– Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? -rompió el silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo ataban a la tierra-. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar la libertad?

El más anciano le contestó pausadamente:

– Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella durante ese tiempo. -El muchacho, con los ojos brillantes, lo instó a continuar-. Barcelona es muy rica. Durante muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un código… -El anciano titubeó-. Recognoverunt proceres , creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores, trabajadores libres.

Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora marcada por el señor.Y tampoco lo hizo al siguiente. Su padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo en sus ojos.

Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat contempló la libertad y… ¡el mar! Jamás había visto, ni había imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin. Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso decían los mercaderes, pero… era la primera vez que se encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que preguntaba… Oteó el horizonte que se unía con las aguas. Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos rebeldes que le habían crecido en el monte.

Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla, junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda, campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño promontorio, cientos de construcciones se derramaban en derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras majestuosas: palacios, iglesias, monasterios… Bernat se preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de repente Barcelona terminaba. Era como una colmena rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había oído decir.

– ¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil personas? -murmuró mirando a Arnau-.Tú serás libre, hijo.

Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar… Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.

Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental. La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad. Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción, sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.

– ¡Lepra! -gritó el campesino, dejando caer el saco y apartándose de un salto del camino.

Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta, desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado, otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas muías. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.

Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.

– ¡Ve a la leprosería! -le gritó alguien desde lejos.

– ¡No es lepra! -protestó Bernat-. Me clavé una rama en el ojo. ¡Mirad! -Bernat alzó las manos y las movió. Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse-. ¡Mirad! -repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y sin mácula, sin una sola llaga o señal-. ¡Mirad! Sólo soy un campesino, pero necesito un médico para que me cure el ojo; si no, no podré seguir trabajando.

Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat y lo observó.

– Vuélvete -le indicó, haciendo un movimiento rotatorio con el dedo.

Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.

– ¿Y el niño?

Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo mostró horizon-talmente, como si lo ofreciese, agarrándolo por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.

El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.

– Tápate esa herida, campesino -dijo-; de lo contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.

La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su saco sin mirar a Bernat.

Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo… Los campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se abrazaba al tobillo.

Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra historiada con hilos de oro y plata, un cinturón también bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas. Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él, como si no existiera.

Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró aliviado al ver que no le había prestado la menor atención. Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza. Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se desplazaban por los altos andamios que la rodeaban, levantaban enormes bloques de piedra con poleas… Arnau reclamó su atención con un ataque de llanto.

– Buen hombre -le dijo a un operario que pasaba cerca de él-, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los alfareros? -Su hermana Guiamona se había casado con uno de ellos.

– Sigue por esta misma calle -le contestó el hombre atropelladamente-, hasta que llegues a la próxima plaza, la de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la Boquería. No salgas al Raval. Camina junto a la muralla en dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus. Allí está el barrio de los alfareros. Bernat trató en vano de asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a preguntar, el hombre ya había desaparecido. -Sigue por esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume -le repitió a Arnau-. De eso me acuerdo.Y una vez en la plaza volvemos a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos, ¿verdad, hijo mío?

Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de su padre.

– Y ¿ahora? -dijo en voz alta. Se encontraba en una nueva plaza, la de Sant Miquel-. Aquel hombre sólo hablaba de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. -Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna se detuvo-.Todos tienen prisa -le comentaba a Arnau justo cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de… ¿un castillo?

– Aquél no parece tener prisa; quizá… Buen hombre… -lo llamó por la espalda tocándole la chilaba negra.

Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto de Bernat.

El anciano judío negó cansinamente con la cabeza. Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de los sacerdotes cristianos.

– Dime -le dijo.

Bernat no pudo apartar la vista de la rodela roja y amarilla que cubría el pecho del anciano. Luego miró hacia el interior de lo que le había parecido un castillo amurallado. ¡Todos cuantos entraban y salían eran judíos! Todos llevaban aquella señal. ¿Estaba permitido hablar con ellos?

– ¿Querías algo? -insistió el anciano.

– ¿Có… cómo se llega al barrio de los alfareros?

– Sigue recto toda esta calle -le indicó el anciano con la mano- y llegarás al portal de la Boquería. Continúa por la muralla hacia el mar, y en la siguiente puerta está el barrio que buscas.

Al fin y al cabo, los curas sólo habían advertido de que no se podían tener relaciones carnales con ellos; por eso la Iglesia los obligaba a llevar la rodela, para que nadie pudiera alegar ignorancia sobre la condición de cualquier judío. Los curas siempre hablaban de ellos con exaltación, y sin embargo aquel anciano…

– Gracias, buen hombre -contestó Bernat esbozando una sonrisa.

– Gracias a ti -le contestó él-, pero en lo sucesivo procura que no te vean hablar con uno de nosotros…, y menos sonreírles. -El viejo frunció los labios en una mueca de tristeza.

En el portal de la Boquería, Bernat se topó con un nutrido grupo de mujeres que compraban carne: menudillos y macho cabrío. Durante unos instantes observó cómo éstas comprobaban la mercancía y discutían con los tenderos. «Ésta es la carne que tantos problemas ocasiona a nuestro señor», le dijo al niño. Después se rió al pensar en Llorenç de Bellera. ¡Cuántas veces lo había visto intentar amedrentar a los pastores y ganaderos que abastecían de carne a la ciudad condal! Pero sólo se atrevía a eso, a amedrentarlos con sus caballos y sus soldados; quienes llevaban ganado a Barcelona, donde sólo podían entrar animales vivos, tenían derecho de pasto en todo el principado.