Bernat rodeó el mercado y bajó hacia Trentaclaus. Las calles eran más anchas y, a medida que se acercaba al portal, observó que, delante de las casas, se secaban al sol docenas de objetos de cerámica: platos, escudillas, ollas, jarras o ladrillos.

– Busco la casa de Grau Puig -le dijo a uno de los soldados que vigilaban el portal.

Los Puig habían sido vecinos de los Estanyol. Bernat recordaba a Grau, el cuarto de ocho famélicos hermanos que no encontraban en sus escasas tierras comida suficiente para todos. Su madre los apreciaba mucho, ya que la madre de los Puig la había ayudado a parir al propio Bernat y a su hermana. Grau era el más listo y trabajador de los ocho; por eso, cuando Josep Puig consiguió que un pariente admitiera a alguno de sus hijos como aprendiz de alfarero en Barcelona, él, con diez años, fue el elegido.

Pero si Josep Puig no podía alimentar a su familia, difícilmente iba a poder pagar las dos cuarteras de trigo blanco y los diez sueldos que pedía su pariente por hacerse cargo de Grau durante los cinco años de aprendizaje. A ello había que sumar los dos sueldos que había pedido Llorenç de Bellera por liberar a uno de sus siervos y la ropa que debía llevar Grau durante los dos primeros años; en el contrato de aprendizaje, el maestro sólo se comprometía a vestirlo durante los tres últimos.

Por eso, Puig padre acudió a la masía de los Estanyol acompañado de su hijo Grau, algo mayor que Bernat y su hermana. El loco Estanyol escuchó la propuesta de Josep Puig con atención: si dotaba a su hija con aquellas cantidades y se las adelantaba a Grau, su hijo se casaría con Guiamona a los dieciocho años, cuando ya fuera oficial alfarero. El loco Estanyol miró a Grau; en algunas ocasiones, cuando la familia del chico no disponía ya de otro recurso, había ido a ayudarlos en los campos. Nunca había pedido nada pero siempre había vuelto a casa con alguna verdura o algo de grano. Tenía confianza en él. El loco Estanyol aceptó.

Tras cinco años de duro trabajo como aprendiz, Grau consiguió la categoría de oficial. Siguió a las órdenes de su maestro, que, satisfecho de sus cualidades, empezó a pagarle un sueldo. A los dieciocho cumplió su promesa y contrajo matrimonio con Guiamona.

– Hijo -le dijo a Bernat su padre-, he decidido dotar de nuevo a Guiamona. Nosotros sólo somos dos y tenemos las mejores tierras de la región, las más extensas y las más fértiles. Ellos pueden necesitar ese dinero.

– Padre -lo interrumpió Bernat-, ¿por qué me dais explicaciones?

– Porque tu hermana ya tuvo su dote y tú eres mi heredero. Ese dinero te pertenece.

– Haced lo que consideréis oportuno.

Cuatro años después, a los veintidós, Grau se presentó al examen público que se realizaba en presencia de los cuatro cónsules de la cofradía. Realizó sus primeras obras: una jarra, dos platos y una escudilla, bajo la atenta mirada de aquellos hombres, que le otorgaron la categoría de maestro, lo que le permitía abrir su propio taller en Barcelona y, por supuesto, usar el sello distintivo de los maestros, que debía estamparse, previendo posibles reclamaciones, en todas las piezas de cerámica que salieran de su taller. Grau, en honor a su apellido, eligió el dibujo de una montaña.

Grau y Guiamona, que estaba embarazada, se instalaron en una pequeña casa de un solo piso en el barrio de los alfareros, que por disposición real estaba emplazado en el extremo occidental de Barcelona, en las tierras situadas entre la muralla construida por el rey Jaime I y el antiguo linde fortificado de la ciudad. Para adquirir la casa recurrieron a la dote de Guiamona, que habían conservado, ilusionados, en espera de un día como aquél.

Allí, donde el taller y la vivienda compartían el espacio con el horno de cocción y los dormitorios en una misma pieza, Grau inició su labor como maestro en un momento en que la expansión comercial catalana estaba revolucionando la actividad de los alfareros y les exigía una especialización que muchos de ellos, anclados en la tradición, rechazaban.

– Nos dedicaremos a las jarras y a las tinajas -sentenció Grau-; sólo jarras y tinajas. -Guiamona dirigió la mirada hacia las cuatro obras maestras que había hecho su marido-. He visto a muchos comerciantes -prosiguió él- que mendigaban tinajas para comerciar con el aceite, la miel o el vino, y he visto a maestros ceramistas que los despedían sin contemplaciones porque tenían sus hornos ocupados en fabricar las complicadas baldosas de una nueva casa, los platos policromados de la vajilla de un noble o los botes de un apotecario.

Guiamona pasó los dedos por las obras maestras. ¡Qué suaves al tacto! Cuando Grau, exultante, se las regaló tras pasar el examen, ella imaginó que su hogar estaría siempre rodeado de piezas como aquéllas. Hasta los cónsules de la cofradía lo felicitaron. En aquellas cuatro obras Grau demostró a todos los maestros su conocimiento del oficio: la jarra, los dos platos y la escudilla, decorados con líneas en zigzag, hojas de palma, rosetas y flores de lis, combinaban, sobre una capa blanca de estaño aplicada previamente, todos los colores: el verde cobre propio de Barcelona, inexcusable en la obra de cualquier maestro de la ciudad condal, el púrpura o morado del manganeso, el negro del hierro, el azul del cobalto o el amarillo del antimonio. Cada línea y cada dibujo eran de un color distinto. Guiamona apenas pudo esperar mientras las piezas se cocían, por temor a que se rajaran. Para terminar, Grau les aplicó una capa transparente de barniz de plomo vitrificado que las impermeabilizaba completamente. Guiamona volvió a sentir la suavidad de las piezas en las yemas de sus dedos. Y ahora… sólo iba a dedicarse a las tinajas. Grau se acercó a su esposa.

– No te preocupes -la tranquilizó-; para ti seguiré fabricando piezas como éstas.

Grau acertó. Llenó el secadero de su humilde taller con jarras y tinajas, y pronto los comerciantes supieron que en el taller de Grau Puig podrían encontrar, al momento, todo cuanto desearan. Nadie tendría ya que mendigar a maestros soberbios.

De ahí que la vivienda ante la que se pararon Bernat y el pequeño Arnau, que estaba despierto y reclamaba su comida, distara mucho de aquella primera casa taller. Lo que Bernat pudo ver con su ojo izquierdo era un gran edificio de tres pisos. En la planta baja, abierta a la calle, se encontraba el taller, y en los dos pisos superiores vivían el maestro y su familia. A un lado de la casa había un huerto y un jardín, y al otro construcciones auxiliares que daban a los hornos de cocción y una gran explanada en la que se almacenaban al sol infinidad de jarras y tinajas de distintos tipos, tamaños y colores. Detrás de la casa, como exigían las ordenanzas municipales, se abría un espacio destinado a la descarga y almacenamiento de la arcilla y otros materiales de trabajo. También se guardaban allí las cenizas y demás residuos de las cocciones que los alfareros tenían prohibido arrojar a las calles de la ciudad.

En el taller, visible desde la calle, había diez personas trabajando frenéticamente. Por su aspecto, ninguna de ellas era Grau. Bernat vio que, junto a la puerta de entrada, al lado de un carro de bueyes cargado de tinajas nuevas, dos hombres se despedían. Uno montó en el carro y partió. El otro iba bien vestido y, antes de que se metiera en el taller, Bernat llamó su atención.

– ¡Esperad! -El hombre miró cómo se le acercaba Bernat-. Busco a Grau Puig -le dijo.

El hombre lo examinó de arriba abajo.

– Si buscas trabajo, no necesitamos a nadie. El maestro no puede perder el tiempo -le dijo de malos modos-, ni yo tampoco -añadió empezando a darle la espalda.

– Soy pariente del maestro.

El hombre se detuvo en seco, antes de volverse violentamente.

– ¿Acaso no te ha pagado suficiente el maestro? ¿Por qué sigues insistiendo? -masculló entre dientes empujando a Bernat. Arnau empezó a llorar-.Ya se te dijo que como volvieras por aquí te denunciaríamos. Grau Puig es un hombre importante, ¿sabes?

Bernat había ido retrocediendo a medida que el hombre lo empujaba, sin saber a qué se refería.

– Oídme -se defendió-, yo…

Arnau berreaba.

– ¿No me has entendido? -gritó por encima del llanto de Arnau.

Sin embargo, unos chillidos aún más fuertes salieron de una de las ventanas del piso superior.

– ¡Bernat! ¡Bernat!

Bernat y el hombre se volvieron hacia una mujer que, con medio cuerpo fuera, agitaba los brazos.

– ¡Guiamona! -gritó Bernat devolviéndole el saludo.

La mujer desapareció y Bernat se volvió hacia el hombre con los ojos entrecerrados.

– ¿Te conoce la señora Guiamona? -le preguntó él.

– Es mi hermana -contestó Bernat secamente-, y que sepas que a mí nadie me ha pagado nunca nada.

– Lo siento -se excusó el hombre, ahora azorado-. Me refería a los hermanos del maestro: primero uno, después otro, y otro, y otro.

Cuando vio que su hermana salía de la casa, Bernat lo dejó con la palabra en la boca y corrió a abrazarla.

– ¿Y Grau? -preguntó Bernat a su hermana una vez acomodados, tras limpiarse la sangre del ojo, entregar a Arnau a la esclava mora que cuidaba de los hijos pequeños de Guiamona y ver cómo devoraba una escudilla de leche y cereales-. Me gustaría darle un abrazo.

Guiamona torció el gesto. -¿Pasa algo? -se extrañó Bernat.

– Grau ha cambiado mucho. Ahora es rico e importante. -Guiamona señaló los numerosos baúles que había junto a las paredes, un armario, mueble que Bernat no había visto jamás, con algunos libros y piezas de cerámica, las alfombras que embellecían el suelo y los tapices y cortinajes que colgaban de ventanas y techos-. Ahora casi no se preocupa del taller ni del sello; lo lleva Jaume, su primer oficial, con quien te has tropezado en la calle.

Grau se dedica al comercio: barcos, vino, aceite. Ahora es cónsul de la cofradía, por lo tanto, según los Usatges , un prohombre y un caballero, y está pendiente de que lo nombren miembro del Consejo de Ciento de la ciudad. -Guiamona dejó que su mirada vagase por la estancia-.Ya no es el mismo, Bernat.

– Tú también has cambiado mucho -la interrumpió Bernat. Guiamona miró su cuerpo de matrona y asintió sonriendo-. Ese Jaume -continuó Bernat- me ha dicho algo de los parientes de Grau. ¿A qué se refería?

Guiamona negó con la cabeza antes de contestar.

– Pues se refería a que, en cuanto se enteraron de que su hermano era rico, todos, hermanos, primos y sobrinos, empezaron a dejarse caer por el taller. Todos escapaban de sus tierras para venir en busca de la ayuda de Grau. -Guiamona no pudo dejar de percibir la expresión de su hermano-.Tú… ¿también? -Bernat asintió-. Pero… ¡si tenías unas tierras espléndidas…!