Yo nací en 1914, el año en que estalló la Gran Guerra, cuando el mundo conocido se hizo trizas. Después de aquello nada volvió a ser igual -dijo Félix Roble la tarde en que empezó a contarme su pasado-. Fue una mala fecha para nacer, un comienzo nefasto. Pese a ello, o quizá a causa de ello, mis padres me llamaron Félix. No me quejo, aunque a veces, cuando me sentía un desgraciado, el nombre me parecía un sarcasmo. Mi hermano se llamaba Víctor. Y fue derrotado en casi todo. Los nombres son importantes, eso deberían saberlo los padres. Los nombres actúan sobre nosotros, nos condicionan, nos obligan. Y a veces son como una maldición de la que resulta imposible escaparse.
De modo que nací en 1914, pero siempre he considerado que mi vida empezó de verdad en marzo de 1925, cuando descendí en el puerto mexicano de Veracruz de un carguero tan negro y apestoso como una ballena. Todo lo que sucedió antes de aquel día no me interesa, todo lo anterior he intentado olvidarlo. Ahora que soy viejo, sin embargo, aquellos años primeros vuelven a mí, obsesivos como malos sueños, cada vez más frecuentes. Ahora recuerdo a menudo a mi padre, Beni Roble, que fue un conocido cenetista. Era un andaluz emigrado a Barcelona, en donde yo nací. Y era tipógrafo de profesión, haciendo honor a la tradición libertaria española. ¿Sabes cómo llegó el anarquismo a España? Fue cosa del italiano Fanelli, antiguo compañero de armas de Garibaldi y luego fervoroso seguidor de Bakunin. Fanelli vino a Madrid en 1868 y se reunió con diez tipógrafos. Fanelli sólo hablaba francés e italiano, y los tipógrafos sólo hablaban español; pero el espíritu santo libertario les debió de conceder el don de lenguas, porque al final se entendieron o se adivinaron. Cinco años más tarde ya había 50.000 anarquistas en el país.
De esa tradición fundacional de tipógrafos-apóstoles descendía mi padre. Murió muy joven: mi hermano y yo crecimos enseguida por encima de la línea de su edad. Siempre llevamos a mi padre en la memoria, Víctor y yo, como si en vez de padre hubiera sido un hermano más pequeño, el benjamín malogrado y mártir. Era un recuerdo que pesaba como el plomo. Mi padre murió en 1921, cuando la huelga de La Canadiense y las revueltas de Barcelona. El general Martínez Anido y el jefe de policía Arlegui organizaron una represión tan brutal que incluso pareció excesiva en aquella época. Utilizaban pistoleros y aplicaban la ley de fugas. Así, por la espalda, asesinaron a muchos. Mi padre cayó junto al líder cenetista, el Noi del Sucre.
Luego fue peor. Lo diré pronto y sin adornos, porque aún me quema en la memoria: mi madre murió de tuberculosis, de miseria y de hambre. También era muy joven; mi hermano Víctor nació cuando nuestros padres eran casi unos crios. Toda mi vida he querido olvidar los años de la infancia. Suenan demasiado truculentos, demasiado mezquinos. Suenan a costumbrismo. Toda mi vida he odiado el costumbrismo. Prefiero la picaresca; al menos el picaro es un héroe que sabe defenderse, a base de ingenio, de las atrocidades del destino. Sin embargo ahora, en la vejez, vuelven a perseguirme los recuerdos. Imágenes alucinadas y fugaces. Sobre todo, mi madre. Mi madre junto al ventanuco abierto, jadeando.
Pero te decía que en realidad empecé a vivir el 16 de marzo de 1925, cuando desembarqué en Veracruz con mi hermano Víctor y con Gregorio Jover. El anarquista Gregorio era uno de los activistas del mítico grupo de los Solidarios. Era un hombre atractivo que siempre vestía impecable: trajes con chaleco, camisa, corbata. Le llamaban el Chino por sus ojos rasgados y sus fuertes pómulos, y las mujeres se volvían locas por él. Eso fue lo primero que me gustó de los Solidarios: que las mujeres se volvieran locas por Gregorio. Ahora bien, él no les hacía ningún caso; los anarquistas auténticos eran unos tipos austeros, puritanos, casi calvinistas. Estaban en contra del alcohol y eran fieles a sus compañeras hasta la muerte. A mí, a los once años, aquello me parecía un desperdicio. A mí siempre me gustaron demasiado las mujeres. Por eso nunca fui un buen anarquista. Y por eso sucedió al final lo que sucedió. Pero esa es otra historia. Una historia agobiante y angustiosa; y ahora no tengo ganas de acordarme de ella. Prefiero volver al barco y a Veracruz.
Como te iba contando, los Solidarios eran muy puritanos, una especie de misioneros ateos que extendían su fe a sangre y fuego. Sin embargo, el Chino debía de haber tenido en su pasado alguna etapa más frivola, porque recuerdo que un día, estando todavía en alta mar, se puso a conversar conmigo sobre la mujer, ese inmenso enigma de la Humanidad, y tuvo la condescendencia de enseñarme cómo tenía que bailar con las muchachas. Según él, había una manera infaliblemente viril de cogerlas por el talle:
«Tienes que pasar bien el brazo, nada de quedarte en la mitad de la cintura de la chica. El brazo tiene que cruzar dos tercios de espalda, tampoco más, porque eso le haría sentirse demasiado atrapada, que luego las mujeres son muy mañosas; dos tercios es la distancia justa. Y luego tienes que abrir bien la zarpa y depositarla en la carne con firmeza, sin apretar, pero sintiendo cómo apoyas toda la palma y cada uno de los dedos, ¿te enteras?, para que ella se dé cuenta de que está en tus manos.»
De Jover conservo el recuerdo de ese consejo, que me dejó agradecido e impresionado durante mucho tiempo; pero en todo lo demás, en lo fundamental, en la creación del mundo, mis héroes eran Buenaventura Durruti y mi hermano Víctor, en este orden; si bien Víctor, que tenía dieciocho años, me parecía mucho más fácil de imitar que Durruti, que debía de andar por los veintimuchos y era para mí monumental, el Gran Líder, el Héroe, la Leyenda.
Porque Víctor y yo fuimos a México para unirnos a la banda de Durruti y Ascaso. Mejor dicho, el que tenía que unirse a ellos era mi hermano, a quien Durruti había reclamado a su lado en honor de la memoria de mi padre. Pero Víctor se negó a dejarme huérfano y miserable en Barcelona y me embarcó con él. Cuando llegamos a Veracruz, Ascaso se puso furioso:
«No sabía yo que hubiéramos venido a América a cuidar nenitos», siseó desdeñosamente. Sus cóleras eran frías y sarcásticas, tanto más temibles cuanto más tenue fuera el tono de su voz.
Francisco Ascaso y Durruti eran amigos inseparables y constituían, junto a Juan García Oliver, la cabeza del anarquismo español: la gente les llamaba los tres Mosqueteros. Ellos crearon los Solidarios, un grupo clandestino de pistoleros enfrentados a los pistoleros del Estado. Por entonces, los matones policiales asesinaban a centenares de sindicalistas de la CNT, a palos o con un tiro por la espalda, como hicieron con mi padre. A eso se le llamaba el Terror Blanco, como blancos eran los rusos contrarrevolucionarios; el azul no había aparecido todavía en la historia como color político y amenazante. Los Solidarios, por su parte, respondían matando policías, empresarios, chivatos: en realidad, se trataba de una guerra encubierta. Los obreros acudían al trabajo con un revólver en la caja de herramientas y sin saber si regresarían vivos por la noche; y en el café Español, en el Paralelo de Barcelona, los cenetistas distribuían las pesadas pistolas Browning y discutían con vehemencia sobre quiénes serían las personas que a su vez ajusticiarían ellos al día siguiente. Una tarde estuve allí con mi madre, en el café Español; no sé bien a qué fuimos: a recoger algún dinero, me supongo, porque tras la muerte de mi padre nos ayudaron económicamente en lo que pudieron, que era poco. Aquel día escuché cómo planeaban sus acciones; tenían los rostros encendidos y las voces roncas y ponían las pistolas abiertamente sobre la mesa. Uno de ellos, un hombre de bigote, me dio un terrón de azúcar empapado en leche.
Los Solidarios habían llevado a cabo acciones espectaculares. Mataron al arzobispo de Zaragoza, por ejemplo; y atracaron el Banco de España en Gijón, con el fin de sacar fondos para la CNT. Eran tipos violentos, desde luego. Pero ya te digo que también los tiempos eran violentos. Tiempos desesperados, increíblemente injustos, en los que la gente moría de hambre y de miseria. Tiempos de oligarcas y de víctimas. Fíjate si serían pobres los afiliados a la CNT que, a pesar de que llegaron a ser un millón, el sindicato siempre estaba en quiebra, hasta el punto de que en 1936 sólo disponían de un empleado a sueldo. Ser un sindicalista libertario era entonces muy duro: les estaban ilegalizando y metiendo en prisión continuamente. Durruti fue condenado tres veces a muerte y se pasó media vida entre rejas.
Entonces, en 1925, cuando llegamos a Veracruz, la CNT atravesaba por una de sus etapas de clandestinidad. Era la época de la dictadura de Primo de Rivera y había 40.000 anarquistas en la cárcel. Por eso murió mi madre: porque el sindicato no tenía dinero para sostener a tanta familia desahuciada. La situación era tan crítica que los Solidarios decidieron hacer una temporada de atracos en América para llenar las arcas Genetistas. Y para allá marcharon Durruti y Ascaso en diciembre de 1924 con pasaportes falsos, en un carguero holandés con destino a Cuba. Se fueron solos, y primero se pusieron a trabajar la zafra en Santa Clara. Pero hubo una huelga para reclamar una subida de sueldo, y los capataces hicieron lo que solían hacer los capataces de entonces con los huelguistas: cogieron a tres de los campesinos y los apalearon sañudamente, dejándolos reventados y medio muertos. A la mañana siguiente, el propietario de los cañaverales apareció en su casa con la cabeza atravesada de un disparo. Sobre el pecho tenía un papel escrito a lápiz que decía: «La justicia de los Errantes».
Fue la primera vez que se mencionó ese nombre. Era una idea de Ascaso: pensó que, mientras que durara el periplo americano, los Solidarios deberían cambiar su denominación por la de los Errantes, Ascaso era así, tenía ideas. Pero no sabría decirte si eran buenas ideas. Era un hombre ardiente, muy menudo, muy irónico. Tenía aspecto de señorito y modos retadores. Como si tuviera que compensar su talla exigua y lo escuchimizado de su envergadura. Era uno de esos tipos que, cuando entran en un cuarto, impregnan de inmediato el aire de tensión. Me lo imaginaba en su oficio de camarero, achicharrándose de furia por el oprobio del uniforme y de la servidumbre. Aunque probablemente soy injusto con él: nunca me cayó bien porque cuando llegué a Veracruz me hizo sentir como un gusano. Yo quería ser un hombre y él me humilló públicamente: