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– Creo que no me interesa ese episodio -lo interrumpió Faulques, sin dejar de frotar la pintura con los dedos-. Es poco original y demasiado previsible.

Markovic se quedó callado un momento, considerando aquello.

– Se reía, ¿sabe? -prosiguió de pronto-. Aquel desgraciado se reía mientras le pegábamos delante de sus padres… Nos miraba con los ojos muy abiertos, tanto como la boca que le babeaba, y seguía riéndose… Como si quisiera congraciarse con nosotros.

– Y no había dinero escondido, naturalmente.

Markovic miró al pintor con respetuosa atención. Luego hizo un gesto leve con la cabeza.

– Nada. Ni un céntimo. Lo que pasa es que tardamos mucho en averiguarlo.

Dejó el pincel en su sitio y se quedó con las manos colgadas por los pulgares en los bolsillos del pantalón, viendo lo que hacía Faulques.

– Cuando salimos de allí también tardamos en mirarnos a la cara unos a otros.

El pintor dejó de frotar, retrocedió dos pasos y comprobó el resultado. A falta de concluir la boca del hombre sentenciado, el rostro había mejorado mucho. Indignación en lugar de miedo. Y aquellas sombras verticales, sucias, que resaltaban la expresión del rostro. Volumen y vida, a un paso de la muerte. Real como sus recuerdos, o casi. Satisfecho, fue hasta la jofaina y se enjuagó las manos manchadas de pintura.

– ¿Por qué participó?… Pudo limitarse a mirar. Tal vez hasta pudo impedirlo.

Markovic encogió los hombros.

– Eran camaradas, ¿comprende?… Hay rituales de grupo. Códigos.

– Claro -Faulques torció la boca, sarcástico-. ¿Y qué habría hecho, de tratarse de una violación? ¿Atenerse a qué códigos?

– Nunca violé a nadie -el croata se removía, molesto-. Tampoco vi hacerlo.

– Quizá no tuvo ocasión.

La mirada de Markovic era insólitamente aviesa.

– Usted también cometió vilezas, señor fotógrafo. Cuidado. Su cámara fue cómplice pasivo muchas veces… O activo. Recuerde su maldita mariposa. Recuerde por qué estoy aquí.

– La diferencia es que mis vilezas las cometí solo. Mis cámaras y yo. Punto.

– Decir eso es presuntuoso.

– ¿De veras?

– Tuvo suerte.

– No -Faulques alzó un dedo-. Fue deliberado. Lo elegí así desde el principio.

– Quizá se equivoca. Puede que usted haya sido siempre como es, y la palabra elegir no tenga nada que ver. Eso lo explicaría todo, incluida su supervivencia.

Dicho eso, Markovic se indicó la cabeza, aclarando a qué supervivencia se refería. Luego señaló la pintura. También explica su trabajo en este lugar, prosiguió. Confirma lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una… En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?… Un teorema.

– ¿Una especie de conclusión científica?

Se iluminó el rostro del croata. Eso es, repuso. Acabo de comprender que no le dolió nunca. Ni tampoco ahora. Ver cuanto vio no lo hizo mejor ni más solidario. Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta. Pero pintura, fotos o palabras, con usted da lo mismo. Creo que siente la misma compasión que el investigador que observa, a través de un microscopio, la batalla en la infección de una herida. Microbios contra amebas.

– Leucocitos -le corrigió Faulques-. Los que se enfrentan a los microbios son leucocitos. Glóbulos blancos.

– De acuerdo. Leucocitos contra microbios. Usted mira y toma nota.

Faulques regresó junto a él, secándose las manos con el trapo. Los dos estuvieron un rato callados, mirando la pintura.

– Puede que tenga razón -dijo el pintor.

– Eso lo haría a usted peor de lo que soy yo.

A través de la ventana, un haz de luz recorría en el mural la fila de fugitivos. Había puntitos dorados, motas de polvo suspendidas en el aire que daban a este una consistencia casi sólida. Parecía el foco de vigilancia de un campo de concentración.

– Una vez fotografié un combate en un manicomio -dijo Faulques.