Yo estaba sola y eso no me gustaba. Aunque son tan diminutos que no podemos verlos, lo cierto es que nos encontramos rodeados de billones de organismos microscópicos que comparten el mundo con nosotros. Los más comunes son los ácaros, unos arácnidos ínfimos que andan por todas partes. Los he visto en fotos magnificadas: tienen el cuerpo globuloso, largas patas y un aspecto horroroso de criatura extra- terrestre y deletérea. Desde que leí que en cada centímetro de nuestro colchón hay no sé cuántos cientos de miles de estos bichos, por las noches, cada vez que me acuesto, los escucho conversar bajo mi oreja. Cri-crís, chasquiditos, rumores de pasos menudísimos. Los ácaros ignoran que su Universo entero no es más que mi colchón. Pensándolo bien, a lo peor nuestro propio Universo no es más que el colchón de un megagigante. Teniendo en cuenta lo atiborrado que está el mundo de vidas, entre insectos, ácaros, bacterias y otros microbios, no sé cómo es posible que los humanos nos sintamos solos.

Pero así es como me sentía yo cuando secuestraron a Ramón, sola hasta la desesperación, sola hasta el miedo. Ahora comprendía por qué no me había separado de mi marido: aunque me aburriera con él, aunque me exasperara, Ramón era el aliento animal de mi guarida, el cobijo elemental del otro de tu especie, unos ojos que te ven y una presencia cómplice frente al terror de la intemperie, frente a ese mundo exterior lleno de tormentas, violentos huracanes y cataclismos. Por entonces la soledad me daba pánico.

Debió de ser por eso por lo que permití que Félix Roble se metiera de tal modo en mi vida, por lo que le abrí de la noche a la mañana las puertas de mi casa y de mi cotidianidad. Félix, por su parte, entró a tumba abierta. Él también debía de sentirse acorralado por la soledad, como tantos otros ancianos viudos y jubilados. Dadas sus circunstancias, no era de extrañar que se sumara al caso desde el primer momento.

Algo parecido sucedió con Adrián. Aquel primer día del frustrado atraco, nuestro joven vecino despertó de su siesta y nos pilló en la cocina a Félix y a mí hablando de Durruti y engrasando el viejo pistolón. El muchacho se quedó contemplando el arma con sorpresa, y creí conveniente ponerle en antecedentes de la situación. Claro que no le expliqué toda la verdad: me guardé de decirle, por ejemplo, que tenía 200 millones de pesetas metidos en el saco de pienso de la Perra-Foca.

– ¿Que han secuestrado a tu marido? -se asombró Adrián, claramente fascinado por la noticia-. Qué cosa tan tremenda. Desde luego, me gustaría ayudarte. Puedes contar conmigo para lo que quieras.

Era un chico agradable, un poco taciturno. No hablaba demasiado: pensé que era tímido. No obstante, le invité a cenar aquella noche en casa, junto con Félix Roble. Adrián apareció con un cactus de regalo, una plantita diminuta y delicada con una menudencia de flor en todo lo alto; y se me antojó que esa mezcla de rudeza espinosa y de fragilidad podría representar su propio carácter. El viejo, por su parte, llegó con una botella de rioja de la cual tampoco probó un solo trago.

Fue una cena estupenda. Para mi sorpresa, me encontraba muy cómoda con ellos. Claro está que les necesitaba, y uno tiende a idealizar aquello que necesita. Yo precisaba de ellos porque no quería estar sola y porque no soportaba ni a mi familia ni a mis amigos, con toda su circunspección, su pamema de duelo permanente, sus preguntas insidiosas, sus paternalismos. Cuando mis parientes y conocidos me llamaban por teléfono, o cuando venían a mi casa (pues en los primeros días acudieron a visitarme de improviso unos cuantos), percibía en el tono de su voz o en sus ojos escrutadores una actitud censora tan cargante que me deshacía de ellos enseguida, probablemente con demasiados malos modos, porque pronto dejaron de insistir. No sé bien qué actitud esperaban mis amigos de mí como esposa de un secuestrado, pero yo veía con claridad que esperaban alguna: tal vez un agobio elegante, un desasosiego contenido, una especie de viudez en suspensión.

Félix y Adrián, en cambio, no exigían nada de mí: ninguna representación, ninguna respuesta. Establecimos entre nosotros una intimidad de crecimiento rápido, una de esas camaraderías aceleradas que suelen brotar entre los viajeros en vacaciones, o entre los damnificados de un barrio inundado. El secuestro de Ramón fue la fuerza mayor que nos atrajo, náufragos como debíamos de ser los tres de quién sabe qué remotas derivas. A fin de cuentas, ninguno de nosotros tenía un trabajo fijo, nada definido que hacer en la vida, ninguna responsabilidad familiar concreta. Primero fue Félix el que empezó a pasarse las horas muertas en mi casa con una excusa u otra; y enseguida Adrián se fue sumando a esa nueva rutina. Vivaqueábamos en mi piso, a la espera de que los secuestradores se pusieran en contacto conmigo, como quien habita en un campamento sitiado, echando a los imprudentes que se atrevían a llegar hasta mi puerta, despachando escuetamente a los que telefoneaban, diciéndole mentiras al inspector García, comiendo naranjas y tortillas a la francesa y escuchando a retazos el relato de la vida de Félix. A las veinticuatro horas nos queríamos tanto que ya le habíamos dicho a Adrián que teníamos cuarenta millones de pesetas escondidos en el bote de azúcar. A los dos días nos sentíamos tan íntimos que le confesamos que no eran cuarenta millones, sino doscientos, y que estaban encima del armario. Y al tercer día, inseparables ya, le explicamos con pelos y señales lo del saco de pienso de la Perra-Foca.

– Ya lo sabía-contestó Adrián.

– ¿Cómo que lo sabías?

– Pues sí, desde el primer día. No estaba dormido del todo y os escuché cuchichear y barajar posibles escondites y arrastrar la bolsa de pienso y todo eso.

– ¿Y por qué no lo dijiste, por qué nos has dejado hacer el ridículo todos estos días?

– Pues ya ves. Quería comprobar que confiabais en mí. El hombre que no teme a las verdades nada debe temer a las mentiras. Es una frase de Thomas Jefferson. Además, estaba seguro de que el engaño no iba a durar mucho. Una mentira nunca vive hasta hacerse vieja. Esto lo dijo Sófocles.

Al cuarto día era como si siempre hubiéramos vivido así, en esa especie de existencia entre paréntesis, a la espera de algo impreciso pero definitivo. Sólo nos separábamos para dormir, cosa que cada uno hacía en su casa. Yo cerraba la puerta detrás de ellos echando con frenesí todas las llaves, tiraba a la basura las cascaras de naranja, dedicaba a la barriga de la Perra-Foca la correspondiente sesión de caricias nocturnas, me metía en la cama, leía durante horas la misma página de una novela porque la ansiedad me impedía concentrarme y, cuando el amanecer empezaba a golpear la persiana de mi cuarto con la consabida barahúnda de pájaros piando y vecinos pulsando clamorosas cisternas, apagaba la luz y me dejaba caer en el pozo del miedo. Entiéndeme bien: no estoy hablando del temor por la suerte de Ramón ni del sobresalto por el secuestro, sino del miedo personal que cada uno arrastra, del pozo que te vas cavando alrededor a medida que creces, ese miedo exudado gota a gota, tan tuyo como tu piel, el pánico de saberte viva y condenada a muerte. Quién no ha visitado ese pozo del miedo alguna noche, en el entresueño antes de aletargarse. Dormir es ensayar la muerte, por eso atemoriza.

Tuve un amante una vez que no soportaba meterse en la cama: tenía en su habitación un lecho escueto y monacal sobre el que en ocasiones nos amábamos, pero él para dormir siempre utilizaba el sofá de la sala. Allí se instalaba, entre cojines, a medio desvestir y con una manta de viaje sobre las piernas, como si en vez de acostarse sesteara, como si no existieran las noches ni los días, ni el paso del tiempo, ni ese sueño profundo que te borra de la faz de la tierra, sino tan sólo una sucesión de ligeras e intrascendentes cabezadas, situaciones siempre provisionales y reversibles. Justo es reconocer que la cama es un mueble inquietante, el nido de las pesadillas, el último reducto o madriguera del animal que somos. En íntimo refrote con ese cachivache pasamos la mayor parte de nuestra vida, ahí sudamos y enfermamos y sanamos y soñamos y engendramos, y en ese barco varado de metal o de tablas nos morimos. Porque, en efecto, lo más probable es que muramos dentro de una cama, tal vez incluso dentro de nuestra propia cama, en ese maldito mueble tomado por los ácaros que frecuentamos más que ningún otro lugar del planeta y en el ahora ensayamos, cada noche, la oscuridad del fin. Sólo pensar en esto, desde luego, te hace cobrar antipatía a los colchones.

El caso es que entre la ansiedad del secuestro y mis miedos de siempre yo no pegaba ojo por entonces; y cuando al fin caía dormida, de madrugada, era con un sopor de piedra, como desmayada. Por eso cuando empezó a sonar el teléfono en la mañana del quinto día tardé un tiempo incalculable en despertarme.

– ¡Ya va, ya va! -grité absurdamente, atrapada aún entre las telarañas del sueño e incapaz de discernir qué era ese ruido.

Poco a poco fui aterrizando en el planeta. La casa estaba fría y por la ventana entraba un sol tardío e invernal. Anduve descalza hasta el teléfono, que seguía chillando como un animal rabioso: ya no ponía nunca el contestador, por si acaso llamaban los secuestradores. Descolgué el auricular de mal humor:

– ¿Qué pasa?

– Escuche con atención. Este es un mensaje de Orgullo Obrero. Le voy a dar las instrucciones para el pago del rescate. Escuche con atención: sólo voy a decirlas una vez y le conviene no olvidarse.

Eran ellos. Al fin. El sueño se me quitó de golpe, pero fue sustituido por una especie de estupor, por una sensación de cámara lenta. Pensé: estoy sola, todos estos días he estado acompañada y justamente ahora resulta que estoy sola, qué mala suerte. Pensé: no sabré hacerlo, no sabré escucharle, no sabré entenderle, se me olvidará, lo confundiré todo, Ramón será asesinado por mi culpa. Pensé: se me están quedando los pies helados, debí ponerme las chanclas, sólo me faltaba ahora constiparme. Todas estas cosas se me pasaron por la cabeza mientras el hombre hacía un ínfimo instante de pausa en el punto y seguido que venía después de «no olvidarse». Enseguida continuó:

– Vaya a los grandes almacenes Mad amp; Spender y compre una maleta del nuevo modelo de Samsonite, la más pequeña de la gama, en carcasa dura y de color negro. El dependiente le atará al asa una bolsa de la tienda: no la quite. Vuelva a casa, meta el dinero dentro de la Samsonite y pegue en el exterior, con cinta adhesiva, el recibo de la compra. Regrese esta tarde a los Mad amp; Spender, vaya a la sección de maletas y póngase en la cola de la caja central, como si quisiera hacer una devolución. Coloque la maleta a su lado, en el suelo, y mire hacia delante; de lo demás nos encargamos nosotros. Tiene que estar en la cola a las siete en punto de la tarde. No avise a la policía o no volverá a ver a su marido.