloriza-, empiezas mirándolo divertido, y poco a poco se te hiela la sonrisa.

Habían seguido hablando del cuadro toda la tarde; primero junto al río y el puente viejo, bajo la estatua, en la fachada de Vasari, de Giovanni delle Bande Nere; y luego cenando temprano en la terraza de un restaurante del otro lado, desde donde veían el puente y los Uffizi iluminados por la penúltima luz del día. Olvido continuaba fascinada con el cuadro, que ya conocía pero que nunca, hasta entonces con Faulques, llegó a ver de ese modo. Es el orden abstracto hecho realidad, decía. Y tan denso como la Alegoría sacra de Bellini, ¿no te parece? Tan surreal. Los enigmas hablan entre sí, y nos dejan fuera de su conversación. Y estamos en el siglo XV, nada menos. Aquellos maestros antiguos sabían, como nadie, hacer visible lo invisible. ¿Te has fijado en las montañas y rocas del fondo? Hacen pensar en los paisajes geometrizantes de finales del XIX, en Friedrich, en Schiele, en Klee. Y me pregunto cómo podríamos llamar a ese cuadro hoy en día. La orilla ambigua , quizás. O mejor: Teología pictórica sobre una topografía geológica rigurosa . Algo así. Dios mío, Faulques. Qué equivocados estamos. Ante un cuadro como ese, la fotografía no sirve para nada. Sólo la pintura puede. Todo buen cuadro aspiró siempre a ser paisaje de otro paisaje no pintado; pero cuando la verdad social coincidía con la del artista, no había doblez. Lo magnífico era cuando se separaban, y el pintor debía elegir entre sumisión o engaño, recurriendo a su talento para hacer que el uno pareciera la otra. Por eso la Tebaida tiene lo que tienen las obras maestras: alegorías de certezas que sólo serán ciertas al cabo de mucho tiempo. Y ahora, por favor, sírveme un poco más de ese vino. Decía todo aquello mientras enrollaba pasta en el tenedor con una soltura envidiable, se enjugaba los labios con la servilleta o miraba a los ojos de Faulques con toda la luz del Renacimiento reflejada en ellos. Dentro de cinco minutos, añadió de pronto bajando la voz -se había inclinado un poco hacia él, los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados, mirándolo con desenvoltura-, quiero que vayamos al hotel y me hagas el amor y me llames puta. ¿Capisci? Estoy aquí contigo, comiendo espaguetis exactamente a ochenta y cinco kilómetros del lugar donde nací. Y gracias a Starnina, o a Uccello, o a quien de verdad pintara ese cuadro, necesito con toda urgencia que me abraces con violencia razonable pero contundente, y dejes en blanco el cuentakilómetros de mi cerebro. O que lo rompas. Tengo el gusto de comunicarte que eres muy guapo, Faulques. Y me encuentro en ese punto exacto en el que una francesa te tutearía, una suiza intentaría averiguar cuántas tarjetas de crédito llevas en la cartera, y una norteamericana preguntaría si tienes un condón. Así que -miró el reloj- vamos al hotel, si no tienes inconveniente.